De
Valdivia a Panguipulli
El
valle de Coz-Coz está situado a unas cuarenta y cinco leguas al noreste
de Valdivia. El itinerario que sigue a fin de que el viaje sea lo más
cómodo posible, dura un día completo, de sol a sol, más
unas tres horas del día siguiente.
Nuestra primera jornada fue en tren: desde Valdivia a Quilquil, en la
línea de Antilhue a Gorbea aprovechando el tren de la combinación
al norte.
Saliendo a las siete de la mañana de la estación de Valdivia, se
llegará a las 10 y media a Quilquil si Dios y el dichoso tren lo
permiten. Los que íbamos al Parlamento éramos tres. Nuestro
invitante el Padre Sigifredo, el señor Oluf V. Erlandsen, corresponsal de
diarios extranjeros y el que escribe.
En Quilquil nos esperaban tres indios montados con caballos que nosotros
debíamos ocupar. Allí vimos la primera prueba de adhesión y
respeto que los indios tributaban al Padre Sigifredo. Los tres mocetones se
abalanzaron, puede decirse, sobre el «Padre» y le estrecharon la mano
como a un camarada. Nos presentaron, montamos y emprendimos la jornada
hípica que debía durar hasta las 8 y media de la noche, con
término en la Misión de Panguipulli, eso sí que con un
intervalo de media hora para almorzar en la Misión de Purulón.
Internándose por el camino hacia al oeste, empieza a notarse la
exuberancia del follaje.
Grandes
montañas se divisan a lo lejos, medio envueltas en densa y pareja nube de
humo: son los roces y quemas que se hacen para limpiar y preparar el terreno
para sembrados.
-Aquella
montaña tenemos que atravesar nos dice el Padre, y nos muestra una
línea negra que apenas se divisa detrás de los primeros cerros.
El
calor empieza a apretar de firme lo cual es mal pronóstico para el resto
de camino. Únese al calor el polvo sutilísimo que se levanta con
el trote de los caballos. Después de una hora de camino la
conversación que al principio había surgido quizás animada,
ha decaído
notablemente.
El camino se ha compuesto un poco con la sombra de los árboles que
aún quedan de la corta de aserraderos y roces. La carretera
continúa por el espacio de quince minutos a la orilla del río
Purulón, ofreciendo al caminante variados panoramas, dignos de ser
descritos por artistas de fuste. El río, profundo y tranquilo se desliza
encajonado en barrancas de notable altura y va formando caprichosos zig-zag en
cuyas esquinas se notan hondas concavidades hechas por la furia de la corriente
invierno.
Una hora aún de camino, y llegamos a la misión de Purulón
un poco después de medio día, atravesando antes el río del
mismo nombre.
El padre
Francisco de Luxemburgo, misionero de Purulón, nos recibió con
todo cariño, como si hubiéramos sido antiguos amigos. Bajando de
los caballos y después de un par de minutos, nos invitó a almorzar
en el modesto refectorio del convento. Acompañan al Padre Francisco, dos
hermanos legos, uno carpintero y otro cocinero y ambos, junto con el misionero,
profesores, inspectores, y «tutti quanti» del internado
indígena de Purulón.
Esta misión mantiene cerca de cincuenta niños mapuches, a los
cuales da vestuario, alimentación, hospedaje, cama e instrucción,
completamente gratuita.
Miento!
Como las finanzas de la Misión andaban aliquebradas y aquello no
podía continuar, el paternal Gobierno de Chile le concedió a los
capuchinos misioneros, después de un largo y concienzudo informe del
Ministro de Hacienda, respecto de la situación en que quedaría el
erario nacional, la gran subvención de quince pesos anuales por cada
mapuchito que mantuvieran interno.
De manera
que el R.P. de Luxemburgo recibe anualmente setecientos cincuenta pesos de
subvención y con todo esto viste, da de comer y paga el lavado a
cincuenta pensionistas...
El Padre
Francisco destina también su sueldo al internado y con esto tiene gran
alivio...
Los treinta pesos mensuales que gana el Padre salvan la situación
económica de la misión de Purulón.
Tal vez para darle inversión al superávit del internado, es que el
Rvdo. Padre Francisco ha hecho construir por el hermano carpintero dos nuevas
salas para agrandar su colegio, recibiendo desde el primero de marzo hasta
ochenta
niños...
Si esto no fuera ridículo, con solo enunciarlo se prestaría para
las amargas recriminaciones. ¿De esta manera quiere el fisco civilizar la
Araucanía? ¿De esta manera se cumple el pacto que el Gobierno hizo
con los araucanos cuando estos se sometieron a su
protectorado?
Sin embargo se gastan grandes sumas de dinero cuya inversión objeta hasta
el tribunal de Cuentas, que es cuanto se puede decir!
Antes de
la una montamos de nuevo a caballo y picamos hacia la larga jornada de
Panguipulli.
A un cuarto de hora de la misión fuimos detenidos por un indio montado en
un caballo y nada mal trajeado. Como el padre Sigifredo se había quedado
un poco atrás, preguntó en mapuche a los indios que nos
acompañaban, si éramos nosotros los caballeros de Santiago que
acompañábamos al Padre. A la respuesta afirmativa nos habló
en español y nos dijo que su señor el cacique de Purulón,
deseaba hablarme. Dio un grito, habló dos o tres palabras en su idioma y
un minuto después apareció por entre unas matas por las cuales yo
no hubiera sospechado pasada, el cacique anunciado, seguido de tres mocetones.
Iba montado en un magnífico caballo enjaezado con riendas de grandes
argollas de plata. La montura estaba tapada con un paño negro ribeteado
de cordones lacres y borlas en las esquinas. El cacique calzaba botas negras,
espuela pisoteada, chiripa de paño ribeteada de lacre, plató,
chaleco, camisa planchada y sombrero guarapón de paño; todo el
traje negro nuevo. No era un indio descamisado y salvaje; no era un miserable,
un degenerado, era el primer personaje más importante que se nos
presentaba.
Los
demás indios que lo acompañaban tampoco iban rotosos como yo
había visto algunos en las ciudades. Luego en la Araucanía
quedaban todavía tipos que no desmerecían de los araucanos de
Ercilla...
El indio
se llevó la mano al sombrero y habló un minuto con el
mocetón que nos había detenido. Cuando terminó el cacique,
el lenguaraz nos dijo que su señor Francisco Huichalaf, cacique de
Purulón, sabedor de que nosotros en compañía de
«Padrecito de Panguipulli» pasaríamos por sus tierras para
asistir al Parlamento del día siguiente, había salido al camino
para darnos la bienvenida en su nombre y en el de toda su reducción.
Deseaba que en nuestras familias no hubiera novedad y que no tuviéramos
contratiempo en nuestras casas, sobre mientras anduviéramos fuera de
ella. El estaba muy contento con la venida del padre Sigifredo y de nosotros,
porque así podríamos decir en Santiago la verdad de lo que
viéramos. Por último nos convidaba a su casa a comer un asado.
Le
correspondimos debidamente su saludo y atención y le agregamos que
hubiéramos tenido mucho gusto en aceptar su convite si no
acabábamos de almorzar en la misión.
Expresó
él su sentimiento por nuestra excusa y renovó sus votos por
nuestro feliz viaje, agregando que él amanecería con su gente en
Coz-Coz para asistir al parlamento.
Nos dio
la mano afectuosamente y nos separamos. Toda esta conversación fue
sostenida por el cacique Huichalaf, no como quien habla con una persona de mayor
categoría que él, sino con toda dignidad, con entereza como cuando
se trata a un huésped digno del dueño de casa, a quien se le hacen
atenciones porque se está a la recíproca.
Seguimos
nuestro viaje y poco a poco, caminando a ratos por la orilla del hermoso
Purulón nos vamos internando en la montaña. El polvo no nos deja y
para aliviarnos algo, tenemos que colocarnos pañuelos sobre la boca y
respirar a través del lienzo.
La flora
araucana se nos presenta cada vez más rica. Una planta nos llama la
atención por la hermosura de su hoja, tendrá a lo menos un metro
de largo por unos setenta centímetros de ancho y es de la forma de una
hoja de higuera. Los juncos silvestres con su incipiente hermosa flor blanca y
amarilla invaden las partes bajas y pantanosas y las orillas del río
donde no hay barranca cortada a pico. La fuxia está en abundancia con sus
cuatro hojillas lacres dobladas hacia afuera que descubren el hermoso
cáliz blanco. Quilas, canelos, maquis y una variedad de arbustos ocupan,
apretados, los pequeños retazos de tierra que dejan los robles seculares,
que impertérritos se alzan hasta sacudir las nubes con sus
verdísimas copas.
En
algunas partes no vemos cielo; vamos bajo un techo de follaje tan espeso que
sólo de cuando en cuando, durante unos minutos avistamos un «cachito
de cielo» gracias a que el viento aparta las copas de los árboles.
Hemos
atravesado tres veces el río Purulón que ya ha perdido su nombre:
El Padre Sigifredo nos dice que tenemos que atravesarlo cuatro veces más,
antes de llegar. En cada atravesada que le hacemos, lo encontramos más
bajo y ello es natural.
A medida
que avanzamos, nuestra escolta va aumentando. Llevamos por los menos treinta
indios hasta la mitad del camino.
Aparecen
detrás de una mata, de improviso saludan con el sombrero y se colocan en
el grupo.
Llegamos
a una parte de la montaña tal vez la más preciosa; todo lo que se
ve son coigües de dos a tres metros de diámetro cubiertos alrededor
por todo tipo de enredaderas de yedra y de copigües, cuya flor empieza a
colorear entre la verdura. De cuando en cuando altísimas matas de
helechos se destacan imponentes con sus ramas en forma de palmas gigantescas.
El
aspecto de esa selva es grandioso. ¡Allí se recoge el
espíritu y por la fuerza tiene que elevarse hacia el creador y reconocer
su omnipotencia!
Se viene
también a la memoria el empuje titánico de los primeros
españoles, sus sufrimientos, sus angustias en medio de estas
montañas, verdaderos laberintos en los cuales estaban con la vida en un
hilo, expuestos en cualquier momento a ser destruidos por los araucanos.
A
intervalos se oye el canto o graznido de los pájaros silvestres.
Los
«pitius» y «cucucus» alternan sus cantos extraños con
los carpinteros y pequenes, que cruzan su vuelo entre los árboles
más cercanos a nuestro paso.
Estamos
cerca de Panguinilahue (paso de león) nos dice un indio. Por aquí
hay muchos leones que se roban el ganado.
Hace como
un mes, continuó el indio, los mocetones de Panguinilahue cazaron un
león.
-¿De
que manera, pregunté, con bala?
-No,
señor. Los indios armaron un guachi con una oveja y cuando ya iba a
llevársela lo acorralaron con lanzas y con lazos. El león se
encaramó entonces a aquel maitén que se divisa allí y al
cabo de dos horas empezó a llorar y a gemir. Los indios creen que cuando
el león llora ya se entrega y entonces empezaron a picanearlo con las
lanzas hasta que lo
mataron.
Ese león había hecho muchos robos.
-¿ Y al hombre no lo ataca?
-No, señor; a los caballos los ataca de preferencia.
Después
de atravesar una pampa pequeña entramos en un bosque de coligües, el
camino parece un túnel por la forma; es una verdadera arquería de
cañas.
Antes de
estar desarrollado el coligüe es como un arbusto; echa mucha rama y una
flor blanca que es el semillero. El coligüe ya desarrollado mide diez a
quince metros y alcanza un grueso respetable: dos o tres pulgadas.
Ya va cayendo la tarde y las sombras empiezan a invadir la
montaña.
Apretamos cinchas y picamos el último galope. Son más de las 7 y
media.
Me olvidaba decir que desde Purulón nos acompañaba el padre
Miguel, joven misionero llegado a Chile hace un año y que iba a
Panguipulli a bendecir el nuevo templo, ceremonia que se efectuaría el
domingo 20, fiesta de San Sebastián, Patrono de la Misión.
Durante
todo el camino el Padre Miguel hizo derroche de gracia y de talento, con frases
y dichos ingeniosos y oportunos.
Por fin llegamos, de noche ya, a la Misión de Panguipulli, donde
debíamos alojar. En el comedor de la portería nos esperaban los
padres y
hermanos.
Los indios se despidieron de nosotros prometiéndonos venir a buscarnos al
día siguiente a las 8 de la mañana, para conducirnos al
parlamento.