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Introducción


LA AMÉRICA DEL SUR alberga todavía varios grupos humanos, en vías de rápida extinción, que no dejaran otra huella en la historia de la humanidad que algunos estudios fragmentarios y algunos episodios curiosos contenidos en los relatos de los viajeros y de los navegantes de los mares australes. Pero su vida real, con sus resonancias afectivas, tal como se desarrolla cotidianamente, si la presencia más o menos perturbadora de un investigador insólito, escapa casi siempre a los hombres blancos. Entre los pueblos del Extremo Sur de América, algunos, como los indios chonos, han desaparecido completamente desde hace cerca de un siglo. Nadie notó su desaparición y ningún documento utilizable fue recogido de ellos. Los sobrevivientes de otros grupos, como los onas y los yaganes, se han incorporado ahora a las poblaciones blancas instaladas en sus territorios* . Otros, como los últimos indios alacalufes, confinados al mundo hostil de los archipiélagos de la Patagonia occidental, han entrado más recientemente por los caminos rápidos y paralelos de la asimilación y de la desaparición. Son esos indios alacalufes los que constituyen el tema de este estudio.
Ciertamente, si recogiéramos todo lo que ha sido escrito sobre ellos desde los primeros sucesores de Magallanes, nos hallaríamos frente ha una suma relativamente importante de documentos de valor muy desigual: relaciones anecdóticas, encuentros episódicos mencionados en los diarios de navegación, ensayos muy incompletos de síntesis, etc. A menudo la recopilación está cerca de la información directa, pero ninguno de estos testimonios constituye un estudio sistemático ni se apoya sobre una experiencia directa y de larga duración de este grupo humano, que, desde hace medio siglo, sobrevive desparramándose en una región aún mal conocida, una de las más desiertas y desoladas del mundo.
Apenas terminada la guerra, el doctor Robin y yo, volviendo a tomar un antiguo proyecto, quisimos emprender un estudio completo de este grupo fueguino constituido por los alacalufes. Queríamos realizar una manografía minuciosa de su vida real considerada en todos sus aspectos, técnicos-materiales, vida social, psicológica y religiosa. Nuestros medios eran limitados, pero decidimos pasar en compañía de los alacalufes todo el tiempo que fuera necesario para llegar a se uno de ellos. En ese mundo lejano de los archipiélagos, la noción del tiempo se borra, por lo demás, bien pronto.....
El proyecto y el programa de esta misión fueron presentados al doctor Ribet, que los aprobó y estimuló. El Centro Nacional de Investigaciones Científicas nos concedió los fondos necesarios y pudimos así partir de Francia hacia América del Sur en el primer barco que reanudo los viajes normales después de una interrupción de varios años. Tras una corta estancia en Buenos Aires, llegamos a Santiago de Chile a mediados de enero de 1946. Tomamos allí contacto con las autoridades universitarias y administrativas chilenas que nos ayudaron a completar nuestra documentación sobre el estado actual y la situación de los diversos grupos indígenas de los archipiélagos. Gracias a la bondad del Ministro de Defensa, pudimos dirigirnos con la mayor rapidez a Punta Arenas, en el Estrecho de Magallanes.
El objetivo final de nuestro viaje era Puerto Edén, en la costa este de la isla Wellington. Allí vivían algunas familias de alacalufes, agrupadas al lado de un punto militar que debió servir de escala a una línea de hidroaviones destinada a unir Valparaíso con Punta Arenas. Después de un ensayo desgraciado, se abandonó este proyecto, pero el puesto militar subsistía a cargo de un sargento y la bahía continuaba como siempre sirviendo de refugio ocasional a los buques que seguía la ruta de los archipiélagos.
A fines de marzo, un barco de una compañía chilena de navegación nos desembarcó en plena noche en el puesto militar de la Isla Wellington. Era sobrecogedora la impresión de encontrarse bruscamente lanzado entre los últimos fueguinos, en el centro de esa gigantesca estela de archipiélagos desiertos, estirados a lo largo de doce grados de latitud entre la Cordillera Austral y el Pacifico, que fuera en otro tiempo el dominio de los nómades del mar. No había entonces en Puerto Edén sino cuatro chozas cuyos habitantes nos acogieron con sus rostros herméticos. Los otros, que eran poco más de cien en total, giraban en torno del Faro de San Pedro, noventa millas más al Norte. Poco a poco vinieron a instalarse unos tras otros en torno nuestro y los más se radicaron definitivamente en las playas pantanosas de la bahía. Pronto este mundo dislocado que se extiende desde la Isla de Chiloe hasta el Cabo de Hornos, y el fragmento de humanidad que lo habita, iban a vivir para nosotros con toda su fuerza y todo su atractivo. Se trataba ahora de conocer este espacio y aquellos hombres, fuera del tiempo y fuera del mundo. Pasamos allá lejos veintidós meses en que tratamos de integrarnos de una manera autentica y profunda a las formas todavía vivientes de la vida étnica de los alacalufes y de encontrar en su memoria tradiciones y técnicas en vísperas de desaparecer junto a esa humanidad que ellas no animan ya.
Después de una larga estancia en esos archipiélagos, volvimos a Punta Arenas. Desde allí, en el curso de numeroso reconocimientos en las regiones vecinas al Estrecho y en la parte oriental de la Tierra del Fuego, tratamos de delimitar la antigua área de extensión del pueblo alacalufe. Este trabajo nos ocupó cuatro meses y necesitamos otros cuatro para consultar en los archivos y museos de Chile los documentos más antiguos sobre los pueblos del extremo Sur. Estuvimos de vuelta en Francia en septiembre de 1948[1] .
Este libro es el resultado de dos años de presencia y de vida cotidiana con una minoría humana, aislada, miserable, y condenada, a la que pronto nos unieron vínculos afectivos, durables y profundos. Nos proponemos exponer de la manera más objetiva posible la vida de ese grupo, buscando al hombre total y no sólo algunos de sus aspectos exóticos y pintorescos, los únicos que es posible conocer desde fuera. No tenemos otras referencias de objetividad que las que se traducen en contar sin retórica lo que hemos observado, sin prejuicios ni sistemas preconcebidos. Este libro no trata de defender ninguna tesis. Nos esforzaremos sólo por presentar lo esencial de los documentos recogidos. Todos los que se remontan a la época actual son, salvo mención contraria, fruto de experiencias personales. En lo que se refiere a las consideraciones históricas, ellas provienen de la literatura clásica sobre el tema o de documentos, entre ellos algunos escasos o inéditos, que fueron consultados en los archivos de Santiago.
Como disponíamos de mucho tiempo, pudimos dejar deliberadamente de lado el método de los cuestionarios y encuestas y utilizar un método más largo con menores riesgos de error. Las reacciones del indio son lentas y diferentes de las nuestras. Es, por eso, de rigor no precipitarlo, saber esperar y volver al asalto, y no recoger como válidos sino sus testimonios espontáneos. Cuando practicamos el interrogatorio, sus resultados fueron desastrosos y nos llevaron a los peores absurdos. Aún en su forma, las preguntas del etnólogo no corresponden a las categorías mentales del indio. Algunos ejemplos demuestran los errores a que puede conducir este método, y cuando las preguntas son más sutiles, los errores son aún más lamentables. No hay que imaginar que a fuerza de preguntas se pueda reconstituir el pasado próximo. En este dominio, sobre todo, el método interrogativo es más esterilizador que fecundo y provoca la mentira, la simulación, el sí y el no indiferentemente aplicados a los mismos objetos.
Era necesario primero aprender la lengua alacalufe, cuyo vocabulario y cuya gramática no eran completamente desconocidos. Los alacalufes no conocen sino algunas palabras muy elementales de español y, en ausencia de todo intérprete, esta adquisición fue larga. Aun ahora, nos hallamos lejos de dominar perfectamente la lengua fueguina, llena de riquezas y sutilezas sorprendentes. Conocemos, sin embargo, lo bastante como para escuchar una conversación e intervenir en la sin ser un elemento perturbador. Nos costo largo tiempo llegar a esta simple etapa. Durante semanas, debimos contentarnos con coexistir en silencio. La verdadera toma de contacto se produjo en ocasión de una epidemia que casi exterminó a todo el campamento. Tuvimos entonces la suerte de salvar a una parte de los enfermos. Cuando la epidemia terminó, nos habíamos incorporado definitivamente al grupo.
En esta civilización tan simple como la de los alacalufes, las técnicas materiales se aprenden relativamente pronto. Participando en una expedición de caza, ayudando a la fabricación de una canoa cavada en un tronco de árbol, mirando en la noche en la cabaña tallar un arpón de hueso y trenzar un canasto, probando uno mismo torpemente entre las risas de los demás, se aprende muy rápido lo esencial. Y después viene lo importante. Es inevitable que en uno u otro momento los indios hablen de su pasado, de sus tradiciones, de los ritos que ya no están en uso. Tales conversaciones son más frecuentes de lo que se piensa. El etnólogo tiene que aprovecharse de ellas. Si participa por dentro de la vida del grupo en el cual vive, si comparte su actividad en la más estrecha convivencia, no con una simple mascara de cordialidad, sino con la simpatía profunda nacida del contacto humano, percibirá bien pronto que las ocasiones de informarse sobre el pasado se le ofrecen a cada instante. Aunque las informaciones recogidas sean incompletas, tendrán por lo menos el privilegio de la verdad. Ellas constituirán, además, toda una documentación sobre la psicología del indio y sobre sus reacciones afectivas frente a la historia y al destino de su grupo. Tales fueron en sus grandes líneas, los métodos de trabajo que nos sirvieron para dirigir nuestra investigación. No quisimos trabajar ni sobre documentos recopilados muchas veces ni sobre testimonios provocados, sino sobre la vida misma, con el mismo ritmo con que ella se desarrolla, sobre los vestigios aún vivos de lo que fueron las actividades materiales, psicológicas y religiosas de los indios de las canoas, de los nómades del sur.

El programa de trabajo consultado constituía, en realidad una mamografía de los alacalufes. Pudimos realizarlo, por lo menos en sus líneas esenciales. Comenzamos por el estudio de los diferentes aspectos de la vida material de los alacalufes, en su estado actual y en lo que sobrevive de sus formas tradicionales. Las transferencias y los problemas de transculturación técnica son sorprendentes y fáciles de estudiar en este dominio, pues los contactos continuos de los blancos o con los mestizos de Chiloe no datan sino de hace treinta años y hay actualmente utilización simultánea de herramientas o productos de origen industrial y de técnicas primitivas que se remontan sin duda a varios milenios.
Desde el punto de vista antropológico, todos los datos antropométricos de base fueron obtenidos sobre el conjunto de la población. El estado sanitario de los indios y la apreciación de su morbilidad constituyeron también un elemento importante de nuestro trabajo. Su estado sanitario actual es deficiente, a causa de una herencia patológica cargada. Los riesgos de contaminación son permanentes, pues, a causa de su declinación numérica, viven ahora agrupados. Además, la vecindad de cazadores y pescadores chilotes igualmente nómades, desfavorable a la propagación de ciertas enfermedades ( sífilis, tuberculosis). Hemos observado muertes brutales e imprevistas entre seres jóvenes que parecían hallarse en buena salud. Es siempre de temer que, a causa de las facilidades de contagio y de la fragilidad de los alacalufes, cualquiera epidemia produzca un día estragos masivos y esta vez, irreparables.
Hemos establecido un inventario de la población indígena que ha vivido en los archipiélagos durante los últimos cincuenta o sesenta años, pues cada uno se acordaba fácilmente de sus padres y abuelos, de sus hijos o de sus hermanos o hermanas desaparecidos. Esta documentación genealógica ha permitido establecer que la rápida cadencia de mortalidad observada durante veintidós meses no era un hecho nuevo y que a debido seguir el mismo ritmo en un pasado reciente. Hace cincuenta años, los alacalufes eran por lo menos un millar y tal vez mucho más. Las causas de su desaparición eran más o menos las mismas de hoy, pero su renovación se verificaba de una manera más regular. Actualmente muchos jóvenes matrimonios son estériles y una importante proporción de niños muere a temprana edad. Toda precisión estadística sobre el porvenir sigue siendo, pues, catastrófica.
Hemos podido establecer que los alacalufes, cuando llevaban todavía una vida étnica independiente, se extendían sobre una gran parte , del territorio del extremo sur: los vestigios arqueológicos son importantes en todo ese dominio, pero en el curso de la primera misión, fueron objeto sólo de investigaciones rápidas a causa de la falta de tiempo y de medios, y sobre todo para no violentar la suseptividad de los indios escarbando en sus antiguos campamentos y sepulturas. La segunda misión se preocupo más especialmente de estos problemas de arqueología que serán el tema de una publicación separada.
Más importante que la descripción de las técnicas materiales de los alacalufes, que se llega a conocer muy pronto, pues son las de un grupo humano de los más atrasados de la humanidad, y que el estudio de su miseria fisiológica, es el testimonio, el testamento, podríamos decir, de la vida mental, social y religiosa de esta minoría que esta a punto de perder su unidad étnica por la muerte de los más y la asimilación definitiva de los sobrevivientes. Una era nueva se abrió bruscamente ante ellos, la de la tentación de un modo de vida que no tiene nada de común con sus tradiciones ancestrales. Poco a poco, por los contactos con los barcos, el puesto militar, el Faro de San Pedro o los cazadores chilotes, bien miserables, pero a los que ellos consideran como seres superiores, se han ido sumergiendo en un mundo nuevo. Los de más edad tienen la clara conciencia de que todo aquello a lo cual podían sujetarse se ha derrumbado, y los más jóvenes están impacientes por abandonar la dura vida nómade que les pesa, pero ignoran que no llegarán jamás a adaptarse. De todas maneras, en ausencia de todo plan de conjunto, de educación o de reeducación, solo una ínfima minoría podrá tener acceso a esta vida nueva.
A la pérdida de muchos elementos de su cultura material corresponde para los alacalufes la perdida de la mayoría de las tradiciones y manifestaciones de la vida religiosa. No hemos podido recoger sino migajas de estas tradiciones, de estos cantos mítico, de estas creencias, y han sido sobre todo el estudio del nuevo psiquismo que ellos han adquirido durante este periodo de decadencia lo que constituye el documento humano al cual atribuimos más valor.
El mismo ambiente hostil y desolado de la Patagonia Occidental ha conferido a sus habitantes una especial personalidad. Agregándose a este hecho geográfico, su disminución numérica ha tenido por consecuencia su repliegue hacia un presente sin objetivos y un porvenir irremediablemente cerrado. El grupo de los alacalufes sufre actualmente del complejo de las minorías. En 1946 eran poco más de un centenar en un inmenso escalonamiento de archipiélagos más o menos vacíos de seres humanos. En 1953 quedaban 61. Contrariamente a sus hábitos de nómades, tienden a agruparse de una manera estable y, hallando más fácil pedir que buscar, se degradan progresivamente a la condición de mendigos. Pero ellos lo saben. Comprenden su incapacidad y están heridos en su dignidad íntima, desalentada y medrosa. Cuando a bordo de los barcos de tránsito los miran con curiosidad festiva, su aparente impasibilidad no es sino una mascara que encubre sus verdaderos sentimientos.
Nada de esto es nuevo, sin duda. Y recuerda extrañamente el drama de la desaparición de otras minorías de la América del sur o de otras partes. Los problemas relativos a la transculturación de los pueblos atrasados están a la orden del día. Los pueblos colonizadores comienzan a adquirir conciencia de sus responsabilidades frente a estas desapariciones y tratan de remediarlas. Pero para los alacalufes ya es tarde, demasiado tarde. Cuando los programas sean elaborados, los últimos alacalufes habrán desaparecido.


[1] Ver los trabajos de GUSINDE y en particular Die Feuerland Indianer, 1. Die Selk´nam (1931). 2. Die Yamana (1937). 3. Anthropologie der Feuerland Indianer. (1939) Modling bei Wien. Se envió una segunda misión a la misma zona desde agosto de 1951 a septiembre de 1953. Sus actividades fueron sobre todo arquelógicas, pero una breve estancia en Puerto Edén permitió completar la documentación lingüística y prolongar en 5 años los datos sobre la evolución demográfica.