Capítulo
Tercero
Las
antiguas poblaciones de los archipiélagos
1. Las áreas del
nomadismo
Los
indios nómades del Extremo Sur. Se acostumbra aplicar el término
no impreciso fueguinos a las diversas poblaciones de indios nómades,
cazadores, pescadores, que ocupaban la isla grande de la Tierra del fuego y la
franja insular que se extiende desde la isla de Chilóe al Cabo de Hornos.
Los antiguos navegantes llamaron a menudo fueguino aun a los patagones o, mejor
dicho, a los tehuelches, que hallaban en las costas del Sur del
Atlántico. El término fueguino que, en su origen, designaba a los
habitantes de la Tierra del Fuego, adquirió así poco a poco un
sentido mucho más general y, por lo mismo, más vago. No
corresponde, por lo demás, a ninguna realidad étnica precisa, pues
los antiguos habitantes de la Tierra del Fuego incluían representantes de
dos grandes grupos humanos que constituían la población
indígena del extremo sur americano. Es preferible, entonces, dejar a este
antiguo hombre su valor histórico, rico en recuerdos y en detalles
pintorescos, y evitar utilizarlo para estudios etnológicos.
Los
datos recientes, por lo demás bastante dispersos, permiten, en efecto,
distinguir entre los indios del extremo sur dos grandes grupos etnólogica
y antropológicamente distintos: los indios de la Pampa y los indios de
las costas y de las Archipiélagos. A estos últimos se
aplicó con más frecuencia en nombre de fueguinos. Los tehuelches,
los antiguos patagones, habitaban la meseta patagónica austral, es decir,
la región que se extiende entre el Estrecho de Magallanes, la costa
atlántica y la precordillera. Eran de alta estatura y su actividad
principal era la caza del guanaco y del avestruz americano, el
ñandú. Ignoraban el uso de la canoa. sus pariente cercanos de la
Tierra del Fuego, los Onas, tenían un género de vida más o
menos semejante. En contacto hacia el sur con los indios de la Pampa, los
nómades insulares poblaban toda la falda occidental de los Andes, desde
el archipiélago de Chilóe hasta el Cabo de Hornos. Vivían
esencialmente de la caza de focas y de la pesca de mariscos. Se dividían
en varios subgrupos, bastante parecidos antropológicamente, y de una
organización material y social más o menos idéntica. Esos
subgrupos eran, de norte a sur, los chonos, hoy desaparecidos; los alacalufes,
que son el tema central de este estudio, y, en la región del canal
Beagle, los yaganes.
Los
indios de la Pampa. Los tehuelches y los Onas han desaparecido casi
completamente. Excavaciones recientes -las de Bird y las
nuestras
-, han mostrado que la extremidad meridional de la Pampa estuvo poblada desde el
comienzo de los tiempos postglaciales, hace más o menos unos diez mil
años. Lo que conocemos de los hábitos de los tehuelches,
según los relatos históricos, muestra que los territorios del Sur
constituían terrenos de caza estival y que el centro de la
población se hallaba más al norte.
El
caballo, que fue traído a América por los conquistadores, fue
conocido por los Patagones desde el siglo XVII, y les permitió realizar
giras considerables, desde la región de la Plata hasta la orilla norte
del Estrecho de Magallanes. Según los relatos de Faulkner, misionero del
siglo XVIII, y de algunos viajeros que en el siglo pasado compartieron la vida
de estas
tribus
, parece que los Tehuelches, los
más meridionales entre los indios nómades de la inmensa Pampa
argentina, no fueron nunca tan numerosos: unos pocos miles de individuos a lo
más en todo el territorio que se extiende desde el Río Negro hasta
el estrecho de Magallanes. El conjunto de los indios de la Pampa formaban tribus
belicosas cuyas alianzas se establecían y deshacían al tenor de
las circunstancias. es probable que los territorios de guerra fueran mucho
más extensos que los territorios de caza.
Los
relatos mención varias veces a tribus más australes con las cuales
los Tehuelches estaban en malos términos. Es probable que se trate de los
indios nómades de los archipiélagos que se aventuraban a la parte
oriental del estrecho, pues, si los Tehuelches y los Onas desconocieron el uso
de la canoa, no podían, en consecuencia, atravesarlo.
Poco
a poco, como ocurrió, por lo demás, en todas partes en la
América del Sur, las poblaciones indias retrocedieron o desaparecieron
ante la invasión de los blanco. hacia 1880, se contaba aún un
centenar de tehuelches que practicaban el nomadismo restringido en la parte
chilena de la Patagonia. A comienzos del siglo, para evitar los choques con los
estancieros recién instalados, y el robo de las ovejas que para estos
nómades cazadores eran una pieza de caza igual a cualquiera otra, se
otorgó a los Tehuelches una concesión de 10.000 hectáreas
en la cual pudieran vivir libremente bajo la autoridad de su ultimo cacique,
Mulato, según cuenta la tradición oral de Punta Arenas. Poco a
poco, sin embargo, su grupo se desparramó y desapareció. De
él no quedan en la Patagonia chilena sino algunos individuos aislados que
trabajan como peones y como pastores en las estancias. En el sector argentino,
los Tehuelches han subsistido más largo tiempo. Quedan todavía
unos 400, mestizos en su mayoría, que viven en una reserva de la
provincia de Chubut. Están casi totalmente asimilados, y su lengua, que
todavía hablan, es el único vestigio viviente de su antigua
civilización. Desgraciadamente es poco
conocida.
Los
Onas tenían un género de vida bastante semejante al de los
Tehuelches, pero, limitados a las estepas atlánticas de la Tierra del
Fuego, practicaban el nomadismo en menor escala. No se sabe prácticamente
nada de la prehistoria de los Onas, ni siquiera de su pasado más ,
reciente. Antropológicamente, sin duda se emparientan con los indios
grandes de la Pampa. Su llegada a la Tierra del Fuego sigue siendo un problema.
No es imposible que en otros tiempos conocieran, o que hayan sido transportados,
tal vez en varias ocasiones, por los nómades de los archipiélagos,
con los cuales los nómades de la Pampa podían estar en relaciones
de hostilidad o de comercio. Hay, sin embargo, otras hipótesis: el
Estrecho de Magallanes es el vestigio de un rosario de antiguos lagos glaciales
cuya comunicación con el mar es acaso bastante reciente, del orden de
algunos miles de año. Los antiguos pueblos de la Pampa han podido
frecuentar los llanos pantanosos que bordeaban esos lagos en aquellos tiempos
remotos y un grupo pudo hallarse aislado en la isla grande en el momento de la
ruptura, fuese ésta progresiva o catastrófica. Los Onas de la
Tierra del Fuego han tenido numerosos contactos con los Yaganes, los más
meridionales entre los nómades de los Archipiélagos, según
constan varias ocasiones en los textos.
Los
Onas expulsados y masacrados por los primeros colonos de la Tierra del Fuego,
están prácticamente extinguidos. En territorio chileno, se conocen
aún algunos individuos de descendencia ona, pero casi todos son mestizos.
Trabajaban en la estancia y están completamente asimilados. En Argentina
un pequeño grupo subsistente en la región de Río Grande,
todos ellos, igualmente, muy mezclados.
Chiloé
y los chilotes. En la franja insular que, desde Chiloé al Cabo de
Hornos, se extiende a través de 12º de latitud, no existe
ningún centro de población blanca estable. Los únicos
establecimientos de la zona austral son Punta Arenas (36.000 habitantes),
situada en el Estrecho de Magallanes, y Puerto Natales (8.000 habitantes),
situada en el Seno de Última Esperanza, en el límite de la meseta
patagónica y de los Archipiélagos del Oeste, a 350 kms. de la
anterior por vía terrestre. En el extremo Norte de la zona de los
Archipiélagos, la isla grande y los archipiélagos de Chiloé
están hoy habitados por una población blanca poco numerosa y por
los descendientes, más o menos mestizos, de la población
indígena prehispánica. Por más de dos siglos (1567-1826),
Chiloé fue el bastión más meridional del Virreinato del
Perú, y la ocupación española modificó notablemente
la composición étnica de la provincia. Sin embargo, la
población indígena conservó la mayor parte de sus
caracteres antropológicos, los cuales, según parecen, están
muy cerca, si es que no son idénticos, a los de los
Alacalufes
.
La
población de la provincia de Chiloé, ha consecuencia de la
explotación de los recursos naturales, pesca e industrias forestales, se
difunde actualmente hacia el sur, hacia las islas Guaitecas. Más al sur,
el archipiélago de los Chonos está aún desierto, desde que
la antigua población indígena que lo habitaba se extinguió.
Según una costumbre que
tiene ya por lo menos medio siglo , cierto número de chilotes abandona
cada año sus islas y adopta una existencia nómade de los
archipiélagos de la Patagonia occidental, desde el Golfo de Penas al Cabo
de Hornos. Su ocupación principal es la caza de animales de piel fina.
Otras veces son cortadores de árboles, pescadores de moluscos y
crustáceos y, en este caso, trabajan por cuenta de pequeñas
empresas de Punta Arenas o de Puerto Natales. Terminan a menudo por radicarse en
uno u otro de estos dos centros urbanos de la provincia de Magallanes, donde se
dedican a profesiones más lucrativas.
En
sus excursiones en chalupa a través de los archipiélagos, se
mezclan con las poblaciones alacalufes y yaganas. En efecto, su presencia en los
canales responde más a un espíritu de aventura y de independencia
y una imposibilidad de adaptación a una vida más regular que a la
necesidad de hallar un trabajo más remunerador que en Chiloé.
Viven prácticamente al margen de todo control administrativo y ejercen
sobre los últimos indios nómades la más nefasta influencia,
pues se llevan como marineros a los hijos, se roban las mujeres, propagan el
gusto desenfrenado por el alcohol y contribuyen a la propagación de las
enfermedades venéreas.
Los
chonos. Entre el Golfo de Penas y de islas meridionales de l
archipiélago de Chiloé vivieron hasta fines del siglo XVIII los
indios Chonos. La mayoría de ellos eran nómades, pero su
género de vida era poco más evolucionado que el de los
alacalufes. Su ambiente geográfico y sus recursos naturales eran
sensiblemente idénticos. Nuestros conocimientos sobre las relaciones
entre los dos grupos, chonos y alacalufes, y sobre la extensión
territorial en cada uno de ellos, son reducidos e imprecisos. Desde hace por lo
menos siglo y medio, los chonos desaparecieron completamente, por alguna
razón desconocida. Verosímilmente se retiraron más al norte
y se fundieron con la población chilota. Cuando Darwin visitó, en
1835, las islas Chonos, hacía ya mucho tiempo que no vivía
allí ningún indio. No halló otro ser humano que cinco
marinos que habían desertado un ballenero norteamericano y que desde
hacía 15 meses vagaban por sus costas desoladas, sin víveres, sin
ropa y sin instrumentos para construir una embarcación y reemplazar la
que se les había destruido cuando llegaron a tierra.
Según
sus propios testimonios actuales, los alacalufes pasaban frecuentemente, hasta
hace no mucho, la región costera del Golfo de Penas, por lo menos hasta
la bahía de San Quintín, pero es difícil hacerles precisar
hasta dónde llegaban hacia el norte. ¿Cuáles fueron en otro
tiempo sus relaciones con los chonos? No poseemos, en este respecto, sino los
relatos de los misioneros jesuitas de los siglos XVII y XVIII que visitaron los
dos dominios, relatos extremadamente sucintos, pero, sin embargo más
autorizados que los navegantes que frecuentaban esas regiones.
Los
documentos más antiguos y más explícitos se remontan a
1611, cuando el centro de evangelización de Chiloé extendió
su acción a las islas del sur. Desde 1608, los jesuitas del Paraguay
habían fundado la misión de Chiloé y de las islas
adyacentes. En 1611 y 1613, los padres Venegas y Ferrufino, y después el
padre Mateo Esteban, emprendieron dos largos viajes a través de las islas
Chonos. La mayor parte de los documentos relativos a estas expediciones, y uno
de ellos sería inestimable desde el punto de vista
lingüístico, desgraciadamente a desaparecido. Los misioneros
mencionan a los huiles - es decir, gentes que vivían al sur del Golfo-,
que serían los alacalufes, de quienes los chonos solían apoderarse
para utilizarlos como esclavos y venderlos a los españoles. Este no puede
ser sino un hecho posterior al establecimiento de los españoles en
Chiloé en 1567.
La
relación del Padre García Martí, que en 1766 hizo un viaje
al sur del Golfo de Penas, señala que los indios chonos y los del sur
estuvieron varias semanas juntos banqueteándose alrededor de una ballena
varada, después de lo cual se aprovechó la reunión para
arreglar algún antiguo diferendo entre los dos grupos, lo que
arrojó un saldo de 11 muertos.
Algunos años más tarde, los padres Benito Martín y Julian
Real organizaron también una expedición al sur del Golfo de
Penas, para ganar a los indios gentiles a la Misión de Chiloé.
Los intérpretes chonos que los acompañaron conocían la
lengua de los Alacalufes.
Estos
escasos documentos nos revelan la existencia de contactos ,más o menos
esporádicos e intercambios más o menos amistosos que podían
producirse entre los alacalufes y los chonos. Los otros textos antiguos no nos
dicen más. Por desconocimiento de los vestigios arqueológicos de
los archipiélagos al Norte del Golfo de Penas, por el momento es
imposible obtener datos más precisos sobre la extensión de los
antiguos ambientes chonos. Por lo menos durante un tiempo, el límite de
los dominios, alacalufe y chono, seguirá siendo confuso.
No
parece que los alacalufes hayan obtenido, por medio de esos contactos,
mejoramientos en su cultura material y en su género de vida. Los dos
grupos eran nómades marinos y es posible que sus territorios de caza
hayan sido comunes por lo menos hasta el Norte de la península de Taitao.
En cuanto a la cuestión del paso del Golfo de Penas, que podría
parecer un obstáculo infranqueable para canoas de cortezas o de tablas
cosidas, no es necesario plantearla. El borde oriental del Golfo de penas no es
más difícil de atravesar que muchas otras regiones de los
archipiélagos. Los refugios naturales son allí muy numerosos y es
fácil llegar al istmo de Ofqui, atravesarlo cargando las embarcaciones
por una milla y encontrarse en el territorio que se atribuye a los chonos. Esta
travesía la han hecho muchas veces algunos alacalufes actualmente vivos.
Sea como fuere, la zona de expansión de los alacalufes hacia el Norte
sigue siendo imprecisa.
Los
yaganes. El otro extremo de dominio de los alacalufes, al Su del Estrecho de
Magallanes, es decir, la región del Canal Beagle, de Navarino y de las
islas adyacentes, hasta hace un siglo estaba poblado por grupos de yaganes
nómadas. Su civilización era la de los nómades del mar,
cazadores y pescadores, ligeramente modificada por la presencia de numerosos
rebaños de guanacos en Tierra del Fuego y en Navarino, y por sus
contactos con los Onas. Los testimonios históricos y los vestigios
arqueológicos abundantes, atestiguan una evolución técnica
más avanzada que la de los otros nómades de los
archipiélagos.
El
pasado próximo de los yaganes es, por lo demás mejor conocido que
el de los alacalufes. En 1850, fue fundada una misión anglicana en la
bahía Banner, en la isla Picton, por Allen Gardiner, con el fin de
evangelizar y civilizar a los yaganes. Después de años de
trágicas peripecias, la misión logró prosperar, bajo la
dirección del pastor ingles Thomas Bridges, reinstalado en Ushuaia.
Allí estableció un centro de atracción para los pocos
cintos de yaganes que vagaban por la zona. Se fundó una escuela en la que
los padres dejaban a sus hijos por largos períodos. También
funcionaba un hospital. En 1885, se declaró una epidemia de rubeola en
Ushuaia. La enfermedad, completamente desconocida en los archipiélagos,
adquirió una forma fulminante. Más de la mitad de los 949
registrados por la Misión desaparecieron. Esta catástrofe
señala el comienzo de la extinción rápida del grupo
yagán que no cuenta hoy sino con 27 representantes, que viven en una
reserva que les ha concedido el gobierno chileno, en Mejillones, en la costa
norte de la isla de Navarino. Han abandonado completamente la vida nómade
y, bajo la dirección de su jefe José Milicic, que habla en
español muy correcto y que ha viajado a las Islas Falkland, viven del
producto de unas cuantas vacas, algunas ovejas y caballos. Desde 1840 hasta
nuestros días, la historia de los yaganes bastante conocida, por los
relatos de los misioneros y por los trabajos de Gusinde y
Koppers
.
Los
alacalufes. Entre los grupos humanos del extremo sur, los alacalufes son los
que ocupan los territorios más extensos, cuyos límites nos son
conocidos a la vez por la repartición de los vestigios
arqueológicos, los documentos históricos y los relatos de caza o
de viaje de los últimos sobrevivientes. SEgún la opinión
más comúnmente admitida, su área de población se
extendía solamente en los archipiélagos de la Patagonia
Occidental, es decir, desde el Golfo de Penas hasta el Estrecho. En realidad,
los límites de su territorio son menos precisos. Su vida de
nómades marinos, su cultura material extremadamente precaria, su
estructura social se presta a desplazamientos considerables. Sus giras no se
detienen sino cuando chocan con condiciones geográficas diferentes, en
las que no encuentran ya sus elementos habituales de subsistencia, o en la
cercanía de grupos más dispuestos u hostiles. Sólo el
ambiente marino les resulta acogedor. Las inmensas extensiones desnudas de la
Pampa que encuentran al término de sus viajes hacia el Este los inquietan
y rechazan. Sus relaciones con los pueblos de esas regiones, onas y tehuelches,
se limitaban en otro tiempo a trueques o batallas.
Cuando
se delimita el área de extensión de los alacalufes, a menudo se
olvida tomar en cuenta a los conjuntos marinos que se internan profundamente en
el Continente al norte del Estrecho de Magallanes, en la vertiente oriental de
la Cordillera. En la vasta región de los golfos de Ultima Esperanza, por
una parte, y de los mares de Skyring y de Otway, por otra , así como en
todas las ramificaciones de sus fiordos estrechos y canales, las condiciones
geográficas cambian al pasar del mundo marino al mundo de la Pampa. En
una ancha banda costera, la estructura montañosa de los
archipiélagos cede su lugar a espacios más desprendidos que
anuncian la meseta patagónica. Esas dos regione seran igualmente
frecuentadas por nómades marinos, así como lo atestiguan los
vestigios arqueológicos.
El acceso al conjunto
geográfico de Última Esperanza se obtiene, sea por el lado de los
archipiélagos, por el estrecho paso de Kirke, sea al sur del seno
Obstrucción, por un istmo estrecho, poco elevado y fácilmente
atravesable cargando los botes por una senda jalonada de lagos que da al mar de
Skyring. Sólo desde hace poco los sitios de campamento de Última
Esperanza dejaron de ser frecuentados por los alacalufes. En torno a los
recientes frigoríficos, situados en el centro de una región
ganadera, surgió la villa de Puerto Natales, que fue un centro de
atracción para algunos alacalufes. Los chilotes constituyen parte
importante de la población obrera y dan a la ciudad un aspecto menos
cuidado que el de Punta Arenas. Mujeres alacalufes se han casado con chilotes o
algunas veces con blancos que ejercen profesiones ambulantes. Se puede decir
que, desde la colonización de Última Esperanza, los alacalufes no
han hecho ya viajes por esta región sino cuando eran traídos por
chilotes. En sus migraciones tradicionales hacia el sur, ya no van más
allá del paso Kirke.
Al
sur del Golfo Obstrucción, se halla el istmo mencionado más
arriba, el camino de los indios, que da acceso al mar de Skyring. Por su lado
oriental, el mar de Skyring, cuyas numerosas islas muestran huellas de
ocupación alacalufe, es en una gran extensión vecino de la meseta
patagónica, y se puede comunicar directamente, por una serie de llanos
escalonados, con las soledades de la pampa austral, sin tener que atravesar
bosques ni regiones montañosas. Actualmente los alacalufes han
desaparecido del Skyring a causa de la crianza de ganado. Se ignora casi todo lo
que respecta a la naturaleza de las relaciones que han podido tener en otro
tiempo con los tehuelches en esta región. Fitz Roy menciona solamente que
en 1830 los alacalufes practicaban allí trueques con los tehuelches:
piritas de hierro a cambio de instrumentos de piedra y pieles de guanaco. En
realidad, nada se sabe acerca de la frecuencia de tales contactos, sus
repercusiones culturales entre dos civilizaciones muy diferentes ni acerca de la
posibilidad de ciertos cruzamientos.
Dos
estrechos abren comunicación con el mar de Skyring: uno, el canal
Gajardo, con el Estrecho de Magallanes; el otro, el canal Fitz Roy, con el
inmenso Golfo de Otway, cuya orilla oriental podía ser frecuentada por
los tehuelches. El sistema complicado de Otway no tiene más que una
salida marina hacia el estrecho, el canal Jerónimo, donde se encuentran
muy numerosas huellas de campamentos alacalufes. Estos disponían,
igualmente, de un sendero a través del bosque y podían cortar
así la península de Brunswick y llegar por tierra, a la altura del
Puerto de Hambre, al Estrecho.
Desde el siglo XVI, los diarios
de a bordo mencionaban los encuentros frecuentes de anoas de indios y de
cabañas habitadas en los dos costados del Estrecho. Estos documentos no
prueban por sí solos que esta región haya sido más poblada
que las otras, pues hasta el siglo XIX fue la única regularmente visitada
por los blancos. Pero la abundancia de vestigios muestra que un gran
número de bahías de la costa norte del Estrecho, especialmente,
estaban habitadas y lo estuvieron de una manera más o menos continua
hasta una época contemporánea. En sus conversaciones, los
alacalufes mencionan sus estadas en la bahía Fortescue, en la
bahía aguila, pero no más allá en dirección a Punta
Arenas. Probablemente, desde la fundación de Punta Arenas (1842), los
alacalufes cesaron de frecuentar esa parte del Estrecho, pero en otro tiempo su
dominio se extendía mucho más al Este. La costa montañosa y
boscosa se detiene en Cabo Negro, que marca aproximadamente el límite de
su territorio por el lado oriental. No es imposible, sin embargo, que
éste se haya extendido hasta la bahía San Gregorio, que
está enteramente rodeada de conchales importantes. En esta parte de la
costa, ciertamente mantuvieron contactos más o menos pacíficos con
los tehuelches. Un relato de viaje del siglo
XIX
menciona la presencia de un alacalufe en un grupo de tehuelches a caballo.
La
costa sur del estrecho, extremadamente despedazada, no ha sido explorada desde
el punto de vista arqueológico. Sólo las relaciones de viaje hacen
mención de campamentos, verosímilmente alacalufes, en las
numerosas bahías de las islas Desolación y Santa Inés. Los
viajes de los alacalufes se prolongaban a las costas de la isla Dawson y del
golfo de Almirantazgo, a los canales Gabriel, Bárbara, Magdalena, como lo
revelan las huellas de campamentos y los recuerdos de algunos indios actuales.
Los alacalufes podían estar en contacto con los onas en las
cercanías de la Bahía Inútil, pero no se sabe si estas
relaciones fueron pacíficas o belicosas. No obstante, algunos onas
actualmente vivos descienden de madre alacalufe.
Lámina
III
|
Lámina
IV
|
7. Yuras, 55 años
(† 1959)
|
8. Terckstat, 27
años, caso de senilidad precoz († 1947)
|
|
9. Kankstay, 30
años
|
10. Kyewaytcaloes, 45
años
|
En
cuanto a la franja insular meridional, parece haber sido a la vez dominio de los
alacalufes y de los yaganes, si damos fe al testimonio de varios de ellos que
afirman haber estado en relación con "los indios del sur". Por lo
demás, es difícil distinguir las huellas de los unos de las
huellas de los otros en los vestigios arqueológicos acumulados en las
islas del extremo sur y determinar los límites de sus áreas
respectivas, si es que fueron diferentes en una época remota. Si bien es
posible establecer una distinción lingüística entre los dos
grupos, sus características antropológicas, las formas de su vida
material y social son idénticas, salvo en detalles. Se puede
legítimamente pensar que unos y otros han tenido en esta región
del extremo sur contactos más numerosos y estrechos de lo que
generalmente se cree.
Los
territorios precedentemente descritos no están ya habitados por los
alacalufes que, muy escasos en la actualidad, no frecuentan ya casi sino la zona
central de los archipiélagos occidentales. El laberinto insular que se
extiende en una estrecha faja entre la Cordillera austral y el Pacífico
ha constituido el último dominio de los alacalufes. Acaso en este vasto
territorio, severamente aislado de todo contacto humano, llegaron los alacalufes
por fin a diferenciarse de sus parientes cercanos del norte y del sur, los
chonos y los yaganes.
Prácticamente, en estos
archipiélagos centrales, a causa de su escaso número, todos los
sitios habitables han sido habitados, pero la abundancia de los sitios no es
necesariamente el signo de una población numerosa cuando se trata de
nómades. Los puntos habitables están limitados, por una parte, a
algunas estrechas playas que sirven de refugio a ocasionales campamentos y, por
otra parte, a playas más abiertas que han sido habitadas de una manera
continua por una población siempre cambiante. Los sitios temporales son
muy numerosos, pero esta abundancia de lugares de campamento no corresponde
sino a los incesantes desplazamientos de la población: los conchales que
allí se encuentran son generalmente poco importantes. Aun en las playas
que bordean a las bahías privilegiadas, no se hallan conchales muy
espesos, como en Navarino, sino una multitud de montones vecinos unos a otros.
Tal desparramamiento no permite sino estimaciones vagas sobre la densidad de la
población indígena de los archipiélagos, falseadas a
consecuencia del efecto destructor de las abundantes precipitaciones.
Los sitios privilegiados elegidos
por los alacalufes para una residencia prolongada son escasos. Deben presentar
ciertas condiciones de exposición, de abrigo y de espacio favorables a la
vida colectiva. Bahías como las de Edén, de Puerto Grapler, de
Puerto Bueno y de Muñoz Gamero, para no citar sino algunas, parecen haber
sido permanentemente habitadas. En su vida errante, los alacalufes tenían
una preferencia marcada por ciertos sitios próximos al Pacifico que
llegaban a ser así lugares de paso y de habitación temporal muy
frecuentados. Nadie podría decir por qué ni explicar las razones
de esta preferencia, tal vez sentimental. Las islas y canales que están
cerca del Pacífico son más inhospitalarios que los otros. Sin
embargo, si nos fundamos en el número desde nacimientos y defunciones que
se han producido allí en una época reciente, e puede estimar que
el canal Fallos, los archipiélagos Guayaneco y Madre de Dios, la red
complicada de canales entre el canal Castillo y el Canal Ladrillero, el Brazo
Norte y el canal Picton eran centros preferidos de estancia.
En
cuanto a la opinión difundida de que los alacalufes y los yaganes
tenían divisiones territoriales asignadas a cada familia, y que
después de cada uno de sus viajes volvían siempre al mismo punto,
no se encuentra ninguna confirmación histórica o actual de ella.
2. Evolución de los
Alacalufes desde el siglo XVI al siglo XX
Los
documentos históricos. Desde que Magallanes divisó por primera
vez las costas del Estrecho que lleva su nombre y no vio en él otros
signos de vida humana que fogatas que brillaban en la orilla, hasta la
época de la casi total desaparición de los indios del extremo Sur,
no hubo nunca datos precisos acerca del número de los alacalufes.
Sólo los últimos sobrevivientes han podido ser contados con
exactitud.
Durante
mas de cuatro siglos, las expediciones de toda clase, militares,
hidrográficas, científicas, suministran sobre los
archipiélagos de Magallanes y sus habitantes una documentación
copiosa, pero de valor desigual. Los diarios de navegación, en particular
los de los siglos XVI y XVII, podrían formar una suma de
etnografía histórica, muy incompleta, por cierto, pero de gran
valor, a la cual las más recientes observaciones no aportan a menudo sino
complementos de detalle. Por lo demás, los marinos estaban indicados para
observar con justeza y precisión la vida de esos otros marinos que eran
nómades alacalufes. Todos estos documentos, por interesantes que sean, no
suministran ninguna información, siquiera aproximada, acerca de su
número. Por falta de cifras, aún las apreciaciones sobre la
densidad de la población son imposibles.
Hacia fines del siglo pasado,
época en la cual el reconocimiento geográfico de la Patagonia
Occidental estaba a la orden del día, subsiste la misma laguna. Es cierto
que el censo de una población sin cesar errante, inaprensible, que
huía del blanco y podía esconderse en los más inaccesibles
rincones, habría sido bien ilusorio. Como no se conocía en su
totalidad el área de distribución de los alacalufes, se
creía que cada grupo encontrado en cualquier punto de los
archipiélagos era una tribu aparte, distinta de los grupos vecinos.
Así es como los alacalufes han sido distribuidos en una serie de grupos
étnicos correspondientes a subdivisiones geográficas. No
imaginaban que estos nómades puedan moverse a través de
considerables distancias. En el tiempo del Padre García Martí, por
ejemplo, en 1746, los indios que vivían al Oeste del Canal Messier fueron
llamados los Kailen y los que frecuentaban el Canal Messier eran los Tayalaf.
Más tarde, se distinguió a los Lecheleyesk, los Yekenawer, los
Huemul, los Petcherey, etc. Tales divisiones étnicas están
absolutamente desprovistas de fundamento cuando se aplican a una
población que en el curso de un mismo año puede vivir en los dos
extremos de su dominio y recorrer en un mismo viaje varios centenares de millas.
El que tal o cual familia
o
grupo de familias tenga sus campamentos predilectos, no tiene nada que ver con
subdivisiones étnicas. En el curso de cuatro siglos de
exploración, los navegantes han encontrado alacalufes en todos sus
itinerarios, en todas las bahías en donde anclaron, en todas las costas
donde naufragaron naves. Los indios estaban casi siempre diseminados en
pequeños grupos a lo largo de los archipiélagos.
Ladrillero
fue el primero en recorrer durante los años 1557 y 1559 toda la franja
costera de la Patagonia Occidental. Encontró alacalufes en el canal
Fallos. Más tarde, el corsario Francis Drake los vio en el canal
Jerónimo y en las islas Ayautau. En el curso de un primer viaje de
exploración, Sarmiento de Gamboalos hallo en todos los puntos situados
entre el Golfo de Penas y el Cabo Pilar, así como en las dos costas del
Estrecho. Uno de los barcos de Sarmiento naufragó al Sur de la isla
Wellington y las tripulaciones españolas vivieron durante varios meses en
la vecindad de los alacalufes. Cuando sarmiento volvió al estrecho para
establecer allí dos colonias, los 400 españoles de la ciudad del
Rey Felipe tuvieron que defenderse contra los indios durante tres años.
En 1609, los misioneros
establecidos en Chiloé hicieron un viaje a la parte más
septentrional del territorio de los alacalufes, que hallaron más
inhóspita que la isla de Chiloé y que los archipiélagos
Chonos, pero en la cual no hallaron "sino pocos sitios sin habitantes". En 1779,
los Padres Benito Martín y Jualián Real visitaron los mismos
parajes y hallaron gran número de indios. Decidieron a 33 para que se
vinieran con ellos a la Misión de Chiloé. En otro viaje, los
Padres Menedez y Vargas se llevaron a 31. El último misionero que
visitó a los alacalufes, en la boca norte de los canales Messier y
Fallos, el P. García Martí, señala que existen en todas las
radas cabañas con recientes señales de haber sido habitadas.
En 1785 y 1786 tuvo lugar una
importante expedición hidrográfica realizada por la fragata Santa
María de la Cabeza. El diario de a bordo señala agrupaciones de
indígenas que comprendían 60 ó 70 individuos, formadas de
familias independientes, compuestas a su vez por 8 a 10 personas. de los 200
indios observados en la parte occidental del estrecho, "no más de tres
son ancianos, y entre los otros no hay uno solo que parezca haber llegado a los
40 años. Se puede, pues, concluir con algún fundamento que su vida
normal no supera ese límite. Diversas causas influyen sobre la suerte de
esos desgraciados salvajes: la gran facilidad con la cual satisfacen sus
necesidades basta para hacerlos perezosos e indolentes y, aun sin eso, los
bosques impenetrables en que viven, la dureza del clima, que los obliga a vivir
constantemente cerca del fuego, sin ejercicio, contribuyen al mismo efecto. Esta
vida inerte influye de una manera desastrosa sobre el físico. La humedad
perpetua en la cual están sumidos es otro enemigo de la salud del hombre.
La malignidad del aire que exhalan las plantas de los bosques húmedos y
sombríos es muy perjudicial. Su extraordinaria afición por la
carne cruda y podrida de ballena no puede dejar de ocasionarles importantes
enfermedades. Por otra parte, se puede observar que, a pesar de todo, no
están habituados a soportar el frío: dan diente con diente en
medio verano, y es evidente que muchos de ellos, principalmente los que estaban
afligidos de alguna enfermedad, mueren a causa del rigor del invierno".
Las observaciones de los
comandantes Parker King y Fitz Roy, durante dos viajes efectuados de 1826 a
1836, precisan que los indios que vivían entre el Cabo froward y el Golfo
de Penas debían pertenecer al mismo grupo y que eran probablemente
numerosos. Apenas veía pasar un barco, surgía un centenar y
aún más, y cuando están en buen número, no vacilan
en atacar embarcaciones. Como signo de reunión, se elevan humos a
través de millas y millas a lo largo de la costa, y de cada caleta surge
una canoa de indios que se dirige hacia el barco. Las observaciones de los dos
marinos ingleses son particularmente interesantes, puesto que ellos recorrieron
los archipiélagos en todos los sentidos, mientras la expedición de
la Santa María de la Cabeza estaba limitada al Estrecho.
Los que intentaron establecer un
verdadero censo, como quiso hacerlo Weigardt en 1882, no tuvieron ningún
resultado aceptable, pues sus observaciones no se hicieron sino en fracciones
del territorio ocupado por los alacalufes. En el curso de un año de
exploraciones en el archipiélago de la Reina Adelaida y en el Estrecho,
el capitán Pacheco, en 1912, no encontró sino cabañas
abandonadas y una sola familia de indios. El fue el primero en señalar la
desaparición de los alacalufes. Con razón o sin ella,
atribuyó esta desaparición al abuso de alcohol y de tabaco que
habían suministrado a los indios los loberos de Chiloé o de Punta
Arenas que frecuentaban la región hacia esa época. "Cualquiera que
sea la causa, escribe, lo cierto es que la población indígena ha
disminuido mucho". Por interesante que sea, el alcance de su observación
está limitado a la región de los archipiélagos de la Reina
Adelaida y del Estrecho.
Estos
pocos ejemplos, escogidos entre los más significativos de las relaciones
de viaje en los archipiélagos, muestran que no se posee ningún
documento completo sobre el conjunto del problema demográfico. Un gran
número de estos relatos de los navegantes de los siglos XVI al XX,
contienen observaciones etnográficas de una sorprendente exactitud e
informaciones valiosas sobre el área de dispersión de los
alacalufes, pero nada que pueda ser considerado siquiera como aproximativo
acerca de la densidad y su número. En la historia reciente de la
exploración de los archipiélagos y en las tradiciones orales
actuales, se hallan a veces apreciaciones cifradas, pero habría que
preguntarse en qué se fundan. Tales indicaciones deben ser siempre
acogidas con escepticismo y es preferible buscar en los mismos textos
informaciones menos precisas, pero más significativas. Todo dato
numérico sobre la población de los archipiélagos -sin que
haya que poner en duda, sin embargo, la buena fe y la objetividad de los
narradores- carecían de fundamentos. Casi siempre se trata sólo de
encuentros de algunas canoas de indios en el curso de alguna navegación.
Las bahías abrigadas en las que anclaban los barcos eran también
sitios de campamento, escogidos por las mismas razones por indios y por blancos.
Otras veces, la presencia insólita de un buque atraía a indios
dispersos en torno al punto de anclaje. Por lo demás, las noticias
circulan con rapidez, aun en los sitios más remotos del mundo, y
cualquiera estada más o menos larga de un barco provocaba una
reunión de nómades que podían venir de muy lejos. Se ha
podido anotar con exactitud el número de personas así reunidas, y
las cifras ordinariamente no pasan de unas cuantas decenas, que representan la
población momentánea de un territorio completamente indeterminado
y pueden dar una falsa impresión de densidad. A la inversa, numerosos
sitios de campamentos estaban situados al margen de las rutas habituales y la
importancia de su población escapaba, entonces, a los observadores. En
ausencia de empadronamientos sistemáticos, y también a
consecuencia de que a menudo los narradores descuidan indicar sus fuentes de
documentación, será preciso tener como dudosas todas las cifras
anticipadas. se puede decir que hasta una época muy reciente, hacia 1940,
nunca se tuvieron informaciones válidas acerca del número de los
habitantes de los archipiélagos de la Patagonia Occidental. Según
nuestras propias investigaciones, estimamos que el número de los
alacalufes podía elevarse, a fines de siglo pasado, a uno o dos millares.
Contactos
con los chilotes. Desde 1880 a 1930, los alcalufes mantuvieron contactos mucho
más continuos que en el pasado con los extranjeros, chilotes y blancos.
tal fue la primera fase de las modificaciones profundas introducidas en la vida
material de los indios, así como de sus consecuencias demográficas
y psicológicas. la segunda fase, que se puede hacer comenzar en 1930,
corresponde a su contacto más o menos permanente con los blancos, y
condujo al abandono del sistema tradicional de vida y a la aceleración
del movimiento hacia la total desaparición. En lo que se refiere a la
época anterior a 1930, existe una tradición oral bastante
abundante, que es preciso, por lo demás, recoger con prudencia, y que
permite remontarse hasta 1917 y a veces más lejos. La fecha de 1917
está fijada por el naufragio del Casma, del cual los alacalufes
conservaron un recuerdo muy preciso. Los testimonios de algunos patrones de
goletas que frecuentaban los archipiélagos en el curso de las
expediciones anuales de los cazadores de pieles, son también precisos,
aunque en varios puntos estos patrones son reticentes en sus conversaciones y
evitan temas delicados, como las reyertas, los raptos o aun las vías de
hecho más graves de que fueron víctimas los alacalufes. En cuanto
a éstos, los más ancianos podían aún en 1948
completar con sus recuerdos, precisos y detallados, la turbia historia de este
período.
Las
expediciones de caza de las goletas chilotas duraban casi siempre de tres a seis
meses, y a veces más, pues era fácil infringir la
limitación legal de estas cacerías en un territorio puramente
administrativo, mal conocido y mal vigilado. Las goletas dispersaban por los
archipiélagos, cerca de los roqueríos de focas, a las cuadrillas
de cazadores, compuestas de una chalupa y de seis hombres, todos originarios de
Chiloé, cuyo trabajo consistía, principalmente en la época
de la parición, en matar y despojar a las focas recién nacidas y
las focas de pieles. Los campamentos de caza de las cuadrillas están
periódicamente visitados por las goletas, aprovisionados y reembarcados
al final de la faena con sus cargamentos de miles de pieles de focas,
cuidadosamente descarnadas, saladas y puestas en toneles.
A pesar de su aversión por
los chilotes, los alacalufes se establecían cerca de sus campamentos.
Empezaban por ser desafiantes, pero entraban después en confianza gracias
a pequeños regalos, hasta llegar poco a poco a suministrar a los loberos
una mano de obra diestra y gratuita. A cambio de su trabajo de
preparación de pieles, recibían alimentación chilota,
galletas de harina, papas, cebollas y café de higos. A cambio de sus
capas de pieles de nutria y de coipu, recibían ponchos y frazadas de
valor y calidad muchos menores. Estos negocios dejaban a los alacalufes
esquilmados, pero satisfechos.
En
esa época, los indios habían adquirido de algún modo los
instrumentos, como hachas y cuchillos, que se ponían su
disposición para el trabajo. Otros objetos excitaban su codicia: velas,
chalupas, fusiles. La astucia habitual consistía en huir
subrepticiamente llevándose todo lo que podía. si la
operación llegaba a fracasa, se producía una salvaje masacre sin
que pudieran ya distinguirse inocentes y culpables. Fueron así
exterminadas familias enteras, incluyendo niños de meses. Pero los
autores de estas matanzas no siempre fueron chilotes. Los loberos manifestaban
un vivo interés por las mujeres alacalufes. Los raptos de mujeres y
muchachas, y aun de muchachos para hacerlos marinos, eran frecuentes. Es
fácil suponer que tales hechos no se producían sin violencias. un
número considerable de alacalufes fueron así trasplantados a
Chiloé, Puerto Montt y Punta Arenas.
Los contactos entre indios
alacalufes y cazadores chilotes no se limitaron a tal o cual región de
los archipiélagos. Los roqueríosde focas son numerosos,
especialmente en las islas avanzadas del Pacífico. Los chilotes
establecían sus campamentos de caza en los mismos sitios que los
alacalufes frecuentaban. unos y otros perseguían la misma presa y el mar
era su elemento común. Las dificultades de navegación y el
dédalo de los fiordos y canales marítimos les eran igualmente
familiares. Todos afrontaban parajes de difícil acceso, abiertos al
océano: las costas occidentales de las islas Wellington, Hanover y Jorge
Montt, de los archipiélagos Madre de Dios y Reina Adelaida.
Los cazadores de pieles, cuyo
centro de actividad era Punta Arenas, trabajaban también en los
archipiélagos de la Tierra del Fuego, situados entre el Cabo Pilar y el
Cabo de Hornos. Allí entraban, pues, en contacto con los alacalufes y los
yaganes, pero las tradiciones relativas a las cacerías en las islas del
sur pertenecen a la fantasía y la leyenda.
Ninguno
de los escasos testigos de esa época, proveniente de Chiloé o de
Punta Arenas, es capaz de proporcionar informaciones objetivas, siquiera
aproximadas, acerca del número de los alacalufes durante ese
período. Aun las noticias que pueden dar sobre los detalles de la vida
material de los indios son difusas y deben ser sujetas a caución. de toda
la tradición oral aún viviente, se puede concluir que la
población autóctona de los archipiélagos empezó a
declinar en el momento en que los extranjeros se instalaron de un modo semi
permanente sobre su territorio. Además de los actos de violencia
señalados anteriormente, a los cuales es preciso agregar la
introducción, moderada, sin embargo, del alcohol, no hay duda de que
tales contactos regeneraron y difundieron ciertas enfermedades sociales que son
actualmente una de las causas más importantes del descalabro
fisiológico de los alacalufes.
Contactos
con los blancos. Hacia fines del siglo pasado, los buques que unen a los
puertos del Pacífico a los del Atlántico empezaron a tomar la ruta
de los canales marítimos. El trayecto era más largo, pero la
navegación era menos fatigosa que en las olas abiertos del
Pacífico. Antes de la abertura del Canal de Panamá, la ruta de los
archipiélagos conoció un período de tráfico intenso.
Los naufragios, que fueron numerosos, atraían a los nómades. Para
ofrecer más seguridad a esta vía promisoria, la Marina Chilena
envío a los archipiélagos a numerosas misiones
hidrográficas a reconocer los pasos más seguros y balizar la
ruta, localizando y sondeando los abrigos naturales de las costas. Los pasos de
los barcos se hicieron más y más frecuentes. Los puertos naturales
en que los buques anclaban de noche o con mal tiempo eran las grandes
bahías habitadas permanentemente por algunas familias alacalufes. Durante
estas breves escalas, los indios fueron objeto de lamator curiosidad. Su
desnudez y su miseria estimulaban a los espíritus caritativos, que les
daban alimento, ropas, tabaco, a veces alcohol y herramientas de metal. Las
tripulaciones y los prácticos o pilotos que en cada viaje y en cada
escala observaban agrupaciones de alacalufes, no pudieron proporcionar
informaciones demográficas de algún valor. No vale la pena tomar
en cuenta algunos ensayos de cálculo de la población, pero todos
concuerdan en afirmar que hace 20 ó 30 años el número de
los alacalufes, ya reducido, podía aún ser superior a mil
individuos. Es evidente que estos contactos breves, pero repetidos, ejercieron
influencia decisiva en la existencia de los alacalufes, modificando su vida
material y sus concepciones tradicionales.
La
penetración de los blancos en ciertos terrenos nuevos y aún
desconocidos de los archipiélagos progresaba rápidamente. Hubo
ensayos esporádicos e infructuosos de crianza de corderos, de
explotación de mármol de la Isla Cambridge y de corta de maderas
en los bosques de cipreses de los archipiélagos. Sobre todo la
creación de dos centros de población blanca, en favor de los
cuales algunos alacalufes abandonaron la vida nómade, intensificó
la revolución provocada por la frecuentación de la ruta de los
archipiélagos. Hacia 1880, el simple villorrio de Punta Arenas, que desde
hacía cuarenta años vegetaba en la costa norte del Estrecho de
Magallanes, aislada del resto de Chile, llegó a ser en pocos años
la capital de una red económica de gran valor. Las pampas del sur se
revelaron aptas para la crianza de ganado ovino; hallaron oro en los ríos
y en las playas atlánticas de la Tierra del Fuego, el carbón cerca
de la ciudad. Llegaron emigrantes en masa de todos los países de Europa.
Punta Arenas se convirtió en un centro económico y bancario, que
dirigía a un país recóndito que, a pesar de la
desolación de sus pampas secas y azotadas por el viento, era teatro del
desarrollo de una inmensa riqueza.
Se hallaron terrenos aceptables
para la ganadería en las regiones más inhospitalarias y hasta en
los rincones de la Última Esperanza. En este último punto, que era
en otro tiempo un importante centro de población alacalufe, se
elevó la ciudad de Puerto Natales, ligada actualmente a Punta Arenas por
un camino. Pero también se puede ir a Natales por vía
marítima, dando una vuelta de varios centenares de millas. La
creación de estos dos centros, los únicos de Chile austral,
ejerció una influencia cierta, aunque limitada, en la demografía y
la repartición de los alacalufes, que se mantuvieron al margen de la
población blanca y abandonaron sus viajes a la parte oriental del
Estrecho, que en otra época frecuentaban tanto como los
archipiélagos del oeste. Algunas mujeres alacalufes se casaron con
blancos y algunos niños fueron recogidos por instituciones o particulares
de Punta Arenas. Las investigaciones efectuadas sobre los miembros vivos y
asimilados de esta población india han permitido encontrar la huella de
algunos de ellos. Viven por lo general en un ambiente de leñadores,
pescadores, cazadores de pieles y parecen llevar con gusto una vida a menudo muy
diferente de su vida tradicional.
A
consecuencia de circunstancias desconocidas, ha sucedido que una u otra familia
alacalufe haya emigrado para establecerse en las afueras de la ciudad. Su
género de vida es tan rudimentario como el que llevaban en los
archipiélagos. Siguen viviendo de la caza y de la pesca. Aunque pueden
expresarse fácilmente en castellano, no han olvidado su lenguaje
ancestral, lo hablan aún entre sí, pero se niegan
categóricamente a hablarlo delante de los blancos: los complejos que les
ha creado una asimilación incompleta les impiden ser intérpretes e
informantes dignos de confianza. En cuanto a los niños adoptados
recientemente por los blancos, no fue posible dar con las huellas. Es probable
que la mayoría haya muerte.
Onas
y alacalufes en la Misión de Dawson. Hacia 1880, a comienzos del
desarrollo económico de la provincia de Magallanes, comenzó a
plantearse el problema indígena. Se había concedido a los cien
tehuelches, más o menos, que subsistían en territorio chileno una
reserva de 10.000 hectáreas. La presencia de los yaganes en una
región que no se trataba todavía de explotar, no creaba
ningún problema, así como tampoco lo creaba la de los alacalufes
en una región tan desheredada como la de los archipiélagos. Los
onas, por el contrario, ocupaban en la Tierra del Fuego territorios que eran
excelentes terrenos para la crianza de ovejas.
La
cuestión de la desaparición de los onas ha suscitado numerosas
polémicas y, según el punto de vista o la población
adoptada en el conflicto, el número de los que estaban establecidos en
las concesiones de la Tierra del Fuego - un millón y medio de
hectáreas, más o menos- ha sido ampliamente aumentado o
disminuido. Cuatro mil, según algunos; unos pocos centenares, en
opinión de los nuevos ocupantes; 1500, según Nordenskjöld,
500 de los cuales se hallaban en territorio argentino. Esta última
opinión tiene, por lo menos, el mérito de no ser parcial, mas es
preciso confesar que la numeración de los nómades terrestres era
por lo menos tan imposible como la de los alacalufe. Por otra parte,
vivían en un territorio aún inexplorado y eran perseguidos como
animales dañinos. En todo caso es cierto que, de los grupos humanos del
extremo sur, los onas fueron los más numerosos y eran físicamente
los mejor constituidos. Es igualmente cierta que una parte de los onas fue
masacrada por orden de las grandes compañías concesionarias de las
tierras ganaderas. El desarrollo del ganado primaba sobre toda
consideración y escrúpulo. La suerte de los onas se hallaba en las
manos de los aventureros a quienes su reciente fortuna transformaba de golpe en
avanzadas de la civilización. No se conocerá nunca el
número de los onas asesinados. Intereses y personas todavía en
juego continúan creando en torno a este asunto de más de medio
siglo de antigüedad un muro de silencio protector del respeto de sus
fortunas. Cualquiera que sea el número de los onas masacrados; llegue a
ciento a mil, sigue siendo una monstruosidad imborrable en el punto de partida
de la colonización de la Tierra del Fuego.
Las depredaciones de un grupo tan
importante como el de los onas en un territorio en que la ganadería se
implantaba difícilmente, no eran, por cierto, despreciables. A veces los
indios llegaban a atacar a los propios colonos. Se imponían medidas
eficaces de protección, tanto para preservar los rebaños como para
socorrer y civilizar a los onas. Para evitar las incursiones, se pensó
instalar puestos militares escalonados por la orilla de los territorios
recientemente ocupados, pero el proyecto fue considerado demasiado caro y de
dudosa eficacia. La otra solución era deportar a los onas a alguna isla
inutilizable de la Tierra del Fuego, donde, bajo la dirección de
misioneros y con la ayuda del Estado y de las estancias, pudieran hallar medios
de existencia suficientes y ser educados poco a poco.
Los misioneros salesianos
llegaron a Punta Arenas en 1887. Solicitaron al gobierno chileno la
concesión de la Isla Dawson, entonces sin ocupantes, e instalaron en la
punta septentrional de la isla una estancia. En 1890, el gobierno le
concedió por 20 años el goce total de la isla, con el fin de
establecerse allí un centro para los indígenas, donde se les
daría enseñanza, cuidados sanitarios y todo lo que pudiera
ayudarlos a readaptarse. Se edificaron una casa, una escuela, una
enfermería y una capilla. La isla tiene una superficie de
130.000
hectáreas, casi enteramente cubiertas de bosques explotables, e incluye
25.000 hectáreas de praderas, una estancia de 500 bovinos y 7.000 ovejas,
una importante aserradero mecánico y talleres de carpintería, que
fueron instalados por los misioneros.
Durante
los cinco primeros años, los alacalufes fueron los únicos
huéspedes de la misión. Recibían algunos subsidios
alimenticios y a veces dejaban allí sus niños. Los onas se
resistieron con la fuga a toda tentativa de aprehensión. Sin embargo,
algunos fueron capturados y transportados a Dawson. En 1895, la misión
contaba 176 indios, 65 alacalufes, con 27 hombres y 38 mujeres, y 111 onas, con
48 hombres y 63 mujeres. Al año siguiente algunas decenas de onas,
empujados por el hambre y el frío de un invierno excepcionalmente
riguroso, se dejaron transportar a la misión. En 1899, según el
informe oficial había 108 hombres y 170 mujeres, si distinción de
grupos de este número, 31 niños y 38 niñas de 6 a 9
años recibían los primeros rudimentos de instrucción. 11 de
ellos podía, con alguna dificultad, leer y escribir. Niños y
niñas de más edad trabajaban en los talleres.
Es evidente que la
instalación de los onas en Dawson, en una especie de campo de
deportación, fuera de su territorio, y sobre todo fuera de todo contacto
con las gentes a las cuales se trataba justamente de adaptarlos, fue por lo
menos un error lamentable, inexplicable, si no un acto de indiferencias frente
al problema. Los resultados fueron desastrosos. Onas y alacalufes eran empleados
como trabajadores en una misión bastante parecida a una empresa
industrial. Se trataba de incorporar a la nación chilena a un grupo
indígena y, paradojalmente, para alcanzar tal fin, se los entregó
a misioneros italianos, recientemente llegados de Europa con otros miembros y
empleados a la misión, que hablaban mal el español y que
utilizaban siempre la lengua italiana entre ellos. Un decreto ya antiguo,
fechado en 1847, imponía a todo misionero la obligación de hablar,
en un plazo de cuatro años la lengua de los indígenas a su cargo.
Ninguno de los misioneros de Dawson aprendió jamás ni el ona ni el
alacalufe. En la escuela, los métodos de enseñanza eran
lamentables: los libros utilizados fueron los manuales de la escuela primaria de
Chile, sin ensayo alguno de adaptación al caso particular de los
indiecitos de la misión.
Según los términos
del decreto de concesión, los productos de la isla bebían ser
empleados” en el sostenimiento y civilización de los
indígenas". A pesar de las entradas financieras muy importantes
provenientes de los productos de la estancia y del aserradero, así como
de las donaciones del Estado y de las estancias de la Tierra del Fuego -que
continuaban entregando por cada ona conducido a Dawson la suma de una libra
esterlina: cada indio muerto había sido igualmente de una prima -,
jamás se ejerció ningún control. Sin embargo, los
resultados estuvieron poco de acuerdo con medios económicos tan fuertes.
Nueve años después de haberse instalado la misión,
ningún indio se encontraba en condiciones de entrar en la vida civilizada
con un mínimo de conocimientos. El bienestar que hallaban en Dawson
satisfacía, ciertamente, sus limitadas necesidades, pero la enorme
mortalidad de la comunidad indígena, especialmente de niños, no
suscitó atenciones médicas. Según el informe del gobernador
de Punta Arenas, sucedía que murieran cuatro o cinco niños al mes.
La enfermería estaba desprovista de medicamentos de urgencia. Control y
cuidados médicos eran inexistentes. Sin embargo, Dawson no estaba sino a
seis horas de navegación de Punta Arenas y una embarcación de la
Armada, fuera de numerosos buques, visitaba periódicamente la
misión. A un ritmo catastrófico, la muerte, y después
probablemente la dispersión de los últimos sobrevivientes,
resolvieron el problema de la adaptación de los indios, y de una manera
definitiva.
En
septiembre de 1911 expiraba el contrato acordado a misión de Dawson. La
misión había contado con más de 500 indios en el curso de
los últimos años. El cementerio, agrandado varias veces, contaba
con 800 tumbas.
3. Los últimos
Alacalufes
Actualmente,
si dejamos aparte a las pocas familias o individuos que han adoptado el
género de vida chilote y que, de una o de otra manera, se han fijado en
los alrededores de Punta Arenas, de Puerto Natales o aun de Puerto Montt, los
alacalufes representan un ínfimo grupo humano que disminuye cada vez
más. A excepción de dos familias, prácticamente han
abandonado la vida nómade. Viven ordinariamente agrupados en Puerto
Edén, en torno al puesto militar, o en los alrededores de San Pedro,
donde hay un faro custodiado. Puerto Edén es muy abrigado. La
bahía es sin duda el mejor de los archipiélagos y allí
hallan refugio los buques cuando el mal tiempo impide la navegación
nocturna y allí también pueden esperar la marea para pasar la
Angostura Inglesa. Al mismo tiempo, Edén es un puesto militar que
debía originalmente servir de escala a una línea de hidroaviones
que uniría Puerto Montt y Punta Arenas. Esta línea fue suprimida
después de los primeros vuelos, que terminaron en accidentes. Pero el
puesto de Edén fue mantenido, a cargo de dos o tres militares, a la vez
como estación meteorológica y como puesto encargado de la
aplicación de un decreto protector a los indios alacalufes. Allí
vive una parte del grupo en guaridas más y más sórdidas y
descalabradas, esperando de la mendicidad la mayor parte de su subsistencia. En
la isla San Pedro, un faro importante es mantenido por algunos marinos chilenos
frecuentemente relevados. Los últimos alacalufes se agrupan en torno a
estas dos bases, con la esperanza de una ayuda material- liberalmente concedida,
por lo demás- de los militares y marinos o de los buques de
tránsito.
De
vez en cuando, algunas familias abandonan, por períodos que llegan a
abarcar varios meses, su aglomeración semi estable y, equipadas de
provisiones cuidadosamente economizadas, vuelven a tomar la ruta de los canales
para una expedición de caza. Durante este tiempo, utilizan los lugares
tradicionales de campamento y, a pesar del pequeño número de los
nómades actuales, el dédalo de los archipiélagos
está aún jalonado por varios centenares de armazones de chozas.
Los alacalufes se prohíben destruir las arcadas de madera de la choza que
abandonan. No se llevan consigo sino las pieles de foca que la han recubierto.
Durante
una permanencia de 22 meses consecutivos entre estos últimos alacalufes,
en Puerto Edén o vagando a través del laberinto de los
archipiélagos, hemos podido recoger documentos genealógicos
abundantes sobre los representantes postreros de una raza que muere. Estas
causas directas son, sin duda, la consecuencia de causas más lejanas que,
estudiadas en otros grupos humanos, serían el objeto de un estudio
apasionante y trágico sobre la desaparición de los pueblos.
La
investigación demográfica. Esta investigación ha sido
realizada interrogando a los sobrevivientes, quienes poseen siempre un recuerdo
muy intenso de los muertos y de los desaparecidos, aun de aquellos con los
cuales no parecen haber tenido sino vínculos lejanos. Todas las
informaciones han sido muchas veces revisadas y no han sido retenidas como
válidas sino cuando no subsistía ninguna duda. No hemos tomado en
cuenta en los cuadros genealógicos así establecidos sino a la
filiación biológica, perfectamente conocida y comprendida por los
alacalufes, independientemente de todo sistema social de parentesco. El punto de
partida de cada genealogía han sido, pues una mujer y sus hijos. El
mestizaje es igualmente bien conocido y como en ningún caso es
considerado un hecho anormal, ni para la madre ni para el hijo, no parece que
pueda haber errores importantes en el número de mestizos de chilotes o de
blancos. Por lo demás, quedaría por probar el que un hijo de padre
chilote y madre alacalufe sea realmente mestizo.
La
encuesta, terminada el 2 de enero de 1948 y completada en 1953, se extiende a
cuatro generaciones, siendo la última la de los niños actuales.
Cubre, entonces, un período de 60 a 80 años. Esta duración
puede parecer calculada de una manera demasiado estrecha, puesto que
habitualmente se cuentan treinta años por generación, más
hay que tomar en cuenta aquí dos hechos: que la cuarta generación
es todavía muy joven, y que los alacalufes se reproducen demasiado pronto
y envejecen prematuramente.
De
396 individuos nacidos durante este período, que comienza un poco antes
del siglo XX, 61 están todavía vivos. Pero en nuestra encuesta no
hemos tomado sino los grupos de los cuales quedaban por lo menos un
sobreviviente. Por otra parte, las informaciones dadas por estos sobrevivientes
muestran que por lo menos una de dos familias ha desaparecido completamente
durante este período. Se puede, entonces, suponer arbitrariamente que los
individuos nacidos en los canales desde hace 60 u 80 años no son 396,
sino más o menos el doble. De estos 800 nacidos, quedarían 61
sobrevivientes.
Hay otras cifras
elocuentes. En 1946, la población alacalufe comprendía aún
48 mujeres, entre las cuales había 27 adultas, 8 adolescentes y 13
niñas. En 1948, no había sino 43 mujeres: 25 adultas, 5
adolescentes y 13 niñas. El balance demográfico se caracterizaba
ya por una disminución de 10% de la población femenina en el lapso
de 2 años. 5 años más tarde, en 1953, ha llegado a ser
más catastrófico todavía. De los 17 grupos considerados por
la encuesta, 5 no incluyen ya ninguna mujer que viva en el territorio de los
alacalufes. En los 12 grupos restantes se cuentan 24 mujeres -disminución
de 50% con relación a 1946-, 2 de las cuales son personas ancianas, 4
jóvenes que, casadas en varias ocasiones, no han tenido hijos; 5 mujeres
cuyos hijos, pocos por lo demás, mueren de corta edad -2 hijos que
escaparon de la muerte son mestizos-; 5 mujeres que han tenido una descendencia
numerosa y aparentemente normal, pero 3 de ellas han pasado la cuarentena y
muchos de sus hijos han muerto, sea accidentalmente, sea de enfermedades
desconocidas, y, por fin, 8 niñas o adolescentes de menos de 18
años. Toda la probabilidad de sobre vivencia del grupo está, pues,
representada por 2 ó 3 mujeres adultas y por 8 niñas o
adolescentes varias de las cuales abandonarán ciertamente los
archipiélagos o morirán antes de haber llegado a la edad adulta.
Sería muy interesante
descubrir la causa de esta extinción catastrófica, que no es un
fenómeno particular a los alacalufes, pues afecta a la gran
mayoría de los pueblos atrasados que entran en contacto con
civilizaciones más adelantadas. Aun siendo diferente, estas causas deben
presentar algunas raíces comunes.
Los
únicos elementos de que disponemos son las informaciones recogidas en el
curso de la encuesta demográfica y de los exámenes médicos
a que fueron sometidos todos los alacalufes presentes en Puerto Edén.
Ellos nos permitirán distinguir con nitidez varias series de factores.
Las
partidas. Es necesario entenderse primero acerca del sentido que se da a la
desaparición de un pueblo. Desde el punto de vista del individuo, no hay
más que una sola manera de desaparecer, que consiste en morir.
Más, desde el punto de vista del grupo, el alejamiento definitivo de un
individuo tiene los mismos resultados que su muerte, puesto que no
contribuirá ya a ninguna de las actividades de la colectividad, ni sobre
todo a su renovación. En los párrafos que siguen, en los cuales
nos hemos situado en el punto de vista del grupo alacalufe, el número de
las partidas viene a incrementar en número de los muertos.
El
número de las partidas definitivas es importante, el 51 por 396
nacimientos o por 335 individuos eliminados del grupo, o sea, un 15% de las
causas de desaparición. este número deberá retener nuestra
atención tanto más cuanto que no se lo toma generalmente en cuenta
para explicar la desaparición de los alacalufes. Sin embargo, este 15% de
emigración representa, en realidad, una pérdida mucho más
catastrófica de lo que a primera vista parece, y esto por dos razones.
Las muertes de párvulos y
niños son numerosas entre los alacalufes y si, en lugar de comparar las
partidas con el número total de las desapariciones, las referimos al
número de los niños que llegan a la adolescencia, el porcentaje
resulta más que doblado. Llega a un 34%. Lo anterior significa que de 100
individuos que han escapado a las enfermedades mortales, a los naufragios y a
los accidentes de la infancia, 34 abandonarán el grupo tradicional para
tratar de adaptarse al modo de vida propuesto por los recién llegados,
blancos o chilotes. La proporción es enorme, pero, como las partidas
siempre se han efectuado de una manera esporádica y al arbitrio de las
fantasías individuales, nunca ha llamado la atención. Este
empobrecimiento para las 3 ó 4 generaciones se repartió de la
manera siguiente: 2 bebes, 5 niños, 18 adolescentes, entre los cuales se
contaban 11 muchachos; 26 adultos, entre ellos 11 hombres, o agrupados por
sexos, 4 mujeres con 2 niños, y 27 hombres, que incluyen 5 niños.
Estas partidas han sido sobre todo numerosas en la época floreciente de
los cazadores de focas. Se rarificaron desde 1930, más o menos.
Pero hay algo más grave.
la relación cuantitativa es fuerte. Más en el plano cualitativo lo
es más. La gran mayoría de las partidas afecta a muchachos o
jóvenes llevados por patrones de goletas o pescadores chilotes que buscan
ayudantes recios y poco exigentes, o muchachas y mujeres raptadas por las
mismas tripulaciones y pescadores. Muchachos y muchachas han sido elegidos por
su robustez, por su aspecto agradable o por su espíritu más
despierto. Ellos representan una selección, a la vez fisiológica y
psicológica. Su partida priva a la comunidad de sus mejores elementos.
Aun cuando se habla de raptos, la curiosidad, el atractivo por riquezas de otro
modo inaccesibles, la seducción ejercida por hombres pertenecientes a un
grupo superior, juegan evidentemente un papel preponderante en estas partidas.
Para
la lengua, la cultura y aun la raza alacalufe, esos individuos están
definitivamente perdidos. Ya no volverán jamás a los canales, y
sus hijos, si los tienen, se fundirán en las masas populares de
Chiloé, de Punta Arenas y de Puerto Natales, esencialmente formadas por
chilotes. Gran número de ellos muere, sea de tuberculosis, contra la cual
no están inmunizados; sea de varias otras enfermedades contraídas
en las ciudades. Otros viven y se reproducen. Llegan a adaptarse al estilo de
vida de los chilotes que, como los alacalufes, son esencialmente marinos. Nos
faltó tiempo, pero habría sido interesante seguir las vicisitudes
de cada uno de estos individuos en su adaptación a su nueva vida.
Ver
tabla en libro.
Lamina
V
|
11. Kyeyakyewa, 35
años
|
12. Workwa, 20
años († 1952)
|
Lámina
VI
|
13.
Markset, 15 años 14. Tcakwol, 12 años 15. Yanocks, 10 años
(† 1953)
|
Las
muertes violentas. Bajo esta rúbrica se pueden reunir los ahogamientos o
los accidentes en las rocas durante partidas de caza o de pesca, y los
asesinatos. Unos y otros son extremadamente numerosos. Pueden hallarse en el
origen de la desaparición de una familia. En el segundo grupo de la
investigación, por ejemplo, una mujer llamada Kostora tenía siete
hijos, todos vivos. El mayor fue asesinado por un blanco, y los otros seis,
escalonados entre 1 y 15 años, se ahogaron cerca de la isla Solitario,
cuando su canoa fue volcada por una tempestad. En el conjunto de las 4
generaciones, se cuentan 41 casos de ahogados y 24 asesinados. Los ahogamientos
y accidentes afectan a todas las edades y sexos, con predilección por los
hombres, sin duda a causa de su vida más aventurera, aunque la familia
entera nomadice y la pesca sea el dominio exclusivo de las mujeres que llevan a
menudo consigo a sus niños más pequeños. 6 mujeres y 7
muchachas, 15 muchachos se ahogaron durante este período. Vale la pena
observar que, en el caso de 5 hombres, el accidente se produjo a consecuencia de
los desórdenes motivados por un exceso de bebida.
El
conjunto de los ahogamientos representa un 12% del número total de
muertes, mientras los producidos por exceso alcohólico representan un
3.3% de las muertes de los individuos adultas y un 6.8% de las muertes de
hombres adultos, pero sólo un 1.5% de la mortalidad total.
Los ahogamientos y las
caídas de las rocas determinantes de muertes no han aumentado a
consecuencia de la llegada de algunos blancos o chilotes a los
archipiélagos, salvo los 5 casos de ahogamientos en estado de ebriedad.
Esta causa de mortalidad está directamente ligada a las condiciones
climáticas y al modo de vida de los indios. Su importancia puede ser
considerada como constante.
Más asombroso que el de
los ahogadores el número de los asesinados. 24 asesinados en un lapso de
medio siglo para un número total de 335 muertos es enorme, desde que se
trata siempre de asesinatos individuales y no de un estado de guerra o de
abierta hostilidad. El representa un 7% de las causas totales de
desaparición, 13.5% de las muertes de adultos y 19% de las muertes de
hombres adultos.
Es
difícil precisar la influencia de la presencia de los blancos sobre estas
masacres. La mayoría de estos asesinatos tiene a un indio por autos. Se
trata generalmente de una vieja venganza relativa a un robo, que el ofendido
puede mantener largo tiempo en reserva antes de hallar una ocasión de
realizarla. Por lo demás, a menudo ni siquiera piensa en ello. Pero surge
una mínima disputa, o bien el enemigo se halla de súbito en una
situación difícil, vuelve a encontrar su viejo rencor y lo
satisface por el asesinato. Otras veces se trata de escenas conyugales, que
sobreviven con motivo de un incidente de poca importancia, la pérdida de
un objeto, por ejemplo- La discusión se envenena y degenera en golpes. El
marido termina por liquidar a su mujer sin haber tenido la menor
intención del mundo.
Los
alacalufes son a menudo polígamos. Las mujeres no tienen varios maridos,
pero en este dominio la libertad es grande. Una mujer cambia de marido
fácilmente, varias veces en el curso de su vida. Puede también
ocasionalmente pasar una o varias noches con otro indio, con un chilote o un
blanco, sin que el marido habitual nada tenga que reprocharle. Por eso los
dramas de los celos no son muy frecuentes, aunque de todos modos, existen. Si un
marido no le gusta su rival, lo mata. Si un hombre no puede convencer a una
mujer que lo siga, la mata, o mata al marido. Todas las combinaciones son
posibles, sin que, no obstante, en ninguna de las encuestas haya aparecido el
caso de una mujer asesinada.
Los
asesinatos por chilotes o por los blancos giran alrededor de las dos mismas
series móviles: el robo y el amor. un indio ha robado una chalupa, un
fusil o algún instrumento. Entonces lo matan, a él y a toda su
familia con él, si la ocasión se presenta. Hace unos diez
años, un indio había robado la chalupa de un cazador chilote. Fue
capturado por el chilote cerca del Faro San Pedro, al norte de Puerto
Edén, muerto a tiros de fusil junto con su hijo mayor, mientras dos
niños menores, entre ellos un recién nacido, eran liquidados a
hachazos. Parece también que, a comienzos de siglo, blancos que
frecuentaban los archipiélagos se entretenían en disparar por
simple gusto sobre los indios.
Es
difícil pronunciarse sobre la importancia de estos asesinatos en la
desaparición de los alacalufes. El porcentaje de hombres adultos muertos
de este modo es de un 19%, más, dentro de ese porcentaje, más de
la mitad de los casos obedece a causas propias de la vida del grupo, que no
parecen haber sido multiplicadas por la presencia de los blancos. Otra
porción de casos se debe a chilotes, cazadores de focas, cuyo estilo de
vida es tan próximo al de los indios, que no se puede considerar a sus
asesinatos como esencialmente diferentes de los anteriores. Los pocos asesinatos
que se asimilan al exterminio son tan escasos que no se puede contarlos como un
factor real de desaparición.
No
es imposible que las nuevas condiciones de vida y la desaparición de las
tradiciones del grupo hayan desarrollado el espíritu de asesinato entre
las poblaciones de los archipiélagos. Más, si se toman en cuenta
las antiguas rivalidades con los pueblos más meridionales de los yaganes,
o con los tehuelches de las pampas, y se recuerda igualmente el canibalismo,
revelado a la vez por los relatos de los antiguos navegantes y por las
excavaciones, se puede suponer que la proporción de muertes violentas no
ha aumentado entre los alacalufes durante la fase de su declinación. Tal
vez ha disminuido, a causa de la menor densidad demográfica y de la
ruptura de los contactos con las tribus vecinas.
Las muertes por enfermedad.
La proporción de muertes de niños de corta edad revelada por la
encuesta, o sea, 89 muertes en 396 nacimientos, representa más o menos
223 muertes por 1.000 nacimientos. Aun cuando evidentemente esta cifra es
inferior a la realidad, pues los pequeños que no vivieron desaparecen
pronto del recuerdo, ella no representa nada extraordinario. Las
estadísticas oficiales nos revelan que en a920 la mortalidad en el
nacimiento o en los meses siguientes era en Chile, por término medio, de
250 por mil. En ausencia de todo cuidado médico y en condiciones
climáticas e higiénicas desastrosas, una proporción aun
superior a 221por mil no puede ser considerada como
anormal
.
La
mortalidad de niños y adolescentes es elevada, sin ser tampoco
catastrófica, 39 niños murieron entre los 3 y los 12 años,
y 10 adolescentes entre 12 y 18 años. Ello significa que de 299
niños que pasaron la primera infancia un 13% murió entre los 3 y
los 12 años y un poco más de un 3% entre los 12 y los 18
años. La mortalidad de los adultos es mucho más elevada, pues 42
murieron entre 18 y 50 años, dentro de un número ya mucho
más restringido de individuos, pues, si se toman en cuenta las muertes
por enfermedad, asesinato o ahogamiento, y las partidas, sólo 183
adolescente de los 396 nacidos atravesaron el cabo de la edad adulta. La
mortalidad por enfermedad en este nuevo grupo representa un 28.3% del total.
Finalmente, sólo 39 personas han muerto después de los 50
años, lo que significa que no alcanza a un 10% de la población la
parte que llega a superar la edad de 50 años. Este hecho no es acaso
nuevo, pues los diarios de los antiguos navegantes señalan en varias
oportunidades la ausencia o el escaso número de ancianos entre los indios
que encontraban en los archipiélagos.
La casi totalidad de las 180
personas que han muerto por enfermedades durante las 3 ó 4 últimas
generaciones no han recibido ningún cuidado ni examen médico.
Sería ilusorio formular hipótesis sobre las causa de esta
mortalidad. Los indios en general son incapaces de explicar de qué
sufren. Con mayor razón, sus recuerdos de las enfermedades que han podido
afectar a sus parientes o allegados están desprovistos de interés
y, por lo demás, son prácticamente nulos. Debemos, pues atenernos
a los casos de fallecimientos observados entre 1946 y 1948 y al examen completo,
antropológico y médico, que sufrieron entonces todos los indios de
Puerto Edén.
De las 99
personas fijadas en Puerto Edén o en las cercanías, 11 murieron
durante este período. Cuatro niños, dos de los cuales presentaban
desde el nacimiento caracteres evidentes de heredo-sífilis, murieron
antes de la edad de 3 años. Uno murió a consecuencia de una
bronconeumonía y otro murió en el curso de la ausencia de algunos
días. Como parecía estar en buena salud, es probable que haya sido
igualmente atacado por una infección pulmonar. Hay que señalar,
además, un quinto niño, que murió inmediatamente
después de nacer. Seis adultos murieron durante el mismo período,
dos hombres de 25 y 30 años y 4 mujeres de 60, 55 y 35 años. Dos
de las mujeres maduras (60 y 55 años) y un hombre y una mujer, de 30
años cada uno, murieron a consecuencia de un ictus hemipléjico. En
los jóvenes, este era ciertamente de origen sifilítico. La cuarta
mujer murió sin observaciones médicas y un joven sucumbió a
una fractura del cráneo.
Las
causas de los 33 fallecimientos que se produjeron entre febrero de 1948 y enero
de 1953 no han podido ser médicamente determinadas. Hubo cuatro muertes
por inmersión y un asesinato, que dejamos al margen, y algunos
niños muertos después de nacer. Es probable que no hayan sido
señalados por el informador. en el resto de los fallecimientos , debidos
todos a enfermedad, la repartición por edades es la siguiente: 8
niños entre 7 y 15 años, 7 jóvenes y mujeres entre 20 y 24
años, 7 hombres y mujeres entre 30 y 45 años, 6 hombres y mujeres
de más de 45 años. Durante el primer período (1946-48),
déficit demográfico no se debe tanto a una mortalidad
catastrófica como a una no renovación del grupo: 6 nacimientos en
2 años, pero tres muertes de recién nacidos heredo-
sifilícos, y también lo son los 3 sobrevivientes. Entre los
adultos, muchos de los cuales estériles, como entre los niños, las
muertes anormales se deben especialmente a las enfermedades venéreas. Los
5 años siguientes están marcados por una aceleración de la
digregación del grupo: la proporción de muertes aumenta, mientras
los nacimientos de los niños viables llegan a ser prácticamente
nulos. Más adelante nos referiremos al aspecto médico del
problema, pero es bueno señalar desde ahora sus características
más visibles.
Contrariamente
a lo que a menudo se cree, la tuberculosis no interviene prácticamente en
esta caída demográfica. El alcohólico no desempeña
sino un papel borroso. En cambio, se puede atribuir a las enfermedades
venéreas el papel más importante en la degeneración
fisiológica de la población alacalufe. No se puede adelantar con
certeza ninguna cifra de fallecimientos. Más, aunque el porcentaje de
muertes de que son responsables no sea muy elevado, debe atribuírsele un
gran número de los casos de niños muertos a temprana edad y sin
duda la casi totalidad de los casos de esterilidad.
En lo que se refiere a las dos
últimas generaciones, las que engloban a los niños actuales y a
sus padres, los recuerdos son precisos y casi seguramente completos. Ellos nos
relatan una caída demográfica brutal y catastrófica. 38% de
los niños ha muerto de enfermedad en la generación precedente, y
56.4% en la generación actual. Este aumento de 18% es poca cosa comparado
con la caída que representa realmente. La cantidad absoluta de los
nacimientos es mucho más impresionante. En la generación
precedente nacieron 184 niños. En la última, en cambio, nacieron
sólo 49, y es poco probable que nazcan muchos otros. De los 17 grupos
empadronados en el comienzo de la encuesta. 1 había desaparecido en la
generación precedente a consecuencia de la partida de sus miembros. En la
generación actual ocho han desaparecido o están en vías de
desaparecer. Los miembros de 3 de estos grupos han emigrado. Los miembros de
otros tres grupos han muerto jóvenes o no tienen hijos. En el 7º
grupo de 4 niños nacidos de tres mujeres diferentes, 4 han muerto, y en
el 8º, el único niño nacido ha muerto, mientras otra mujer
joven del grupo es estéril.
De
los 22 niños que viven aún en 1953 con sus padres alacalufes,
admitiendo qué todas las condiciones permanezcan iguales, se puede
suponer que emigrará un 34% y que los otros se ahogarán,
serán asesinados o morirán sin que se sepa por qué, y que
sólo 1 ó 2 pasarán de los 50 años. En esta
época el grupo alacalufe habrá desaparecido desde hace largo
tiempo y los últimos sobrevivientes se habrán unido a los chilotes
o habrán sido llevados a algún rincón de la Patagonia.
La
disgregación del grupo. Si se hace el balance de las causas de la
desaparición de los alacalufes introducidas por la llegada de los
blancos, se encuentran algunos factores secundarios -tabaco, alcohol, vestuario,
enfermedades pulmonares- y dos factores esenciales: sífilis y
emigración.
El
tabaco y el alcohol han tenido más difusión entre los indios de
los archipiélagos hacia comienzos del siglo, en la época de los
cazadores de focas, que en la actualidad. Ahora, la dificultad de
procurárselos hace su acción prácticamente nula. Las
borracheras de indios y loberos entremezclados eran frecuentes entonces, como lo
revelan los testimonios orales y escritos, pero no hay que olvidar que los
indios no podían procurarse alcohol o vino sino cuando se hallaban cerca
de algún establecimiento blanco o campamento chilote. Cuando regresaban a
los canales, volvían obligatoriamente a su antiguo régimen
alimenticio, pero nadie era testigo de esas fases de sobriedad. Si el alcohol ha
desempeñado una cierta función en la dislocación de la
comunidad alacalufe, ha actuado mucho menos por las taras fisiológicas
que ha podido acarrear que por la seducción que ha ejercido sobre los
indios, impulsándolos a aceptar un trabajo contrario a sus hábitos
y a sus intereses, o aun a emigrar, con la esperanza de procurárselo
fácilmente.
La
tuberculosis, como hemos visto, ha desempeñado un papel
prácticamente nulo. Por el contrario, los daños que se atribuyen
a la ropa y a las frazadas de importación no deben de ser imaginarios. En
un país en que llueve 280 días al año y donde el viento
sopla casi constantemente, es preferible una simple capa protectora de grasa
sobre la piel desnuda y algunos mantos de pieles de animales antes que vestidos
todo el tiempo húmedo o empapado. Este vestuario debe de ser responsable
de una parte de las afecciones pulmonares.
Pero estos factores tienen poca
importancia en el debilitamiento numérico y cultural de los alacalufes en
comparación con la sífilis y la emigración, que dependen de
dos campos distintos, uno médico y el otro psicológico. Hay varias
maneras de desaparecer del mapa de los pueblos vivientes. La
desaparición puede efectuarse por fusión con los grupos invasores,
o por extinción. Los alacalufes conocieron y conocen los dos procesos,
que actúan independientemente, pero cuyos efectos se adicionan. Se pueden
trazar las etapas de su acción de la siguiente manera. En las
cercanías de 1900 y en los años posteriores, contactos continuados
con los chilotes o blancos que, como se supondrá, no representaban a la
flor de la civilización, introdujeron toda una serie de cambios en la
vida tradicional de los indios de los archipiélagos. Los intereses
vitales del grupo se ensanchan o se deforman. Ya no se vuelven únicamente
hacia la caza y la pesca. Un mayor número de individuos adquiere
herramientas más numerosas, conocidas por ellos desde hacía
más de un siglo, y pronto las adquiere la totalidad del grupo. Mientras
no se trató sino de utensilios, hubo un simple mejoramiento de la vida
técnica. Mas los otros donativos hechos por los loberos a los indios a
cambio de su trabajo fueron más graves.
El sentido de un trabajo
retribuido en vestuario, en alimento y el alcohol se aprende poco a poco. Al
mismo tiempo, nacen gustos nuevos, justamente por esos vestidos y ese alcohol,
que son finalmente más dañosos que útiles a los individuos
y a la colectividad. Probablemente de este período data también el
primer quebramiento de las creencias. Mofas de los loberos y las tripulaciones,
conciencia de la ineficacia de las prácticas tradicionales frente a la
potencia de los procedimientos de los blancos, restos de la enseñanza de
lejanas misiones de Ushuaia y Dawson, desquician las antiguas costumbres. Aun
entre los alacalufes, el contacto entre dos sistemas de verdades y valores
debilita al más antiguo y engendra una especie de escepticismo, o de
vergüenza por lo que se creía tradicionalmente. En la actualidad,
las antiguas creencias no están completamente abandonadas, pero un
alacalufe se avergonzaría de aludir a ellas en público, de modo
que no se habla de ellas sino en privado, en el misterio de la choza.
La sociedad alacalufe empieza a
disgregarse. Los hombres son seducidos por un modo de vida que juzgan superior
al suyo; las mujeres, por hombres cuya riqueza y poder los acercan a los nuevos
seres superiores llegados por los canales. Hombres y mujeres se embarcan de buen
grado en las chalupas chilotas, que los llevan a Chiloé, de donde no
volverán.
Todos ellos se
sienten aún más movidos a partir desde que la vida en los
campamentos no es ya lo que era en otro tiempo. Han desaparecido las fiestas y
ceremonias. Ya no se usan las pinturas corporales, no hay sino muy raras veces
cantos y mímicas. El interés de los miembros de los grupos se
desvía de lo que constituía en otro tiempo la vida misma de la
tribu para gravitar únicamente en torno de los loberos y sus vienes
deseables. Muchos niños mueren. Los adultos por un mal conocido. Poco a
poco, una especie de desaliento y de resignación se apodera de los
alacalufes en toda su plenitud, se resisten a la atracción de lo nuevo
mejor que los jóvenes.
Unos veinte o treinta años
más tarde, por razones económicas diversas, los cazadores de focas
y las goletas desaparecieron o se hicieron muy escasos en los
archipiélagos. Se atenuó la conmoción provocada por ellos.
El alcohol se hizo raro. Los asesinatos se hicieron menos frecuentes, así
como los raptos y las partidas. Pero un mal fue reemplazado por otro.
Líneas regulares de barcos, chilenas y extranjeras, que unían
Punta Arenas y Valparaíso, emprendieron la ruta de los canales. Los
pasajeros y tripulaciones, llenos de piedad por los desgraciados indios,
desnudos al viento y bajo la lluvia, se pusieron a distribuirles de todo un
poco, utilizable o no. Los indios empezaron a habituarse a recibir por el solo
hecho de pedir. La caza y la pesca, que eran, sin embargo, las actividades
vitales del grupo, pasaron a un segundo plano, pues eran menos remunerativas y
mucho más penosas que la espera del paso de los barcos.
Hacia
1940, el gobierno chileno se alarmó ante la disminución
numérica de los alacalufes y, por iniciativa del Presidente Pedro Aguirre
Cerda, se dictó una ley de protección de los indios de los
archipiélagos. En teoría, se trataba de radicar a los indios en
Puerto Edén y de llevarlos poco a poco hacia una vida más
civilizada. El primer punto del programa fue fácilmente realizado. Las
distribuciones de víveres bastaron para atraer a los indios en torno a
Puerto Edén. En realidad, este último remedio fue el golpe de
gracia. Intervino cuando los alacalufes estaban ya en plena decadencia, y no
hizo sino acelerar el movimiento. Nada cambió en el modo de construir las
cabañas, pero estas se hicieron cada vez más sórdidas. Las
pieles de focas, ahora más escasas, fueron reemplazadas por viejas telas
de buque, menos cómodas. La higiene se hizo más deplorable. Lo que
antes hacían el viento, la lluvia y los continuos traslados en favor de
la limpieza de la choza, no fue reemplazado por nada. En adelante los indios
vivirían amontonados en camastro en una horrible promiscuidad. En una
misma choza, cuyo diámetro mayor podría tener 3 metros, viven dos
o tres familias con sus perros, es decir, una decena de seres humanos y una
veintena de perros. Es fácil imaginar lo que pueden llegar a ser las
enfermedades venéreas u otras en semejantes condiciones. La inactividad
de los hombres y las mujeres es casi total y su resistencia a la enfermedad
disminuye correlativamente a la falta de trabajo. Ya no hay ceremonias. salvo en
el caso de enfermedades graves o muertes, los contactos con lo sobrenatural no
sirven ya de gran cosa. El blanco lo proporciona todo y responde a todo. El
distribuye productos prefabricados. Las gentes, amontonadas en cabañas
más y más repugnantes, terminan de morir, esperando la
próxima distribución. Nacen pocos niños. Gran número
de ellos muere a corta edad. Los otros esperan la primera ocasión de
hacerse adoptar o raptar. No quedan del grupo sino muerte y enfermedad. La
esperanza se vuelve por entero hacia el exterior.
Lautaro
Edén Wellington. En el plano médico, mientras la población
fue nómade, era prácticamente imposible intentar nada para salvar
a los alacalufes. Cuando empezó el ensayo de radicación que, en
este sentido, hubiera podido ser eficaz, los indios eran aún varios
centenares. Un tratamiento masivo sin duda los hubiera salvado de la
extinción. Hoy ya no es lo mismo. La acción médica
habría sido relativamente fácil en el puesto de Puerto
Edén, bien instalado y con una pequeña enfermería. Si fuera
ahora emprendida, sería talvez demasiado tardía, y en todo caso,
ineficaz por sí sola.
No
basta aumentar las posibilidades de vida de un individuo. se necesita,
además, proponerle en género de vida que le sea accesible. Si la
vida nómade, tal como era practicaba en otro tiempo, no es ya posible,
por la sola razón de que es demasiado fuerte la atracción por
otros géneros de vida o en un género análogo más
cercano a sus nuevas aspiraciones, o, por el contrario, tratar de expatriarla,
de desparramarla y, finalmente, de asimilarla a otros grupos humanos. En lo que
se refiere a los indios de los archipiélagos, el gobierno chileno ha
tratado siempre de mantenerlos en sus propios territorios,
proporcionándoles mejores medios de subsistencia.
Se han ensayado tres sistemas,
con fortunas diversas. Hemos visto que se había aplicado con cierto
éxito el sistema de la reserva al grupo de los indios yaganes del sur.
Contra todas las expectativas, los últimos yaganes se han adaptado
bastante bien a su nueva condición de pequeños ganaderos y, como
han casi perdido completamente su civilización propia, exceptuando su
lengua, es probable que dentro de cualquier pobre estanciero de la costa
occidental de la Tierra del Fuego. Hemos visto también que los misioneros
salesianos de Punta Arenas habían tratado de agrupar onas y alacalufes en
torno a su explotación. La misión fue dispersada. Los indios
sobrevivientes reanudaron su vida nómade sin que la experiencia pareciera
haber dejado en ellos la huella más mínima. En cuanto a los
alcalufes, se intentó una experiencia interesante al amparo de la ley de
protección.
Un joven
alacalufe de unos diez años, que parecía particularmente
despierto, fue enviado hacia 1940 a Santiago, a una escuela de la Fuerza
Aérea. La idea consistía en darle una buena instrucción,
civilizarlo, y después devolverlo a los suyos, hacerlo jefe de su
comunidad, para llevar así poco a poco a los indios, y por intermedio de
uno de los suyos, a modificar su género de vida. Los promotores de esta
experiencia fueron militares, no psicólogos. Por una extraña
aberración, quisieron hacer del muchacho un militar, y justamente en la
rama que mejor simboliza el progreso de la civilización técnica.
En 1947, después de 8
años de vida urbana, Lautaro Edén Wellington, según su
nuevo nombre, ahijado del Presidente de la República, suboficial
mecánico de aviación, desembarcaba en Edén, con un primer
permiso de un mes. Llevaba uniforme militar, era perfectamente bien educado y de
bella presencia; hablaba en castellano correcto, aunque no había olvidado
su lengua materna. Su primera experiencia de pionero de la civilización
empezó bajo extraños augurios que no dejaban esperar nada bueno
para el porvenir. Lautaro, lleno de afectación, vanidad y suficiencia,
parecía profesar la más mortal aversión por los otros
indios y aun por sus propios padres. A su llegada, se negó a reconocerlos
y no respondió siquiera al tímido buen día que le
dirigieron. Por el contrario, los indios, sin rencor por esta actitud que no
podía asombrarlos ni apenarlos, sentían por su nuevo jefe una
admiración total, que se traducía en una subordinación
incondicionada. Por lo demás, hacia el fin de su estadía Lautaro
había modificado un poco esa actitud de menosprecio y aversión.
La obra de la civilización
empezó al día siguiente de la llegada de Lautaro. Todos los
hombres, alineados desde la mañana ante el puesto, aprendieron primero a
saludar al jefe unísono, como se practica en el ejército, y
después los primeros rudimentos militares: posición firme, marcha
al paso, media vuelta, bajo las órdenes de mando rugidas por Lautaro. En
seguida, formando filas, con la pala al hombro, se iban al trabajo, que
consistía en echar al mar metros cúbicos de barro. Esta ridiculez
dolorosa duró algunos días. Después nada. Lautaro casi no
salía de su puesto. Al final de su mes de permiso, se volvió a
Santiago. La única consecuencia durable de esta primera estada fue el
envío al servicio militar de tres alacalufes, y un poco más tarde
la partida del hermano menor de Lautaro a una escuela de Santiago.
Lautaro pasó otros dos
años en Santiago y durante ese período se casó con una
enfermera. En 1949, regresó sin su mujer a Puerto Edén, designado
provisionalmente para ocupar las funciones de radio en la estación que
debía dirigir más tarde. Durante cierto tiempo, cumplió
normalmente sus obligaciones de trabajo, hasta que, de pronto, una mañana
desapareció. En compañía de una mujer alacalufe, Lautaro
Edén Wellington, alias Terwa koyo (brazo tieso) había partido en
una canoa india.
Esta
rebelión abierta, súbita e inesperada señalaba el comienzo
de una conmoción, en la que se inmiscuyó la autoridad militar, con
su manera propia de considerar los problemas de orden psicológico. Los
alacalufes poco a poco abandonaron el puesto de Edén, para unirse a
Lautaro, que había vueltos la vida nómade en los
archipiélagos. Al mismo tiempo, la Aviación continuaba enviando
víveres para aquellos que venían a reaprovisionarse o a radicarse
por algún tiempo en Edén. Dos o tres militares -cabos u hombres de
tropa- se sucedían cada seis meses en Edén, algunos de mala
voluntad, otros incapaces, otro bien intencionado, pero inexpertos en el manejo
de los problemas de medicina de urgencia, de higiene alimenticia o de
psicología primitiva. Alternativamente, los alacalufes eran maltratados,
ignorados o colmados de atenciones que no correspondían a sus necesidades
y se desconcertaban con tantos cambios y maneras de proceder. Las
incomprensiones y los choques eran, en todo caso, cosa cotidiana entre
mentalidades tan diferentes como las de un cabo de aviación y un
alacalufe. Los indios abandonado completamente Edén cuando uno de los
jefes del puesto se puso sin razón válida a masacrar sus perros,
que son el único bien, completamente inútil, por lo demás,
al cual se hallan profundamente apegados.
Los alacalufes, cansados,
desorientados, se sentían tirantea dos entre la autoridad draconiana de
un Lautaro, que los explotaba, pero a quien querían, y la facilidad de
vida que hallaban en Edén, en la ociosidad y la abundancia relativas. Sin
embargo, en Edén, fuera de las distribuciones de arroz, pastas, legumbres
secas, leche en polvo, azúcar, no hacían nada por ellos. La
ociosidad y la vida sedentaria hacían sórdidas sus condiciones de
vida. Los cuidados médicos eran casi nulos. sólo se les
dispensaban socorros de urgencia en caso de accidente. en cuanto a los otros
cuidados, que podían atacar al mal profundo y real, estaban entregados la
fantasía de un practicante incompetente, si es que había alguno,
siempre incapaz de un diagnóstico que se imponía, o a la
impotencia de un jefe de puesto que no había recibido ni los rudimentos
de la formación indispensable. Mientras se imponía urgentemente un
tratamiento sistemático completo anti sifilíticode toda la
población, se contentaban con comprar los medicamentos más
abigarrados y con amontonarlos sin objeto en la pequeña
enfermería. Faltaban los medicamentos básicos y hasta los simples
biberones.
Mientras un
pequeño grupo, a veces compuesto de algunos individuos solamente vegetaba
en edén, Lautaro y su tripulación formaban cerca de San Pedro una
nueva comunidad india que se dedicaba a la caza de animales de piel fina. La
autoridad cerró los ojos a la deserción de Lautaro y los dejaron
trabajar con los suyos con toda libertad. Después de todo, valía
la pena haber intentado la experiencia. La comunidad tenía a su
disposición dos chalupas chilotas con sus aparejos, adquiridas
probablemente por trueques; algunos viejos fusiles, sus canoas tradicionales y
sus innumerables perros, que por esta vez servían de algo. Además
de sus dos mujeres regulares, el jefe se adjudicaba ocasionalmente a la
mayoría de las mujeres jóvenes del grupo y la vida giraba en torno
a intercambios en círculo cerrado y acuerdos con los chilotes de la misma
profesión. Las utilidades eran pocas, aun para el jefe y su
lugarteniente, que se las embolsicaban de ordinario.
Es difícil dar datos
precisos sobre este período de la vida de los alacalufes, pues, fuera de
los loberos, totalmente incapaces de observación y descripción, no
había ningún blanco de testigo. las cosas no dejarían de
presentar dificultades. estas serían sin duda resueltas a la manera
fuerte, y en cierto número de indios descontentos partieron a trabajar
con otro grupo de loberos que tienen su cuartel general en la Bahía
Istmus, mucho más al sur. Otros compartieron la suerte de los loberos
errantes, y otros volvieron a frecuentar la Bahía Edén. Sin
embargo, nunca ninguna queja ni recriminación contra el jefe ni contra
los chilotes. Para los alaclufes, esos tres años fueron un período
de euforia: libertad de acción reconquistada, retorno a la vida
nómade, posibilidad de frecuentar sin restricción a los loberos,
siempre listos para suministrarles vino o alcohol a cambio de mujeres o de
pieles, todo eso borraba fácilmente en sus recuerdos los malos tratos
habituales, su papel de esclavos y aun un salvaje asesinato.
Sin embargo, a comienzos de 1953
se produjo el drama: Lautaro, sus dos mujeres y dos compañeros se
ahogaron en Puerto calcetín, en el estuario del fiordo Baker. Ninguno
volvió a escaparse. una parte de los alacalufes volvió a
edén, otros e agregaron a loberos y el resto, dos familias, volvió
a la vida de cazadores independientes entre el norte del canal messier y el
Océano.
Hay una
solución al problema de la adaptación de los alacalufes, que no ha
sido buscada por la parte oficial, sino espontáneamente hallada por una
parte de los individuos: la emigración generalmente, sus resultados han
sido a menudo catastróficos. Los indios son propensos a contraer
enfermedades, especialmente la tuberculosis, apenas instalan en un centro
urbano. Por su misma naturaleza, diseminación en el seno de una
colectividad ya numerosa, estas emigraciones son difíciles de seguir y se
sabe poco de los que han logrado sobrevivir. Los pocos indios que habitan los
suburbios de punta Arenas o de Natales se han asimilado más o menos a las
clases más pobres de esos arrabales. La miseria y el alcoholismo son su
suerte, y aun cuando haya supervivencia, difícilmente se puede hablar de
éxito.
Hay otra clase de
semi emigración que parece dar mejores resultados y que finalmente
podría constituir la solución definitiva para los 60 indios,
más o menos, que han resistido a la diezma de la raza. Varias familias o
individuos aislados, otras veces, han ligado su suerte a la de los chilotes
taladores de bosques y cazadores, poco numerosos por lo demás, que viven
en los canales. Repetimos que estos chilotes tienen un género de vida muy
cercano al de los indios nómades. Originarios de Chiloé,
aproximadamente a 700 kms. de Puerto Edén, los chilotes parecen
pertenecer al mismo grupo humano que los alacalufes. No obstante, contactos
más antiguos, primero con los araucanos y después con los
españoles, les habrían permitido adquirir un género de vida
mucho más evolucionado. esta asimilación por intermedio de los
chilotes podría ser la mejor, y es la que elige espontáneamente
cierto número de alacalufes.
Desgraciadamente los chilotes de
los archipiélagos representan casi siempre a los inadaptados de su grupo,
a los que no han triunfado en sus islas y que vienen a intentar aventura
más lejos, fuera de todo control y compulsión. en estas
condiciones, la asimilación a menudo se torna de catástrofe, y
actualmente les está prohibido en principio a los loberos venir a Puerto
Edén. Sin embargo, la fusión de los dos grupos es inevitable y
puede ser deseable. pero no tendría sentido sino en la medida en que unos
y otros pudieran encontrar en Puerto Edén no solamente víveres,
sino también rudimentos de instrucción para los hijos y sobre todo
los cuidados y tratamientos médicos que se imponen.
Dr. GUY DINGEMANS. L´avenir de I´Amérique Latine
transformée par la médecine moderne. La Presse Médicale,
1953, 61, n. 51, 54, 57, 59.