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Introducción

El parlamento indígena celebrado en Coz-Coz el 18 de enero de 1907 es, sin duda, la reunión más importante que han efectuado los indios araucanos después de su pacificación por el Gobierno de Chile.
La organización primitiva que conservan los indígenas chilenos, en la cual se reconoce como única autoridad efectiva al jefe de la familia cacique, impide que el territorio indígena gobierne un sólo hombre que refleje autoridad suprema, ya sea autocrática ó democrática, dinástica o electiva.
Sin embargo, existen en Arauco caciques principales que tienen autoridad sobre varios caciques, este dato que estaría en contraposición con el anterior, como podría creerse, viene a confirmar aquel acsrto. El cacique principal es el jefe de una familia numerosa que por esta circunstancia ha tenido que dividirse o salir del hogar para formar otras rucas a alguna distancia. En este caso, el jefe de la nueva familia es caciquillo dependiente de su padre el cacique principal. Transcurridos algunos años, dos o tres generaciones, ese caciquillo podrá ser cacique principal, ya sea sucediendo a su padre por muerte o porque su familia es numerosa y rica.
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Con este antecedente se convendrá con nosotros en el parlamento indígena de 1907, en que tomaron parte caciques de un radio cercano a sesenta u ochenta leguas de Coz-Coz, tiene una importancia innegable, toda vez que ha sido síntoma de que los araucanos tienden a organizarse.
En ese parlamento había caciques que no se conocían personalmente y a los cuales el cacique de Coz-Coz, dueño de casa, e invitante y promotor del Parlamento hubo de presentar con las fórmulas y el ceremonial de que habláremos más adelante.
El objeto del Parlamento o «junta» como se denomina a estas reuniones en lenguaje mapuche, fue especialmente el de comunicarse los caciques entre sí, y referirse mutuamente los infortunios que padecen; contarse en familia, digámoslo así, los inauditos atropellos que los «españoles» cometen contra ellos, oír las opiniones de los ancianos, a los cuales guardan profundo respeto y resolver de mancomún lo que, a juicio de todos sería conveniente hacer para poner a salvo lo que les resta de su patria antes libre: su tierra, su ruca y sus animales.
El invitante y organizador de este parlamento, Manuel Curipangui-Treulen, cacique principal de Coz-Coz, es todo un tipo araucano. Alto, fornido, de aspecto ligero, vivo de ingenio y que piensa. Sostiene una conversación con cualquier «huinca» y pone objeciones razonables a lo que se le contesta. Sabe hablar en castellano, prefiere hacerse entender por medio de su sobrino José Antonio Curipangui (por contracción este apellido se pronuncia Curipan; quiere decir: «león negro»).
El cacique Curipáu-Treulen, tuvo la idea de este solemne acto y le ha cabido la honra y satisfacción de verlo efectuado sin tropiezos, mediante a sus activas gestiones y a la entusiasta acogida que encontró entre sus vecinos Juan Catriel-Rain, Mauricio Hueitra y Tadeo Millanguin, caciques principales de Trailafquén, Ancacomoe y Panguipulli, respectivamente.
Quince mocetones de Coz-Coz se ocuparon durante veinte días más o menos en recorrer más de ochocientas leguas invitando a los caciques araucanos instalados entre Purulón y la Argentina y Villarrica y Panguipulli, en nombre de su señor, a la «junta» de Coz-Coz y desde el 16 de Enero empezaban a llegar al pintoresco valle los primeros caciques con su escolta de «capitanes», «sargentos», «calfimaleu», «trutrucaman», mocetones y mujeres.
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Antes de continuar la relación que me propongo hacer, debo dedicar dos líneas a la persona que me proporcionó la feliz oportunidad de presenciar el importante acto de que me ocupo.
Hace más de cincuenta años que se encuentran establecidos en la Araucanía los misioneros Capuchinos de la Orden Seráfica de San Francisco de Asís.
La obra de estos beneméritos religiosos se está palpando desde mucho tiempo atrás. Si el Gobierno de Chile está intranquilo con los indios araucanos; si los batallones de nuestro ejército no están en continua campaña de montoneras a través de las selvas araucanas peleando rudas batallas con los indios, se debe única y exclusivamente a estos infatigables misioneros que con la cruz y su breviario, como bagaje, se han instalado en el corazón de la altiva tierra de Arauco, soportando todos los rigores de la naturaleza, con el único propósito de llevar al corazón del indio un consuelo, una esperanza de justicia y la idea de que Dios no ha de permitir en otra vida mejor los sufrimientos de la presente.
De ruca en ruca van estos heroicos frailes predicando la doctrina de Cristo: la doctrina de paz, de concordia, de confraternidad. El «amaos los unos a los otros» resuena en la montaña, en el valle, en la cima y en la ruca.
Hay la creencia de que el indio araucano está degenerado y es cobarde. ¡No es cierto! El indio es tímido nada más. El indio es respetuoso a la «ley» que le enseña el misionero. Si no fuera por el «padrecito» que se enojaría con ellos, los indio tomarían inmediata venganza de sus explotadores, de esos hombres inocuos que se instalan cerca de su reducción, para quitarles sus terrenos, para robarles sus animales, para quemarles sus casas. Muchos casos ha conocido el que esto escribe en su largo viaje hasta el parlamento y de ello escribirá más adelante; los que tengan paciencia para llegar hasta el fin de este folleto se horrorizarán con estos actos verdaderamente salvajes cometidos por gente civilizada contra los indígenas. El gobierno y la sociedad chilena ha oído hablar de estos atropellos como quien oye llover, ojalá que estas líneas mal hilvanadas y escritas sólo para dar a conocer someramente la situación actual de la raza araucana, tengan la suerte de ser tomadas en cuenta por nuestros hombres de Gobierno y especialmente el Excmo. Señor Don Pedro Montt, cuyo ilustre padre tanto se preocupó de la cuestión indígena.
Junto con inculcarle al indio el axioma cristiano, los misioneros se constituyen en tenaces defensores de los naturales. Una misión que se instala es el rendezvous de los que son víctimas de atropellos y de injusticias.
Hace tres años llegó a los solitarios campos de Panguipulli el misionero capuchino Fray Sigifredo de Franenhands enviado a este lugar por sus superiores para instalar una Misión en estos parajes.
Una casa viejísima, situada en terrenos fiscales fue la primera habitación y templo de Panguipulli y por primera vez en estas soledades se oyó el toque de una campana que anunciaba a los naturales la llegada de un «padrecito» como los que habían conocido en Valdivia, en Villarrica, Purulon y otras partes.
En el padre Sigifredo y los indios reinó inmediatamente estrecha amistad. Pronto los últimos empezaron a contarle al «padrecito» sus quejas. Joaquín Mera, Engelmeyer, Jaramillo, Peña, la Compañía Ganadera San Martín, etc, etc, violaban diaramente las leyes divinas y humanas contra los naturales; les quemaban sus casas, los correteaban a balazos de sus rucas, etc, etc.
El padre Sigifredo se constituyó inmediatamente en defensor de los indios.
A cada queja que recibía, montaba en su caballo y escoltado por el reclamante se presentaba en casa del culpado. Allí reclamaba en nombre de su protegido; rogaba, suplicaba, insistía, pedía misericordia y protección para el infeliz indígena y a veces, cansado ya, amenazaba con la justicia ordinaria. Se trasladaba en seguida a Valdivia, e interponía la querella en terna, continuando el trámite judicial con las formalidades debidas.
De esta manera el Padre Sigifredo ha logrado impedir muchas maldades. Naturalmente que los atropelladores odian a muerte al Padre Sigifredo. Sus Enemigos son todos o casi todos los «españoles» de Panguipulli y sus alrededores; pero en cambio, sus amigos del alma, sus hijos son los indios, los infelices, los pobres, los que tienen hambre y sed de justicia ¡Qué honra para él!
Muchas veces han amenazado de muerte al padre Sigifredo. Joaquín Mera, el explotador más genuino de aquellos contornos lo amenazó un día. Iba borracho y se encontró en el camino con el Padre Sigifredo. Lo llamó fraile tal por cual y concluyó con pronosticarle un próximo y violento fin.
El Padre Sigifredo seguía su viaje con toda tranquilidad cuando de repente se vio rodeado por más de veinte indios a caballo que lucían largos y magníficos coligües de un grueso respetable. Ante tan inesperado esfuerzo, Mera y los suyos hubieron de detenerse y volver riendas. Desde entonces los indios no dejan solo al «padrecito» y lo escoltan tres o cuatro, cuando sale de día o de noche a cumplir su ministerio sacerdotal.
Actualmente el padre Sigifredo defiende en el Juzgado de Valdivia innumerables pleitos de indígenas y los defiende con éxito, porque es doctor en derecho en su patria (Baviera). Es miembro de una antigua y respetable familia y a la fecha, tiene 38 años de edad. Su porte distinguido y sus exquisitas maneras, revelan en él al signeur, al gentilhombre.
En uno de los viajes que el padre Sigifredo hace continuamente a Valdivia trabé conocimiento con él, por intermedio de un estimado amigo y colega y al saber que yo era periodista santiaguino, perteneciente a un diario respetable, me hizo la amable invitación al Parlamento Indígena cuya relación me he propuesto hacer sin otro propósito, ya lo he manifestado, que si de dar a conocer someramente el actual estado de la raza araucana y de levantar, en consecuencia, las opiniones erróneas que respecto de su medio de ser, condiciones, conducta y carácter, circulan en la capital y ciudades principales, las cuales opiniones influyen desfavorablemente en el ánimo de los hombres de Gobierno y en la prensa.