Desfile,
Sacrificio y Baile
Los
sargentos imparten las órdenes atravesando el campo a galope tendido. Los
caciques se han retirado casi todos, para encabezar sus reducciones, y el
cacique jefe acompañado de su capitán abanderado, de
Curipán Treulén el viejo, del padre Sigifredo, del señor
Erladsen y del que esto escribe, se coloca, a caballo, a la sombra del boldo
para presenciar el desfile.
La
columna se ha formado como a dos cuadras de distancia. Se divisa flamear las
banderas. Las cornetas no tocan.
Aprovechamos
la circunstancia para interrogar a Catriel respecto de la elección y de
su triunfo. Catriel se sonríe. Habla apenas el castellano y a media
lengua nos dice:
-Me
ha costado mucho, pero no aflojé. Yo quería ser mayor porque
estaba seguro de que si era otro, no trabajaría nada por los indios.
Sentimos
las cornetas que empiezan sus toques alegres y marciales y vemos venir la
columna a galope y en medio de una nube de polvo.
Vienen
adelante cuatro «trutrucaman» con sendas trutrucas de más de
tres metros de largo.
Estos
instrumentos suenan como un contrabajo.
Detrás
de estas cuatro trutrucas vienen cuatro cornetas, dos de metal y dos de madera
(trutrucas cortas), tocando cada cual por su cuenta.
En
seguida el cacique heredero, bandera y reducción de Coz-Coz, con un grupo
de ocho o diez «pifilcaman» (tocadores de pifilcas.)
Enfrentan
al cacique jefe y lanzan un grito que más parece alarido, al mismo tiempo
que el cacique saluda con el sombrero y la bandera se bate a ambos lados.
Pasan
a todo galope y sin detenerse.
Después
de Coz-Coz pasa Trailafquen, reducción del jefe; los indios de esta
reducción están que no caben en sí mismos de alegría
y al pasar frente a su jefe, se entregan a una tanda de gritos y de vivas
ensordecedores. Trailafquén no continúa detrás de Coz-Coz,
sino que da vuelta, al boldo, y se coloca haciendo escolta a Catriel; de modo
que detrás de nosotros se forma un concierto de pifilcas y de cornetas y
trutrucas que no hay más que oír.
Continúa
Ancacomoe, con Hueitra a la cabeza.
El
cacique va montado en un soberbio caballo negro y ofrece un aspecto imponente.
Pasa al galope, se quita el sombrero y su gente, más de ciento entre
mocetones y caciques, lanzan el grito de reglamento. La pasada de Hueitra y su
gente, provocó un justo aplauso de nuestra parte. Todos los indios iban
bien montados y bien vestidos. Se habían formado en hileras de a cuatro y
presentaban el aspecto de una escuadra de caballería.
Panguipulli,
Huitag, Pucura, Malalhue, Palehue, Cayumapu, Antilhue, Huenumaihue,
Purulón, Quilche, etc., desfilaron con todo orden puede decirse. De
algunas reducciones, al pasar se disparataban tiros de revólver. La cosa
era meter harta bulla.
Por lo
que hace a la reducción de Trailafquén, que teníamos de
escolta, los «trutrucaman» continuaban su desconcierto con un fervor a
prueba de pulmones.
Por fin
desfiló la última reducción y detrás de ella
partió Catriel con los suyos. Iban al «trahuén» a
sacrificar el toro amarillo que el jefe había mandado a buscar.
Todas las reducciones
habían rodeado el «trahuén». Las mujeres estaban
sentadas debajo de sus ramadas, con todos sus atavíos y joyas de plata,
esperando el momento en que fueran llamadas o sacadas al baile. En una estaca,
al lado del manzano sagrado, estaba amarrado el toro esperando su hora. El fuego
ardía, recién reavivado y a través de las llamas se
veían las paredes del hoyo enrojecidas por el fuego permanente.
La
llegada de Catriel se conoció por el silencio que se hizo. Los
instrumentos callaron.
Catriel
avanzó hasta el manzano y cogió el cordel con que estaba amarrado
el animal; lo llevó hasta cerca del fuego, y allí, en un momento,
ayudado de un sargento, lacearon el toro por las cuatro patas y lo botaron al
suelo, fijando fuertemente las amarras a los troncos y estacas a fin de que la
víctima no se moviera.
El
sargento y la «Calfimalén» de Coz-Coz dan las señales y
los mocetones sacan a las indias para el baile.
Catriel
se ha quitado el paletó y subídose las mangas de la camisa; toma
un puñal que le entrega un viejo y se acerca a la víctima; le pone
una rodilla sobre el cuellos y le entierra el puñal en el vientre
haciéndole un tajo largo hasta el pecho. Las tripas e intestinos se
vacían y el animal muge y quiere mover las patas, pero las amarras no lo
dejan.
El
sacrificador hunde sus manos en el cuerpo del toro y revuelve las
vísceras para encontrar el corazón. Varias veces retira sus manos
ensangrentadas; por fin encuentra la víscera buscada y de varios tirones,
rasgando las carnes vivas, la arranca y la muestra palpitante a la concurrencia,
que prorrumpe en un grito. Ei!
En
seguida, llevando el corazón con ambas manos y sujetándolo, porque
salta como queriendo escapar a esa barbarie, se acerca al tronco del manzano,
destila allí la sangre rociando con ella todo el tronco y en seguida
arroja el pedazo de carne que contenía una vida, la medio del fuego.
Siéntese
el chisporroteo por un momento y en seguida el olor a carne quemada.
La
«Calfimalén» grita con voz infantil golpeando el
«cunchun»
(kultrun): Puruman! Puruman! Y las parejas se lanzan al baile al son de
pifilcas, trutrucas y cornetas y en medio de los gritos de aprobación de
los concurrentes.
Ha
concluido el sacrificio del jefe y mientras Catriel se lava las manos como
Pilatos, excusándose tal vez interiormente con la costumbre que le obliga
a hacer algo que a él mismo le repugna, nosotros pensamos que tiene
razón el padre Sigifredo al prohibir a los indios que tomen parte en esas
costumbre tan idólatras como bárbaras y repugnantes.
El baile
se anima y las parejas tomadas de la mano procuran seguir el compás que
marca la «Calfimalén»
con
el cunchun y que siguen a su manera los bailarines, con los pies y las pifilcas.
La
posición de las parejas es igual a la del «pase del quatre»,
con la diferencia de que los indios bailan casi pisándoles los talones;
el paso del baile es un pequeño salto hacia delante, con un pie primero y
después con el otro, el pie que no ha saltado se afirma de punta cerca
del talón contrario. Y eso no es todo; no hay otra figura, a lo menos en
lo que yo vi.
En este
baile se pasan horas y a todo rayo de sol. Las parejas que se cansan se retiran
del circo y se incorporan otras que esperan lugar, sin que la danza se perturbe.
La
«Calfimalén» y el sargento son los bastoneros. Los araucanos
son poco galantes, si he de juzgarlos por una escena que presencié;
había una muchacha que no había entrado al baile, ya sea por falta
de pareja
- o
porque no había querido acompañar a otros jóvenes.
- En
mitad del baile llegó un mocetón a caballo y al verla sentada se
desmontó y fue a solicitar su compañía. La muchacha le dijo
que no bailaba, o cosa parecida y entonces él la tomo de un brazo, le dio
dos
- o
tres tirones y le arrastró hacia la rueda donde siguieron haciendo
piruetas con toda tranquilidad.
Pregunté
en seguida si ambos jóvenes tenían algún parentesco y un
viejo me contestó que no, sin darme más explicaciones.
Durante
el baile las parejas se prestan a un interesante estudio para un espíritu
observador. Siento no ser yo quien pueda hacer ese estudio de psicología
araucana.
Hay
mujeres, sobre todo las niñas, que toman lo del baile tan a lo serio, que
en su rostro y en sus maneras demuestran la profunda emoción que sienten
al encontrarse en el circo, al lado de un hombre joven, sintiendo y el contacto
y la presión intencionada de su mano.
Puede
verse durante el baile, que más de una pareja se abandona a un placer que
ellas mismas no podrían definir, con su talento sin cultivo, se ve a
través de los ojos velados de las jóvenes que también en
sus almas salvajes germina el amor, que sienten su influencia avasalladora y que
la costumbre bárbara de vender el padre a sus hijas no cuenta en muchos
casos con el asentimiento de la vendida.
Me
contaba, a propósito de esto, el padre Sigifredo, que no hacía
mucho tiempo había ocurrido en Huenúi un drama pasional cuya
protagonista -la india Llanquetrae, hija del cacique- podía figurar como
heroína de cualquier novelista por entregas. Pretendía a la india
el mocetón Pañloneo y ofreció al padre hasta dos toros,
tres vacas y un caballo ensillado. El padre de sabedor de que su hija no
quería casarse -diremos así- con Pañloneo, se
resistía a venderla, pero dádivas quebrantan peñas y tanto
ofreció y cumplió el galán que obtuvo del padre el ansiado
consentimiento.
Llegó
la noche señalada para el rapto y como es costumbre, el novio
llegó con numerosos cortejo de amigos y rodeó la ruca donde
dormía la codiciada Llanquetrae. Al son de las pifilcas el padre
abrió la puerta de la ruca para dar paso al galán y a sus amigos
que debían apoderarse violentamente de la novia y llevarla con grande
algazara a la ruca del novio.
El padre
señaló el rincón y los pellejos donde descansaba
Llanquetrae y los recién llegados se acercaron, esperando encontrarla
lista con todos sus atavíos; pero la joven india no estaba allí:
sin que nadie la notara en la ruca, había huido hacia el bosque escapando
de un matrimonio que ella no aceptaba. Al día siguiente se la
encontró ahorcada, colgada de un coigüe. Entre una vida de
sacrificio, unida a un hombre que no quería y una muerte violenta,
había preferido lo último.
Este
hecho consternó a los indios de esas reducciones. Pañlonco
abandonó su ruca y animales y se fue a Argentina a «rodar
tierra».
El baile
continúa impertérrito, sin parar mientras que pronto será
de noche.
Catriel y
su reducción se ha retirado, despidiéndose, antes, de nosotros y
prometiéndonos que al día siguiente irá a vernos a la
Misión, pues desea consultarnos detenidamente. Sin tiempo para
despedirnos de nadie, pues ya obscurecía, nos volvimos a Panguipulli,
escoltados hasta mitad de camino por más de cien indios, que de cuando en
cuando lanzaban gritos de ¡viva Cafalleru! que ya nos tenían sin
tímpanos.
Llegamos
a la Misión después de las 8 de la noche, y encontramos a los
hermanos que terminaban de rezar sus oraciones, para ir a la cena frugal del
refectorio.
«Cunchun»: el
autor se refiere al kultrun, instrumento musical sagrado de los mapuches, Meza
los describe así: «Especie de pandereta que se toca con un
palo».