Un
Rato de Charla
-¿Están
ustedes muy cansados? Nos preguntó amablemente nuestro querido
anfitrión, una vez que hubimos terminado la cena que nos esperaba.
A nuestra
respuesta negativa, el Padre nos propuso que aprovecháramos la placidez
de la noche, para dar un paseo por los corredores, y así veríamos
un espectáculo que seguramente nos llamaría la atención.
Nosotros deseábamos a nuestra vez, conversar detenidamente con nuestro
abnegado misionero. Nuestro espíritu estaba tan impresionado con lo que
habíamos visto en todo ese día, que nuestras ideas respecto a los
araucanos tenían todas las faces del prisma: los encontrábamos
grandes y bajos; bárbaros y espirituales; atletas y degenerados;
víctimas y victimarios; admirables y repugnantes. Sus hábitos y
costumbres íntimas nos incitaban a alejarnos, a abandonarlos, como si
nuestro abandono fuera suficiente para que se concluyera la raza; pero sus
sufrimientos actuales, los vejámenes que soportan, el como si se tratara
de bárbaros peligrosos, esa atmósfera cruel e inhumana que les han
hecho a los araucanos sus mismos explotadores, tan audaces como cínicos;
la carencia casi absoluta de noticias ciertas de lo que pasa en la selva entre
el civilizado y el civilizando; el error en que vive la sociedad chilena
respecto a la verdadera condición del mapuche, y la ignorancia general
que existe en lo que con los araucanos se relaciona, nos convence de que debemos
cumplir nuestros deberes de periodistas sin escatimar sacrificios,
exponiéndonos al anatema de algunos poderosos que en su lucha por el
dinero acuden a los medios que el Código castiga con el patíbulo o
con cadena
perpetua...
La
esterilidad de nuestra obra la sospechamos de antemano; aún más:
en un país como Chile, donde todos y cada uno miramos con supremo
estoicismo todo aquello que no acarrea perjuicio material inmediato a nuestras
personas, será un hecho anormal que el gobierno se preocupe de los
gravísimos denuncios que en estas páginas haremos, apoyados en
importantes documentos, que no son bastantes ¡por desgracia! Para producir
la prueba plena, pero cuyo mérito podrá avaluar el Gobierno y el
público, ante cuyo alto tribunal se ventilará esta causa santa.
El
Padre Sigifredo, cuyo talento está a la altura de su abnegación
apostólica, al vernos preocupados quiso distraernos, y nos dijo:
Ustedes
como periodistas y hombres de letras, deben haber leído el Quo Vadis? del
famoso Sczienckewick. Allí, como recordarán, hay una
descripción del incendio de Roma, en la cual el autor pone de relieve su
talento. Los que leen el libro ven el incendio de la gran ciudad a través
de los renglones bien o mal leídos; ustedes van a ver materialmente ese
gran incendio. Pasamos en seguida a un patio amplio, con inclinaciones de
potrero, y colocándonos a una pequeña altura miramos hacia donde
nos indicó nuestro cicerone.
Era un
valle, un bajo, extendido o casi encajonado entre dos mesetas que terminaban
violentamente a orillas en un profundo y borrascoso lago Panguipulli. Todo ese
valle poblado de árboles enormes, cubierto de floresta virgen, tapizado
aún con la primitiva alfombra de flores y de fresas con que lo
creó la Naturaleza, ardía en una inmensa e indistinguible hoguera.
El
resplandor rojizo que arrojaba aquella pira de un par de leguas, se estrellaba
contra las inmensas espirales de humo negro como las nubes de invierno y formaba
un conjunto grandiosamente aterrador, impotentísimo. De cuando en cuando
alguna columna de fuego lograba romper la densidad de las nubes de humo y se
lanzaba airada y terrible contra el cielo, alumbrado con siniestros
árboles la esfera encapotada. Un ruido sordo y prolongado
acompañaba a este espectáculo. Es el ruido del tiraje que produce
una chimenea colosal.
El
calor de la columna de fuego produce su efecto, y las nubes más bajas
arrojan su líquido elemento sobre la hoguera, con lo cual la llama
aminora; pero ha logrado también abrir brecha más arriba, por
donde aparece un pedazo de cielo, cubierto de estrellas, cuya placidez, en las
alturas, contrastan poderosamente con el huracán desenfrenado que reina
en el abismo.
Es la
imprecación de Mefistófeles a los cielos: impotente, pero
grandiosa!
-Hace
cinco días que está ardiendo me dice el Padre. Yo anoche lo vi,
pero no quise decírselos a ustedes, por no quitarles descanso.
-Diga,
Padre, ¿cómo es que se incendian estos bosques sin destino alguno?
¿Quién es el dueño de ese bosque incendiado?
-Ese
bosque es fiscal, y se ha incendiado porque un vecino quemó un roce que
tenía hecho para siembra, y el fuego se comunicó a la
montaña. Debo prevenirles que hay leyes que reglamentan las quemas de
roces en los campos de la Araucanía; pero en estas selvas esa ley y
muchas otras no se cumplen. Por que aquí impera el capricho y la
abundancia. El derecho no existe.
El
libertinaje es el señor, y de él nacen la violencia y el
asesinato. En los dos años que yo estoy en esta selva, se han cometido
varios asesinatos de indios, que se han quedado impunes, a pesar de saberse
quienes son los autores o instigadores. De robos no tengo cuenta. Sé y
puedo dar fe de que antes que llegara a establecerse en el lago Panguipulli la
Compañía Ganadera San Martín, los indios de estos
alrededores vivían tranquilos, felices en su vida patriarcal y primitiva.
Tenían sus canoas con las cuales cruzaban el lago y hacían su
comercio sin contrapeso. Nadie robaba a nadie, porque los indios de una misma
reducción no se roban.
Todo fue
a establecerse la Compañía en estos sitios, para que cambiara
inmediatamente la vida.
No
sé quien robó primero a quién; pero siento el hecho de que
los indios y la Compañia se quejaban de que eran robados, y entre ambas
entidades se estableció la tirantez que actualmente existe. La
Compañía trajo un vapor, a costa de grandes sacrificios, y lo
armó en el lago.
Este
vapor, obedeciendo órdenes del señor Fernando Camino, gerente de
la Compañia, hechó a pique o apresó todas las canoas de los
indios y los redujo a la impotencia. Hoy no se ve en el lago ni una sola
embarcación indígena, y los naturales tienen que rodearlo a pie
cuando necesitan ir de un punto a otro. El vapor les pide un pasaje cuyo valor
no pueden cubrir.
A esta
tirantez de relaciones contribuye el hecho de que los empleados de la San
Martín amenacen a tiros, por cualquier futileza, a los indios, y los
hagan creer que ellos disponen de la justicia y de la gendarmería en
apoyo de todo lo que hagan, porque tienen plata y porque los indios no la
tienen.
El indio,
ignorante como es, cree efectivamente que es así, y su odio lo dirige al
que cree directamente culpable, es decir al que tiene plata y un revólver
a la cintura. De aquí viene principalmente el odio que los indios tienen
a los «franceses». Yo he evitado muchos choques, algunos de los cuales
pudo haber sido sangriento. Cuando asesinaron en el lago al cacique Millanguir y
su hijo, los indios se enfurecieron, y varias veces los hermanos de la
Misión hubieron de apaciguarlos. Querían asaltar el despacho y
tienda de la Compañía, quemar la casa y castigar al presunto
asesino, que era el capitán del vapor, de apellido Lange. Mañana
sabrá usted de boca de los mismos indios la incidencia a que dio origen
ese doble y alevoso asesinato de dos personas a quienes los indios consideraban
y respetaban altamente. Tadeo Millanguir, hermano y tío de las
víctimas, vendrá mañana a hablar con ustedes. Bueno: este
asesinato, cometido hace seis o siete meses, ha quedado completamente impune.
El que se
le quite a un indio su terreno a pedazos, distribuyendo sus cercos y
haciéndole otros dentro de su propiedad, es corriente, y ya no me
sorprende cuando vienen los indios a avisármelo. Joaquín Mera
tiene su fundo adquirido y cerrado en esa forma. Poco a poco ha despojado a los
indios de Coz-Coz, Panguipulli, Pinco, Calafquén y ha formado ese gran
fundo cuyos límites no sabe precisar él mismo.
Joaquín
Mera hizo asesinar en su ruca a la india Nieves Aiñamco, cerca de Pinco.
El sumario arrojó tal cúmulo de culpabilidad contra Mera, que el
juez de Valdivia don Manuel Fco. Frías, no pudo dejar de dictar la orden
de prisión en su contra, a pesar de la estrecha amistad que los ligaba.
Sucedió lo que se presumía. El sumario se extravío, y el
sindicado Mera salió en libertad bajo fianza, después de ocho
meses de cárcel.
Las
gestiones que se han hecho por los promotores fiscales y por las hijas de la
víctima, para que el señor Frías reabra ese sumario, han
sido inútiles, aunque parezca mentira. Mañana verá usted a
la Antonia Vera Aiñámco, hija de la Nieves, y ella le
referirá los hechos.
Podría
continuar tan largamente esta conversación, y referirle casos tan
horrorosos, como por ejemplo, el incendio que Joaquín Mera mandó
hacerle a la india Antonia Vera, mientras ésta, su marido y sus hijos
dormían en la ruca.... y cuando los pobres indios huían asustados
y medio asfixiados, los sirvientes de Mera se divertían tirándoles
de balazos; pero prefiero que sean los mismos indios los que les refieran a Uds.
sus penas. Ellos son más ingenuos; yo me horrorizo también, y tal
vez avance opiniones que no debo expresar. Quedan, sí, convencidos de que
lo que digan será la verdad, porque yo estaré presente, y no
permitiré que el indio diga más de lo efectivamente ha pasado.
Si
ustedes gustan, nos vamos al dormitorio, concluyó diciéndonos el
padre Sigifredo; necesitan ustedes descansar de las molestias del día.
Obedecimos
maquinalmente; íbamos pensando en que el misionero nos quería
preparar el ánimo para que entráramos a conocer el canallesco y
cobarde proceder de los bandoleros que se han instalado entre los indios,
amparados por jueces tolerantes y más ruines que esos mismos bandoleros.