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Capítulo Tercero

Las antiguas poblaciones de los archipiélagos

1. Las áreas del nomadismo


Los indios nómades del Extremo Sur. Se acostumbra aplicar el término no impreciso fueguinos a las diversas poblaciones de indios nómades, cazadores, pescadores, que ocupaban la isla grande de la Tierra del fuego y la franja insular que se extiende desde la isla de Chilóe al Cabo de Hornos. Los antiguos navegantes llamaron a menudo fueguino aun a los patagones o, mejor dicho, a los tehuelches, que hallaban en las costas del Sur del Atlántico. El término fueguino que, en su origen, designaba a los habitantes de la Tierra del Fuego, adquirió así poco a poco un sentido mucho más general y, por lo mismo, más vago. No corresponde, por lo demás, a ninguna realidad étnica precisa, pues los antiguos habitantes de la Tierra del Fuego incluían representantes de dos grandes grupos humanos que constituían la población indígena del extremo sur americano. Es preferible, entonces, dejar a este antiguo hombre su valor histórico, rico en recuerdos y en detalles pintorescos, y evitar utilizarlo para estudios etnológicos.
Los datos recientes, por lo demás bastante dispersos, permiten, en efecto, distinguir entre los indios del extremo sur dos grandes grupos etnólogica y antropológicamente distintos: los indios de la Pampa y los indios de las costas y de las Archipiélagos. A estos últimos se aplicó con más frecuencia en nombre de fueguinos. Los tehuelches, los antiguos patagones, habitaban la meseta patagónica austral, es decir, la región que se extiende entre el Estrecho de Magallanes, la costa atlántica y la precordillera. Eran de alta estatura y su actividad principal era la caza del guanaco y del avestruz americano, el ñandú. Ignoraban el uso de la canoa. sus pariente cercanos de la Tierra del Fuego, los Onas, tenían un género de vida más o menos semejante. En contacto hacia el sur con los indios de la Pampa, los nómades insulares poblaban toda la falda occidental de los Andes, desde el archipiélago de Chilóe hasta el Cabo de Hornos. Vivían esencialmente de la caza de focas y de la pesca de mariscos. Se dividían en varios subgrupos, bastante parecidos antropológicamente, y de una organización material y social más o menos idéntica. Esos subgrupos eran, de norte a sur, los chonos, hoy desaparecidos; los alacalufes, que son el tema central de este estudio, y, en la región del canal Beagle, los yaganes.
Los indios de la Pampa. Los tehuelches y los Onas han desaparecido casi completamente. Excavaciones recientes -las de Bird y las nuestras[12] -, han mostrado que la extremidad meridional de la Pampa estuvo poblada desde el comienzo de los tiempos postglaciales, hace más o menos unos diez mil años. Lo que conocemos de los hábitos de los tehuelches, según los relatos históricos, muestra que los territorios del Sur constituían terrenos de caza estival y que el centro de la población se hallaba más al norte.
El caballo, que fue traído a América por los conquistadores, fue conocido por los Patagones desde el siglo XVII, y les permitió realizar giras considerables, desde la región de la Plata hasta la orilla norte del Estrecho de Magallanes. Según los relatos de Faulkner, misionero del siglo XVIII, y de algunos viajeros que en el siglo pasado compartieron la vida de estas tribus[13] , parece que los Tehuelches, los más meridionales entre los indios nómades de la inmensa Pampa argentina, no fueron nunca tan numerosos: unos pocos miles de individuos a lo más en todo el territorio que se extiende desde el Río Negro hasta el estrecho de Magallanes. El conjunto de los indios de la Pampa formaban tribus belicosas cuyas alianzas se establecían y deshacían al tenor de las circunstancias. es probable que los territorios de guerra fueran mucho más extensos que los territorios de caza.
Los relatos mención varias veces a tribus más australes con las cuales los Tehuelches estaban en malos términos. Es probable que se trate de los indios nómades de los archipiélagos que se aventuraban a la parte oriental del estrecho, pues, si los Tehuelches y los Onas desconocieron el uso de la canoa, no podían, en consecuencia, atravesarlo.
Poco a poco, como ocurrió, por lo demás, en todas partes en la América del Sur, las poblaciones indias retrocedieron o desaparecieron ante la invasión de los blanco. hacia 1880, se contaba aún un centenar de tehuelches que practicaban el nomadismo restringido en la parte chilena de la Patagonia. A comienzos del siglo, para evitar los choques con los estancieros recién instalados, y el robo de las ovejas que para estos nómades cazadores eran una pieza de caza igual a cualquiera otra, se otorgó a los Tehuelches una concesión de 10.000 hectáreas en la cual pudieran vivir libremente bajo la autoridad de su ultimo cacique, Mulato, según cuenta la tradición oral de Punta Arenas. Poco a poco, sin embargo, su grupo se desparramó y desapareció. De él no quedan en la Patagonia chilena sino algunos individuos aislados que trabajan como peones y como pastores en las estancias. En el sector argentino, los Tehuelches han subsistido más largo tiempo. Quedan todavía unos 400, mestizos en su mayoría, que viven en una reserva de la provincia de Chubut. Están casi totalmente asimilados, y su lengua, que todavía hablan, es el único vestigio viviente de su antigua civilización. Desgraciadamente es poco conocida[14].
Los Onas tenían un género de vida bastante semejante al de los Tehuelches, pero, limitados a las estepas atlánticas de la Tierra del Fuego, practicaban el nomadismo en menor escala. No se sabe prácticamente nada de la prehistoria de los Onas, ni siquiera de su pasado más , reciente. Antropológicamente, sin duda se emparientan con los indios grandes de la Pampa. Su llegada a la Tierra del Fuego sigue siendo un problema. No es imposible que en otros tiempos conocieran, o que hayan sido transportados, tal vez en varias ocasiones, por los nómades de los archipiélagos, con los cuales los nómades de la Pampa podían estar en relaciones de hostilidad o de comercio. Hay, sin embargo, otras hipótesis: el Estrecho de Magallanes es el vestigio de un rosario de antiguos lagos glaciales cuya comunicación con el mar es acaso bastante reciente, del orden de algunos miles de año. Los antiguos pueblos de la Pampa han podido frecuentar los llanos pantanosos que bordeaban esos lagos en aquellos tiempos remotos y un grupo pudo hallarse aislado en la isla grande en el momento de la ruptura, fuese ésta progresiva o catastrófica. Los Onas de la Tierra del Fuego han tenido numerosos contactos con los Yaganes, los más meridionales entre los nómades de los Archipiélagos, según constan varias ocasiones en los textos.
Los Onas expulsados y masacrados por los primeros colonos de la Tierra del Fuego, están prácticamente extinguidos. En territorio chileno, se conocen aún algunos individuos de descendencia ona, pero casi todos son mestizos. Trabajaban en la estancia y están completamente asimilados. En Argentina un pequeño grupo subsistente en la región de Río Grande, todos ellos, igualmente, muy mezclados.
Chiloé y los chilotes. En la franja insular que, desde Chiloé al Cabo de Hornos, se extiende a través de 12º de latitud, no existe ningún centro de población blanca estable. Los únicos establecimientos de la zona austral son Punta Arenas (36.000 habitantes), situada en el Estrecho de Magallanes, y Puerto Natales (8.000 habitantes), situada en el Seno de Última Esperanza, en el límite de la meseta patagónica y de los Archipiélagos del Oeste, a 350 kms. de la anterior por vía terrestre. En el extremo Norte de la zona de los Archipiélagos, la isla grande y los archipiélagos de Chiloé están hoy habitados por una población blanca poco numerosa y por los descendientes, más o menos mestizos, de la población indígena prehispánica. Por más de dos siglos (1567-1826), Chiloé fue el bastión más meridional del Virreinato del Perú, y la ocupación española modificó notablemente la composición étnica de la provincia. Sin embargo, la población indígena conservó la mayor parte de sus caracteres antropológicos, los cuales, según parecen, están muy cerca, si es que no son idénticos, a los de los Alacalufes[15] .
La población de la provincia de Chiloé, ha consecuencia de la explotación de los recursos naturales, pesca e industrias forestales, se difunde actualmente hacia el sur, hacia las islas Guaitecas. Más al sur, el archipiélago de los Chonos está aún desierto, desde que la antigua población indígena que lo habitaba se extinguió.
Según una costumbre que tiene ya por lo menos medio siglo , cierto número de chilotes abandona cada año sus islas y adopta una existencia nómade de los archipiélagos de la Patagonia occidental, desde el Golfo de Penas al Cabo de Hornos. Su ocupación principal es la caza de animales de piel fina. Otras veces son cortadores de árboles, pescadores de moluscos y crustáceos y, en este caso, trabajan por cuenta de pequeñas empresas de Punta Arenas o de Puerto Natales. Terminan a menudo por radicarse en uno u otro de estos dos centros urbanos de la provincia de Magallanes, donde se dedican a profesiones más lucrativas.
En sus excursiones en chalupa a través de los archipiélagos, se mezclan con las poblaciones alacalufes y yaganas. En efecto, su presencia en los canales responde más a un espíritu de aventura y de independencia y una imposibilidad de adaptación a una vida más regular que a la necesidad de hallar un trabajo más remunerador que en Chiloé. Viven prácticamente al margen de todo control administrativo y ejercen sobre los últimos indios nómades la más nefasta influencia, pues se llevan como marineros a los hijos, se roban las mujeres, propagan el gusto desenfrenado por el alcohol y contribuyen a la propagación de las enfermedades venéreas.
Los chonos. Entre el Golfo de Penas y de islas meridionales de l archipiélago de Chiloé vivieron hasta fines del siglo XVIII los indios Chonos. La mayoría de ellos eran nómades, pero su género de vida era poco más evolucionado que el de los alacalufes. Su ambiente geográfico y sus recursos naturales eran sensiblemente idénticos. Nuestros conocimientos sobre las relaciones entre los dos grupos, chonos y alacalufes, y sobre la extensión territorial en cada uno de ellos, son reducidos e imprecisos. Desde hace por lo menos siglo y medio, los chonos desaparecieron completamente, por alguna razón desconocida. Verosímilmente se retiraron más al norte y se fundieron con la población chilota. Cuando Darwin visitó, en 1835, las islas Chonos, hacía ya mucho tiempo que no vivía allí ningún indio. No halló otro ser humano que cinco marinos que habían desertado un ballenero norteamericano y que desde hacía 15 meses vagaban por sus costas desoladas, sin víveres, sin ropa y sin instrumentos para construir una embarcación y reemplazar la que se les había destruido cuando llegaron a tierra.
Según sus propios testimonios actuales, los alacalufes pasaban frecuentemente, hasta hace no mucho, la región costera del Golfo de Penas, por lo menos hasta la bahía de San Quintín, pero es difícil hacerles precisar hasta dónde llegaban hacia el norte. ¿Cuáles fueron en otro tiempo sus relaciones con los chonos? No poseemos, en este respecto, sino los relatos de los misioneros jesuitas de los siglos XVII y XVIII que visitaron los dos dominios, relatos extremadamente sucintos, pero, sin embargo más autorizados que los navegantes que frecuentaban esas regiones.
Los documentos más antiguos y más explícitos se remontan a 1611, cuando el centro de evangelización de Chiloé extendió su acción a las islas del sur. Desde 1608, los jesuitas del Paraguay habían fundado la misión de Chiloé y de las islas adyacentes. En 1611 y 1613, los padres Venegas y Ferrufino, y después el padre Mateo Esteban, emprendieron dos largos viajes a través de las islas Chonos. La mayor parte de los documentos relativos a estas expediciones, y uno de ellos sería inestimable desde el punto de vista lingüístico, desgraciadamente a desaparecido. Los misioneros mencionan a los huiles - es decir, gentes que vivían al sur del Golfo-, que serían los alacalufes, de quienes los chonos solían apoderarse para utilizarlos como esclavos y venderlos a los españoles. Este no puede ser sino un hecho posterior al establecimiento de los españoles en Chiloé en 1567.
La relación del Padre García Martí, que en 1766 hizo un viaje al sur del Golfo de Penas, señala que los indios chonos y los del sur estuvieron varias semanas juntos banqueteándose alrededor de una ballena varada, después de lo cual se aprovechó la reunión para arreglar algún antiguo diferendo entre los dos grupos, lo que arrojó un saldo de 11 muertos.
Algunos años más tarde, los padres Benito Martín y Julian Real organizaron también una expedición al sur del Golfo de Penas, para ganar a los indios gentiles a la Misión de Chiloé. Los intérpretes chonos que los acompañaron conocían la lengua de los Alacalufes.
Estos escasos documentos nos revelan la existencia de contactos ,más o menos esporádicos e intercambios más o menos amistosos que podían producirse entre los alacalufes y los chonos. Los otros textos antiguos no nos dicen más. Por desconocimiento de los vestigios arqueológicos de los archipiélagos al Norte del Golfo de Penas, por el momento es imposible obtener datos más precisos sobre la extensión de los antiguos ambientes chonos. Por lo menos durante un tiempo, el límite de los dominios, alacalufe y chono, seguirá siendo confuso.
No parece que los alacalufes hayan obtenido, por medio de esos contactos, mejoramientos en su cultura material y en su género de vida. Los dos grupos eran nómades marinos y es posible que sus territorios de caza hayan sido comunes por lo menos hasta el Norte de la península de Taitao. En cuanto a la cuestión del paso del Golfo de Penas, que podría parecer un obstáculo infranqueable para canoas de cortezas o de tablas cosidas, no es necesario plantearla. El borde oriental del Golfo de penas no es más difícil de atravesar que muchas otras regiones de los archipiélagos. Los refugios naturales son allí muy numerosos y es fácil llegar al istmo de Ofqui, atravesarlo cargando las embarcaciones por una milla y encontrarse en el territorio que se atribuye a los chonos. Esta travesía la han hecho muchas veces algunos alacalufes actualmente vivos. Sea como fuere, la zona de expansión de los alacalufes hacia el Norte sigue siendo imprecisa.
Los yaganes. El otro extremo de dominio de los alacalufes, al Su del Estrecho de Magallanes, es decir, la región del Canal Beagle, de Navarino y de las islas adyacentes, hasta hace un siglo estaba poblado por grupos de yaganes nómadas. Su civilización era la de los nómades del mar, cazadores y pescadores, ligeramente modificada por la presencia de numerosos rebaños de guanacos en Tierra del Fuego y en Navarino, y por sus contactos con los Onas. Los testimonios históricos y los vestigios arqueológicos abundantes, atestiguan una evolución técnica más avanzada que la de los otros nómades de los archipiélagos.
El pasado próximo de los yaganes es, por lo demás mejor conocido que el de los alacalufes. En 1850, fue fundada una misión anglicana en la bahía Banner, en la isla Picton, por Allen Gardiner, con el fin de evangelizar y civilizar a los yaganes. Después de años de trágicas peripecias, la misión logró prosperar, bajo la dirección del pastor ingles Thomas Bridges, reinstalado en Ushuaia. Allí estableció un centro de atracción para los pocos cintos de yaganes que vagaban por la zona. Se fundó una escuela en la que los padres dejaban a sus hijos por largos períodos. También funcionaba un hospital. En 1885, se declaró una epidemia de rubeola en Ushuaia. La enfermedad, completamente desconocida en los archipiélagos, adquirió una forma fulminante. Más de la mitad de los 949 registrados por la Misión desaparecieron. Esta catástrofe señala el comienzo de la extinción rápida del grupo yagán que no cuenta hoy sino con 27 representantes, que viven en una reserva que les ha concedido el gobierno chileno, en Mejillones, en la costa norte de la isla de Navarino. Han abandonado completamente la vida nómade y, bajo la dirección de su jefe José Milicic, que habla en español muy correcto y que ha viajado a las Islas Falkland, viven del producto de unas cuantas vacas, algunas ovejas y caballos. Desde 1840 hasta nuestros días, la historia de los yaganes bastante conocida, por los relatos de los misioneros y por los trabajos de Gusinde y Koppers[16] .
Los alacalufes. Entre los grupos humanos del extremo sur, los alacalufes son los que ocupan los territorios más extensos, cuyos límites nos son conocidos a la vez por la repartición de los vestigios arqueológicos, los documentos históricos y los relatos de caza o de viaje de los últimos sobrevivientes. SEgún la opinión más comúnmente admitida, su área de población se extendía solamente en los archipiélagos de la Patagonia Occidental, es decir, desde el Golfo de Penas hasta el Estrecho. En realidad, los límites de su territorio son menos precisos. Su vida de nómades marinos, su cultura material extremadamente precaria, su estructura social se presta a desplazamientos considerables. Sus giras no se detienen sino cuando chocan con condiciones geográficas diferentes, en las que no encuentran ya sus elementos habituales de subsistencia, o en la cercanía de grupos más dispuestos u hostiles. Sólo el ambiente marino les resulta acogedor. Las inmensas extensiones desnudas de la Pampa que encuentran al término de sus viajes hacia el Este los inquietan y rechazan. Sus relaciones con los pueblos de esas regiones, onas y tehuelches, se limitaban en otro tiempo a trueques o batallas.
Cuando se delimita el área de extensión de los alacalufes, a menudo se olvida tomar en cuenta a los conjuntos marinos que se internan profundamente en el Continente al norte del Estrecho de Magallanes, en la vertiente oriental de la Cordillera. En la vasta región de los golfos de Ultima Esperanza, por una parte, y de los mares de Skyring y de Otway, por otra , así como en todas las ramificaciones de sus fiordos estrechos y canales, las condiciones geográficas cambian al pasar del mundo marino al mundo de la Pampa. En una ancha banda costera, la estructura montañosa de los archipiélagos cede su lugar a espacios más desprendidos que anuncian la meseta patagónica. Esas dos regione seran igualmente frecuentadas por nómades marinos, así como lo atestiguan los vestigios arqueológicos.
El acceso al conjunto geográfico de Última Esperanza se obtiene, sea por el lado de los archipiélagos, por el estrecho paso de Kirke, sea al sur del seno Obstrucción, por un istmo estrecho, poco elevado y fácilmente atravesable cargando los botes por una senda jalonada de lagos que da al mar de Skyring. Sólo desde hace poco los sitios de campamento de Última Esperanza dejaron de ser frecuentados por los alacalufes. En torno a los recientes frigoríficos, situados en el centro de una región ganadera, surgió la villa de Puerto Natales, que fue un centro de atracción para algunos alacalufes. Los chilotes constituyen parte importante de la población obrera y dan a la ciudad un aspecto menos cuidado que el de Punta Arenas. Mujeres alacalufes se han casado con chilotes o algunas veces con blancos que ejercen profesiones ambulantes. Se puede decir que, desde la colonización de Última Esperanza, los alacalufes no han hecho ya viajes por esta región sino cuando eran traídos por chilotes. En sus migraciones tradicionales hacia el sur, ya no van más allá del paso Kirke.
Al sur del Golfo Obstrucción, se halla el istmo mencionado más arriba, el camino de los indios, que da acceso al mar de Skyring. Por su lado oriental, el mar de Skyring, cuyas numerosas islas muestran huellas de ocupación alacalufe, es en una gran extensión vecino de la meseta patagónica, y se puede comunicar directamente, por una serie de llanos escalonados, con las soledades de la pampa austral, sin tener que atravesar bosques ni regiones montañosas. Actualmente los alacalufes han desaparecido del Skyring a causa de la crianza de ganado. Se ignora casi todo lo que respecta a la naturaleza de las relaciones que han podido tener en otro tiempo con los tehuelches en esta región. Fitz Roy menciona solamente que en 1830 los alacalufes practicaban allí trueques con los tehuelches: piritas de hierro a cambio de instrumentos de piedra y pieles de guanaco. En realidad, nada se sabe acerca de la frecuencia de tales contactos, sus repercusiones culturales entre dos civilizaciones muy diferentes ni acerca de la posibilidad de ciertos cruzamientos.
Dos estrechos abren comunicación con el mar de Skyring: uno, el canal Gajardo, con el Estrecho de Magallanes; el otro, el canal Fitz Roy, con el inmenso Golfo de Otway, cuya orilla oriental podía ser frecuentada por los tehuelches. El sistema complicado de Otway no tiene más que una salida marina hacia el estrecho, el canal Jerónimo, donde se encuentran muy numerosas huellas de campamentos alacalufes. Estos disponían, igualmente, de un sendero a través del bosque y podían cortar así la península de Brunswick y llegar por tierra, a la altura del Puerto de Hambre, al Estrecho.
Desde el siglo XVI, los diarios de a bordo mencionaban los encuentros frecuentes de anoas de indios y de cabañas habitadas en los dos costados del Estrecho. Estos documentos no prueban por sí solos que esta región haya sido más poblada que las otras, pues hasta el siglo XIX fue la única regularmente visitada por los blancos. Pero la abundancia de vestigios muestra que un gran número de bahías de la costa norte del Estrecho, especialmente, estaban habitadas y lo estuvieron de una manera más o menos continua hasta una época contemporánea. En sus conversaciones, los alacalufes mencionan sus estadas en la bahía Fortescue, en la bahía aguila, pero no más allá en dirección a Punta Arenas. Probablemente, desde la fundación de Punta Arenas (1842), los alacalufes cesaron de frecuentar esa parte del Estrecho, pero en otro tiempo su dominio se extendía mucho más al Este. La costa montañosa y boscosa se detiene en Cabo Negro, que marca aproximadamente el límite de su territorio por el lado oriental. No es imposible, sin embargo, que éste se haya extendido hasta la bahía San Gregorio, que está enteramente rodeada de conchales importantes. En esta parte de la costa, ciertamente mantuvieron contactos más o menos pacíficos con los tehuelches. Un relato de viaje del siglo XIX[17] menciona la presencia de un alacalufe en un grupo de tehuelches a caballo.
La costa sur del estrecho, extremadamente despedazada, no ha sido explorada desde el punto de vista arqueológico. Sólo las relaciones de viaje hacen mención de campamentos, verosímilmente alacalufes, en las numerosas bahías de las islas Desolación y Santa Inés. Los viajes de los alacalufes se prolongaban a las costas de la isla Dawson y del golfo de Almirantazgo, a los canales Gabriel, Bárbara, Magdalena, como lo revelan las huellas de campamentos y los recuerdos de algunos indios actuales. Los alacalufes podían estar en contacto con los onas en las cercanías de la Bahía Inútil, pero no se sabe si estas relaciones fueron pacíficas o belicosas. No obstante, algunos onas actualmente vivos descienden de madre alacalufe.
Lámina III
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Lámina IV

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7. Yuras, 55 años († 1959)
8. Terckstat, 27 años, caso de senilidad precoz († 1947)
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9. Kankstay, 30 años
10. Kyewaytcaloes, 45 años

En cuanto a la franja insular meridional, parece haber sido a la vez dominio de los alacalufes y de los yaganes, si damos fe al testimonio de varios de ellos que afirman haber estado en relación con "los indios del sur". Por lo demás, es difícil distinguir las huellas de los unos de las huellas de los otros en los vestigios arqueológicos acumulados en las islas del extremo sur y determinar los límites de sus áreas respectivas, si es que fueron diferentes en una época remota. Si bien es posible establecer una distinción lingüística entre los dos grupos, sus características antropológicas, las formas de su vida material y social son idénticas, salvo en detalles. Se puede legítimamente pensar que unos y otros han tenido en esta región del extremo sur contactos más numerosos y estrechos de lo que generalmente se cree.
Los territorios precedentemente descritos no están ya habitados por los alacalufes que, muy escasos en la actualidad, no frecuentan ya casi sino la zona central de los archipiélagos occidentales. El laberinto insular que se extiende en una estrecha faja entre la Cordillera austral y el Pacífico ha constituido el último dominio de los alacalufes. Acaso en este vasto territorio, severamente aislado de todo contacto humano, llegaron los alacalufes por fin a diferenciarse de sus parientes cercanos del norte y del sur, los chonos y los yaganes.
Prácticamente, en estos archipiélagos centrales, a causa de su escaso número, todos los sitios habitables han sido habitados, pero la abundancia de los sitios no es necesariamente el signo de una población numerosa cuando se trata de nómades. Los puntos habitables están limitados, por una parte, a algunas estrechas playas que sirven de refugio a ocasionales campamentos y, por otra parte, a playas más abiertas que han sido habitadas de una manera continua por una población siempre cambiante. Los sitios temporales son muy numerosos, pero esta abundancia de lugares de campamento no corresponde sino a los incesantes desplazamientos de la población: los conchales que allí se encuentran son generalmente poco importantes. Aun en las playas que bordean a las bahías privilegiadas, no se hallan conchales muy espesos, como en Navarino, sino una multitud de montones vecinos unos a otros. Tal desparramamiento no permite sino estimaciones vagas sobre la densidad de la población indígena de los archipiélagos, falseadas a consecuencia del efecto destructor de las abundantes precipitaciones.
Los sitios privilegiados elegidos por los alacalufes para una residencia prolongada son escasos. Deben presentar ciertas condiciones de exposición, de abrigo y de espacio favorables a la vida colectiva. Bahías como las de Edén, de Puerto Grapler, de Puerto Bueno y de Muñoz Gamero, para no citar sino algunas, parecen haber sido permanentemente habitadas. En su vida errante, los alacalufes tenían una preferencia marcada por ciertos sitios próximos al Pacifico que llegaban a ser así lugares de paso y de habitación temporal muy frecuentados. Nadie podría decir por qué ni explicar las razones de esta preferencia, tal vez sentimental. Las islas y canales que están cerca del Pacífico son más inhospitalarios que los otros. Sin embargo, si nos fundamos en el número desde nacimientos y defunciones que se han producido allí en una época reciente, e puede estimar que el canal Fallos, los archipiélagos Guayaneco y Madre de Dios, la red complicada de canales entre el canal Castillo y el Canal Ladrillero, el Brazo Norte y el canal Picton eran centros preferidos de estancia.
En cuanto a la opinión difundida de que los alacalufes y los yaganes tenían divisiones territoriales asignadas a cada familia, y que después de cada uno de sus viajes volvían siempre al mismo punto, no se encuentra ninguna confirmación histórica o actual de ella.

2. Evolución de los Alacalufes desde el siglo XVI al siglo XX


Los documentos históricos. Desde que Magallanes divisó por primera vez las costas del Estrecho que lleva su nombre y no vio en él otros signos de vida humana que fogatas que brillaban en la orilla, hasta la época de la casi total desaparición de los indios del extremo Sur, no hubo nunca datos precisos acerca del número de los alacalufes. Sólo los últimos sobrevivientes han podido ser contados con exactitud.
Durante mas de cuatro siglos, las expediciones de toda clase, militares, hidrográficas, científicas, suministran sobre los archipiélagos de Magallanes y sus habitantes una documentación copiosa, pero de valor desigual. Los diarios de navegación, en particular los de los siglos XVI y XVII, podrían formar una suma de etnografía histórica, muy incompleta, por cierto, pero de gran valor, a la cual las más recientes observaciones no aportan a menudo sino complementos de detalle. Por lo demás, los marinos estaban indicados para observar con justeza y precisión la vida de esos otros marinos que eran nómades alacalufes. Todos estos documentos, por interesantes que sean, no suministran ninguna información, siquiera aproximada, acerca de su número. Por falta de cifras, aún las apreciaciones sobre la densidad de la población son imposibles.
Hacia fines del siglo pasado, época en la cual el reconocimiento geográfico de la Patagonia Occidental estaba a la orden del día, subsiste la misma laguna. Es cierto que el censo de una población sin cesar errante, inaprensible, que huía del blanco y podía esconderse en los más inaccesibles rincones, habría sido bien ilusorio. Como no se conocía en su totalidad el área de distribución de los alacalufes, se creía que cada grupo encontrado en cualquier punto de los archipiélagos era una tribu aparte, distinta de los grupos vecinos. Así es como los alacalufes han sido distribuidos en una serie de grupos étnicos correspondientes a subdivisiones geográficas. No imaginaban que estos nómades puedan moverse a través de considerables distancias. En el tiempo del Padre García Martí, por ejemplo, en 1746, los indios que vivían al Oeste del Canal Messier fueron llamados los Kailen y los que frecuentaban el Canal Messier eran los Tayalaf. Más tarde, se distinguió a los Lecheleyesk, los Yekenawer, los Huemul, los Petcherey, etc. Tales divisiones étnicas están absolutamente desprovistas de fundamento cuando se aplican a una población que en el curso de un mismo año puede vivir en los dos extremos de su dominio y recorrer en un mismo viaje varios centenares de millas. El que tal o cual familia
o grupo de familias tenga sus campamentos predilectos, no tiene nada que ver con subdivisiones étnicas. En el curso de cuatro siglos de exploración, los navegantes han encontrado alacalufes en todos sus itinerarios, en todas las bahías en donde anclaron, en todas las costas donde naufragaron naves. Los indios estaban casi siempre diseminados en pequeños grupos a lo largo de los archipiélagos.
Ladrillero fue el primero en recorrer durante los años 1557 y 1559 toda la franja costera de la Patagonia Occidental. Encontró alacalufes en el canal Fallos. Más tarde, el corsario Francis Drake los vio en el canal Jerónimo y en las islas Ayautau. En el curso de un primer viaje de exploración, Sarmiento de Gamboalos hallo en todos los puntos situados entre el Golfo de Penas y el Cabo Pilar, así como en las dos costas del Estrecho. Uno de los barcos de Sarmiento naufragó al Sur de la isla Wellington y las tripulaciones españolas vivieron durante varios meses en la vecindad de los alacalufes. Cuando sarmiento volvió al estrecho para establecer allí dos colonias, los 400 españoles de la ciudad del Rey Felipe tuvieron que defenderse contra los indios durante tres años.
En 1609, los misioneros establecidos en Chiloé hicieron un viaje a la parte más septentrional del territorio de los alacalufes, que hallaron más inhóspita que la isla de Chiloé y que los archipiélagos Chonos, pero en la cual no hallaron "sino pocos sitios sin habitantes". En 1779, los Padres Benito Martín y Jualián Real visitaron los mismos parajes y hallaron gran número de indios. Decidieron a 33 para que se vinieran con ellos a la Misión de Chiloé. En otro viaje, los Padres Menedez y Vargas se llevaron a 31. El último misionero que visitó a los alacalufes, en la boca norte de los canales Messier y Fallos, el P. García Martí, señala que existen en todas las radas cabañas con recientes señales de haber sido habitadas.
En 1785 y 1786 tuvo lugar una importante expedición hidrográfica realizada por la fragata Santa María de la Cabeza. El diario de a bordo señala agrupaciones de indígenas que comprendían 60 ó 70 individuos, formadas de familias independientes, compuestas a su vez por 8 a 10 personas. de los 200 indios observados en la parte occidental del estrecho, "no más de tres son ancianos, y entre los otros no hay uno solo que parezca haber llegado a los 40 años. Se puede, pues, concluir con algún fundamento que su vida normal no supera ese límite. Diversas causas influyen sobre la suerte de esos desgraciados salvajes: la gran facilidad con la cual satisfacen sus necesidades basta para hacerlos perezosos e indolentes y, aun sin eso, los bosques impenetrables en que viven, la dureza del clima, que los obliga a vivir constantemente cerca del fuego, sin ejercicio, contribuyen al mismo efecto. Esta vida inerte influye de una manera desastrosa sobre el físico. La humedad perpetua en la cual están sumidos es otro enemigo de la salud del hombre. La malignidad del aire que exhalan las plantas de los bosques húmedos y sombríos es muy perjudicial. Su extraordinaria afición por la carne cruda y podrida de ballena no puede dejar de ocasionarles importantes enfermedades. Por otra parte, se puede observar que, a pesar de todo, no están habituados a soportar el frío: dan diente con diente en medio verano, y es evidente que muchos de ellos, principalmente los que estaban afligidos de alguna enfermedad, mueren a causa del rigor del invierno".
Las observaciones de los comandantes Parker King y Fitz Roy, durante dos viajes efectuados de 1826 a 1836, precisan que los indios que vivían entre el Cabo froward y el Golfo de Penas debían pertenecer al mismo grupo y que eran probablemente numerosos. Apenas veía pasar un barco, surgía un centenar y aún más, y cuando están en buen número, no vacilan en atacar embarcaciones. Como signo de reunión, se elevan humos a través de millas y millas a lo largo de la costa, y de cada caleta surge una canoa de indios que se dirige hacia el barco. Las observaciones de los dos marinos ingleses son particularmente interesantes, puesto que ellos recorrieron los archipiélagos en todos los sentidos, mientras la expedición de la Santa María de la Cabeza estaba limitada al Estrecho.
Los que intentaron establecer un verdadero censo, como quiso hacerlo Weigardt en 1882, no tuvieron ningún resultado aceptable, pues sus observaciones no se hicieron sino en fracciones del territorio ocupado por los alacalufes. En el curso de un año de exploraciones en el archipiélago de la Reina Adelaida y en el Estrecho, el capitán Pacheco, en 1912, no encontró sino cabañas abandonadas y una sola familia de indios. El fue el primero en señalar la desaparición de los alacalufes. Con razón o sin ella, atribuyó esta desaparición al abuso de alcohol y de tabaco que habían suministrado a los indios los loberos de Chiloé o de Punta Arenas que frecuentaban la región hacia esa época. "Cualquiera que sea la causa, escribe, lo cierto es que la población indígena ha disminuido mucho". Por interesante que sea, el alcance de su observación está limitado a la región de los archipiélagos de la Reina Adelaida y del Estrecho.
Estos pocos ejemplos, escogidos entre los más significativos de las relaciones de viaje en los archipiélagos, muestran que no se posee ningún documento completo sobre el conjunto del problema demográfico. Un gran número de estos relatos de los navegantes de los siglos XVI al XX, contienen observaciones etnográficas de una sorprendente exactitud e informaciones valiosas sobre el área de dispersión de los alacalufes, pero nada que pueda ser considerado siquiera como aproximativo acerca de la densidad y su número. En la historia reciente de la exploración de los archipiélagos y en las tradiciones orales actuales, se hallan a veces apreciaciones cifradas, pero habría que preguntarse en qué se fundan. Tales indicaciones deben ser siempre acogidas con escepticismo y es preferible buscar en los mismos textos informaciones menos precisas, pero más significativas. Todo dato numérico sobre la población de los archipiélagos -sin que haya que poner en duda, sin embargo, la buena fe y la objetividad de los narradores- carecían de fundamentos. Casi siempre se trata sólo de encuentros de algunas canoas de indios en el curso de alguna navegación. Las bahías abrigadas en las que anclaban los barcos eran también sitios de campamento, escogidos por las mismas razones por indios y por blancos. Otras veces, la presencia insólita de un buque atraía a indios dispersos en torno al punto de anclaje. Por lo demás, las noticias circulan con rapidez, aun en los sitios más remotos del mundo, y cualquiera estada más o menos larga de un barco provocaba una reunión de nómades que podían venir de muy lejos. Se ha podido anotar con exactitud el número de personas así reunidas, y las cifras ordinariamente no pasan de unas cuantas decenas, que representan la población momentánea de un territorio completamente indeterminado y pueden dar una falsa impresión de densidad. A la inversa, numerosos sitios de campamentos estaban situados al margen de las rutas habituales y la importancia de su población escapaba, entonces, a los observadores. En ausencia de empadronamientos sistemáticos, y también a consecuencia de que a menudo los narradores descuidan indicar sus fuentes de documentación, será preciso tener como dudosas todas las cifras anticipadas. se puede decir que hasta una época muy reciente, hacia 1940, nunca se tuvieron informaciones válidas acerca del número de los habitantes de los archipiélagos de la Patagonia Occidental. Según nuestras propias investigaciones, estimamos que el número de los alacalufes podía elevarse, a fines de siglo pasado, a uno o dos millares.
Contactos con los chilotes. Desde 1880 a 1930, los alcalufes mantuvieron contactos mucho más continuos que en el pasado con los extranjeros, chilotes y blancos. tal fue la primera fase de las modificaciones profundas introducidas en la vida material de los indios, así como de sus consecuencias demográficas y psicológicas. la segunda fase, que se puede hacer comenzar en 1930, corresponde a su contacto más o menos permanente con los blancos, y condujo al abandono del sistema tradicional de vida y a la aceleración del movimiento hacia la total desaparición. En lo que se refiere a la época anterior a 1930, existe una tradición oral bastante abundante, que es preciso, por lo demás, recoger con prudencia, y que permite remontarse hasta 1917 y a veces más lejos. La fecha de 1917 está fijada por el naufragio del Casma, del cual los alacalufes conservaron un recuerdo muy preciso. Los testimonios de algunos patrones de goletas que frecuentaban los archipiélagos en el curso de las expediciones anuales de los cazadores de pieles, son también precisos, aunque en varios puntos estos patrones son reticentes en sus conversaciones y evitan temas delicados, como las reyertas, los raptos o aun las vías de hecho más graves de que fueron víctimas los alacalufes. En cuanto a éstos, los más ancianos podían aún en 1948 completar con sus recuerdos, precisos y detallados, la turbia historia de este período.
Las expediciones de caza de las goletas chilotas duraban casi siempre de tres a seis meses, y a veces más, pues era fácil infringir la limitación legal de estas cacerías en un territorio puramente administrativo, mal conocido y mal vigilado. Las goletas dispersaban por los archipiélagos, cerca de los roqueríos de focas, a las cuadrillas de cazadores, compuestas de una chalupa y de seis hombres, todos originarios de Chiloé, cuyo trabajo consistía, principalmente en la época de la parición, en matar y despojar a las focas recién nacidas y las focas de pieles. Los campamentos de caza de las cuadrillas están periódicamente visitados por las goletas, aprovisionados y reembarcados al final de la faena con sus cargamentos de miles de pieles de focas, cuidadosamente descarnadas, saladas y puestas en toneles.
A pesar de su aversión por los chilotes, los alacalufes se establecían cerca de sus campamentos. Empezaban por ser desafiantes, pero entraban después en confianza gracias a pequeños regalos, hasta llegar poco a poco a suministrar a los loberos una mano de obra diestra y gratuita. A cambio de su trabajo de preparación de pieles, recibían alimentación chilota, galletas de harina, papas, cebollas y café de higos. A cambio de sus capas de pieles de nutria y de coipu, recibían ponchos y frazadas de valor y calidad muchos menores. Estos negocios dejaban a los alacalufes esquilmados, pero satisfechos.
En esa época, los indios habían adquirido de algún modo los instrumentos, como hachas y cuchillos, que se ponían su disposición para el trabajo. Otros objetos excitaban su codicia: velas, chalupas, fusiles. La astucia habitual consistía en huir subrepticiamente llevándose todo lo que podía. si la operación llegaba a fracasa, se producía una salvaje masacre sin que pudieran ya distinguirse inocentes y culpables. Fueron así exterminadas familias enteras, incluyendo niños de meses. Pero los autores de estas matanzas no siempre fueron chilotes. Los loberos manifestaban un vivo interés por las mujeres alacalufes. Los raptos de mujeres y muchachas, y aun de muchachos para hacerlos marinos, eran frecuentes. Es fácil suponer que tales hechos no se producían sin violencias. un número considerable de alacalufes fueron así trasplantados a Chiloé, Puerto Montt y Punta Arenas.
Los contactos entre indios alacalufes y cazadores chilotes no se limitaron a tal o cual región de los archipiélagos. Los roqueríosde focas son numerosos, especialmente en las islas avanzadas del Pacífico. Los chilotes establecían sus campamentos de caza en los mismos sitios que los alacalufes frecuentaban. unos y otros perseguían la misma presa y el mar era su elemento común. Las dificultades de navegación y el dédalo de los fiordos y canales marítimos les eran igualmente familiares. Todos afrontaban parajes de difícil acceso, abiertos al océano: las costas occidentales de las islas Wellington, Hanover y Jorge Montt, de los archipiélagos Madre de Dios y Reina Adelaida.
Los cazadores de pieles, cuyo centro de actividad era Punta Arenas, trabajaban también en los archipiélagos de la Tierra del Fuego, situados entre el Cabo Pilar y el Cabo de Hornos. Allí entraban, pues, en contacto con los alacalufes y los yaganes, pero las tradiciones relativas a las cacerías en las islas del sur pertenecen a la fantasía y la leyenda.
Ninguno de los escasos testigos de esa época, proveniente de Chiloé o de Punta Arenas, es capaz de proporcionar informaciones objetivas, siquiera aproximadas, acerca del número de los alacalufes durante ese período. Aun las noticias que pueden dar sobre los detalles de la vida material de los indios son difusas y deben ser sujetas a caución. de toda la tradición oral aún viviente, se puede concluir que la población autóctona de los archipiélagos empezó a declinar en el momento en que los extranjeros se instalaron de un modo semi permanente sobre su territorio. Además de los actos de violencia señalados anteriormente, a los cuales es preciso agregar la introducción, moderada, sin embargo, del alcohol, no hay duda de que tales contactos regeneraron y difundieron ciertas enfermedades sociales que son actualmente una de las causas más importantes del descalabro fisiológico de los alacalufes.
Contactos con los blancos. Hacia fines del siglo pasado, los buques que unen a los puertos del Pacífico a los del Atlántico empezaron a tomar la ruta de los canales marítimos. El trayecto era más largo, pero la navegación era menos fatigosa que en las olas abiertos del Pacífico. Antes de la abertura del Canal de Panamá, la ruta de los archipiélagos conoció un período de tráfico intenso. Los naufragios, que fueron numerosos, atraían a los nómades. Para ofrecer más seguridad a esta vía promisoria, la Marina Chilena envío a los archipiélagos a numerosas misiones hidrográficas a reconocer los pasos más seguros y balizar la ruta, localizando y sondeando los abrigos naturales de las costas. Los pasos de los barcos se hicieron más y más frecuentes. Los puertos naturales en que los buques anclaban de noche o con mal tiempo eran las grandes bahías habitadas permanentemente por algunas familias alacalufes. Durante estas breves escalas, los indios fueron objeto de lamator curiosidad. Su desnudez y su miseria estimulaban a los espíritus caritativos, que les daban alimento, ropas, tabaco, a veces alcohol y herramientas de metal. Las tripulaciones y los prácticos o pilotos que en cada viaje y en cada escala observaban agrupaciones de alacalufes, no pudieron proporcionar informaciones demográficas de algún valor. No vale la pena tomar en cuenta algunos ensayos de cálculo de la población, pero todos concuerdan en afirmar que hace 20 ó 30 años el número de los alacalufes, ya reducido, podía aún ser superior a mil individuos. Es evidente que estos contactos breves, pero repetidos, ejercieron influencia decisiva en la existencia de los alacalufes, modificando su vida material y sus concepciones tradicionales.
La penetración de los blancos en ciertos terrenos nuevos y aún desconocidos de los archipiélagos progresaba rápidamente. Hubo ensayos esporádicos e infructuosos de crianza de corderos, de explotación de mármol de la Isla Cambridge y de corta de maderas en los bosques de cipreses de los archipiélagos. Sobre todo la creación de dos centros de población blanca, en favor de los cuales algunos alacalufes abandonaron la vida nómade, intensificó la revolución provocada por la frecuentación de la ruta de los archipiélagos. Hacia 1880, el simple villorrio de Punta Arenas, que desde hacía cuarenta años vegetaba en la costa norte del Estrecho de Magallanes, aislada del resto de Chile, llegó a ser en pocos años la capital de una red económica de gran valor. Las pampas del sur se revelaron aptas para la crianza de ganado ovino; hallaron oro en los ríos y en las playas atlánticas de la Tierra del Fuego, el carbón cerca de la ciudad. Llegaron emigrantes en masa de todos los países de Europa. Punta Arenas se convirtió en un centro económico y bancario, que dirigía a un país recóndito que, a pesar de la desolación de sus pampas secas y azotadas por el viento, era teatro del desarrollo de una inmensa riqueza.
Se hallaron terrenos aceptables para la ganadería en las regiones más inhospitalarias y hasta en los rincones de la Última Esperanza. En este último punto, que era en otro tiempo un importante centro de población alacalufe, se elevó la ciudad de Puerto Natales, ligada actualmente a Punta Arenas por un camino. Pero también se puede ir a Natales por vía marítima, dando una vuelta de varios centenares de millas. La creación de estos dos centros, los únicos de Chile austral, ejerció una influencia cierta, aunque limitada, en la demografía y la repartición de los alacalufes, que se mantuvieron al margen de la población blanca y abandonaron sus viajes a la parte oriental del Estrecho, que en otra época frecuentaban tanto como los archipiélagos del oeste. Algunas mujeres alacalufes se casaron con blancos y algunos niños fueron recogidos por instituciones o particulares de Punta Arenas. Las investigaciones efectuadas sobre los miembros vivos y asimilados de esta población india han permitido encontrar la huella de algunos de ellos. Viven por lo general en un ambiente de leñadores, pescadores, cazadores de pieles y parecen llevar con gusto una vida a menudo muy diferente de su vida tradicional.
A consecuencia de circunstancias desconocidas, ha sucedido que una u otra familia alacalufe haya emigrado para establecerse en las afueras de la ciudad. Su género de vida es tan rudimentario como el que llevaban en los archipiélagos. Siguen viviendo de la caza y de la pesca. Aunque pueden expresarse fácilmente en castellano, no han olvidado su lenguaje ancestral, lo hablan aún entre sí, pero se niegan categóricamente a hablarlo delante de los blancos: los complejos que les ha creado una asimilación incompleta les impiden ser intérpretes e informantes dignos de confianza. En cuanto a los niños adoptados recientemente por los blancos, no fue posible dar con las huellas. Es probable que la mayoría haya muerte.
Onas y alacalufes en la Misión de Dawson. Hacia 1880, a comienzos del desarrollo económico de la provincia de Magallanes, comenzó a plantearse el problema indígena. Se había concedido a los cien tehuelches, más o menos, que subsistían en territorio chileno una reserva de 10.000 hectáreas. La presencia de los yaganes en una región que no se trataba todavía de explotar, no creaba ningún problema, así como tampoco lo creaba la de los alacalufes en una región tan desheredada como la de los archipiélagos. Los onas, por el contrario, ocupaban en la Tierra del Fuego territorios que eran excelentes terrenos para la crianza de ovejas.
La cuestión de la desaparición de los onas ha suscitado numerosas polémicas y, según el punto de vista o la población adoptada en el conflicto, el número de los que estaban establecidos en las concesiones de la Tierra del Fuego - un millón y medio de hectáreas, más o menos- ha sido ampliamente aumentado o disminuido. Cuatro mil, según algunos; unos pocos centenares, en opinión de los nuevos ocupantes; 1500, según Nordenskjöld, 500 de los cuales se hallaban en territorio argentino. Esta última opinión tiene, por lo menos, el mérito de no ser parcial, mas es preciso confesar que la numeración de los nómades terrestres era por lo menos tan imposible como la de los alacalufe. Por otra parte, vivían en un territorio aún inexplorado y eran perseguidos como animales dañinos. En todo caso es cierto que, de los grupos humanos del extremo sur, los onas fueron los más numerosos y eran físicamente los mejor constituidos. Es igualmente cierta que una parte de los onas fue masacrada por orden de las grandes compañías concesionarias de las tierras ganaderas. El desarrollo del ganado primaba sobre toda consideración y escrúpulo. La suerte de los onas se hallaba en las manos de los aventureros a quienes su reciente fortuna transformaba de golpe en avanzadas de la civilización. No se conocerá nunca el número de los onas asesinados. Intereses y personas todavía en juego continúan creando en torno a este asunto de más de medio siglo de antigüedad un muro de silencio protector del respeto de sus fortunas. Cualquiera que sea el número de los onas masacrados; llegue a ciento a mil, sigue siendo una monstruosidad imborrable en el punto de partida de la colonización de la Tierra del Fuego.
Las depredaciones de un grupo tan importante como el de los onas en un territorio en que la ganadería se implantaba difícilmente, no eran, por cierto, despreciables. A veces los indios llegaban a atacar a los propios colonos. Se imponían medidas eficaces de protección, tanto para preservar los rebaños como para socorrer y civilizar a los onas. Para evitar las incursiones, se pensó instalar puestos militares escalonados por la orilla de los territorios recientemente ocupados, pero el proyecto fue considerado demasiado caro y de dudosa eficacia. La otra solución era deportar a los onas a alguna isla inutilizable de la Tierra del Fuego, donde, bajo la dirección de misioneros y con la ayuda del Estado y de las estancias, pudieran hallar medios de existencia suficientes y ser educados poco a poco.
Los misioneros salesianos llegaron a Punta Arenas en 1887. Solicitaron al gobierno chileno la concesión de la Isla Dawson, entonces sin ocupantes, e instalaron en la punta septentrional de la isla una estancia. En 1890, el gobierno le concedió por 20 años el goce total de la isla, con el fin de establecerse allí un centro para los indígenas, donde se les daría enseñanza, cuidados sanitarios y todo lo que pudiera ayudarlos a readaptarse. Se edificaron una casa, una escuela, una enfermería y una capilla. La isla tiene una superficie de
130.000 hectáreas, casi enteramente cubiertas de bosques explotables, e incluye 25.000 hectáreas de praderas, una estancia de 500 bovinos y 7.000 ovejas, una importante aserradero mecánico y talleres de carpintería, que fueron instalados por los misioneros.
Durante los cinco primeros años, los alacalufes fueron los únicos huéspedes de la misión. Recibían algunos subsidios alimenticios y a veces dejaban allí sus niños. Los onas se resistieron con la fuga a toda tentativa de aprehensión. Sin embargo, algunos fueron capturados y transportados a Dawson. En 1895, la misión contaba 176 indios, 65 alacalufes, con 27 hombres y 38 mujeres, y 111 onas, con 48 hombres y 63 mujeres. Al año siguiente algunas decenas de onas, empujados por el hambre y el frío de un invierno excepcionalmente riguroso, se dejaron transportar a la misión. En 1899, según el informe oficial había 108 hombres y 170 mujeres, si distinción de grupos de este número, 31 niños y 38 niñas de 6 a 9 años recibían los primeros rudimentos de instrucción. 11 de ellos podía, con alguna dificultad, leer y escribir. Niños y niñas de más edad trabajaban en los talleres.
Es evidente que la instalación de los onas en Dawson, en una especie de campo de deportación, fuera de su territorio, y sobre todo fuera de todo contacto con las gentes a las cuales se trataba justamente de adaptarlos, fue por lo menos un error lamentable, inexplicable, si no un acto de indiferencias frente al problema. Los resultados fueron desastrosos. Onas y alacalufes eran empleados como trabajadores en una misión bastante parecida a una empresa industrial. Se trataba de incorporar a la nación chilena a un grupo indígena y, paradojalmente, para alcanzar tal fin, se los entregó a misioneros italianos, recientemente llegados de Europa con otros miembros y empleados a la misión, que hablaban mal el español y que utilizaban siempre la lengua italiana entre ellos. Un decreto ya antiguo, fechado en 1847, imponía a todo misionero la obligación de hablar, en un plazo de cuatro años la lengua de los indígenas a su cargo. Ninguno de los misioneros de Dawson aprendió jamás ni el ona ni el alacalufe. En la escuela, los métodos de enseñanza eran lamentables: los libros utilizados fueron los manuales de la escuela primaria de Chile, sin ensayo alguno de adaptación al caso particular de los indiecitos de la misión.
Según los términos del decreto de concesión, los productos de la isla bebían ser empleados” en el sostenimiento y civilización de los indígenas". A pesar de las entradas financieras muy importantes provenientes de los productos de la estancia y del aserradero, así como de las donaciones del Estado y de las estancias de la Tierra del Fuego -que continuaban entregando por cada ona conducido a Dawson la suma de una libra esterlina: cada indio muerto había sido igualmente de una prima -, jamás se ejerció ningún control. Sin embargo, los resultados estuvieron poco de acuerdo con medios económicos tan fuertes. Nueve años después de haberse instalado la misión, ningún indio se encontraba en condiciones de entrar en la vida civilizada con un mínimo de conocimientos. El bienestar que hallaban en Dawson satisfacía, ciertamente, sus limitadas necesidades, pero la enorme mortalidad de la comunidad indígena, especialmente de niños, no suscitó atenciones médicas. Según el informe del gobernador de Punta Arenas, sucedía que murieran cuatro o cinco niños al mes. La enfermería estaba desprovista de medicamentos de urgencia. Control y cuidados médicos eran inexistentes. Sin embargo, Dawson no estaba sino a seis horas de navegación de Punta Arenas y una embarcación de la Armada, fuera de numerosos buques, visitaba periódicamente la misión. A un ritmo catastrófico, la muerte, y después probablemente la dispersión de los últimos sobrevivientes, resolvieron el problema de la adaptación de los indios, y de una manera definitiva.
En septiembre de 1911 expiraba el contrato acordado a misión de Dawson. La misión había contado con más de 500 indios en el curso de los últimos años. El cementerio, agrandado varias veces, contaba con 800 tumbas.

3. Los últimos Alacalufes


Actualmente, si dejamos aparte a las pocas familias o individuos que han adoptado el género de vida chilote y que, de una o de otra manera, se han fijado en los alrededores de Punta Arenas, de Puerto Natales o aun de Puerto Montt, los alacalufes representan un ínfimo grupo humano que disminuye cada vez más. A excepción de dos familias, prácticamente han abandonado la vida nómade. Viven ordinariamente agrupados en Puerto Edén, en torno al puesto militar, o en los alrededores de San Pedro, donde hay un faro custodiado. Puerto Edén es muy abrigado. La bahía es sin duda el mejor de los archipiélagos y allí hallan refugio los buques cuando el mal tiempo impide la navegación nocturna y allí también pueden esperar la marea para pasar la Angostura Inglesa. Al mismo tiempo, Edén es un puesto militar que debía originalmente servir de escala a una línea de hidroaviones que uniría Puerto Montt y Punta Arenas. Esta línea fue suprimida después de los primeros vuelos, que terminaron en accidentes. Pero el puesto de Edén fue mantenido, a cargo de dos o tres militares, a la vez como estación meteorológica y como puesto encargado de la aplicación de un decreto protector a los indios alacalufes. Allí vive una parte del grupo en guaridas más y más sórdidas y descalabradas, esperando de la mendicidad la mayor parte de su subsistencia. En la isla San Pedro, un faro importante es mantenido por algunos marinos chilenos frecuentemente relevados. Los últimos alacalufes se agrupan en torno a estas dos bases, con la esperanza de una ayuda material- liberalmente concedida, por lo demás- de los militares y marinos o de los buques de tránsito.
De vez en cuando, algunas familias abandonan, por períodos que llegan a abarcar varios meses, su aglomeración semi estable y, equipadas de provisiones cuidadosamente economizadas, vuelven a tomar la ruta de los canales para una expedición de caza. Durante este tiempo, utilizan los lugares tradicionales de campamento y, a pesar del pequeño número de los nómades actuales, el dédalo de los archipiélagos está aún jalonado por varios centenares de armazones de chozas. Los alacalufes se prohíben destruir las arcadas de madera de la choza que abandonan. No se llevan consigo sino las pieles de foca que la han recubierto.
Durante una permanencia de 22 meses consecutivos entre estos últimos alacalufes, en Puerto Edén o vagando a través del laberinto de los archipiélagos, hemos podido recoger documentos genealógicos abundantes sobre los representantes postreros de una raza que muere. Estas causas directas son, sin duda, la consecuencia de causas más lejanas que, estudiadas en otros grupos humanos, serían el objeto de un estudio apasionante y trágico sobre la desaparición de los pueblos.
La investigación demográfica. Esta investigación ha sido realizada interrogando a los sobrevivientes, quienes poseen siempre un recuerdo muy intenso de los muertos y de los desaparecidos, aun de aquellos con los cuales no parecen haber tenido sino vínculos lejanos. Todas las informaciones han sido muchas veces revisadas y no han sido retenidas como válidas sino cuando no subsistía ninguna duda. No hemos tomado en cuenta en los cuadros genealógicos así establecidos sino a la filiación biológica, perfectamente conocida y comprendida por los alacalufes, independientemente de todo sistema social de parentesco. El punto de partida de cada genealogía han sido, pues una mujer y sus hijos. El mestizaje es igualmente bien conocido y como en ningún caso es considerado un hecho anormal, ni para la madre ni para el hijo, no parece que pueda haber errores importantes en el número de mestizos de chilotes o de blancos. Por lo demás, quedaría por probar el que un hijo de padre chilote y madre alacalufe sea realmente mestizo.
La encuesta, terminada el 2 de enero de 1948 y completada en 1953, se extiende a cuatro generaciones, siendo la última la de los niños actuales. Cubre, entonces, un período de 60 a 80 años. Esta duración puede parecer calculada de una manera demasiado estrecha, puesto que habitualmente se cuentan treinta años por generación, más hay que tomar en cuenta aquí dos hechos: que la cuarta generación es todavía muy joven, y que los alacalufes se reproducen demasiado pronto y envejecen prematuramente.
De 396 individuos nacidos durante este período, que comienza un poco antes del siglo XX, 61 están todavía vivos. Pero en nuestra encuesta no hemos tomado sino los grupos de los cuales quedaban por lo menos un sobreviviente. Por otra parte, las informaciones dadas por estos sobrevivientes muestran que por lo menos una de dos familias ha desaparecido completamente durante este período. Se puede, entonces, suponer arbitrariamente que los individuos nacidos en los canales desde hace 60 u 80 años no son 396, sino más o menos el doble. De estos 800 nacidos, quedarían 61 sobrevivientes.
Hay otras cifras elocuentes. En 1946, la población alacalufe comprendía aún 48 mujeres, entre las cuales había 27 adultas, 8 adolescentes y 13 niñas. En 1948, no había sino 43 mujeres: 25 adultas, 5 adolescentes y 13 niñas. El balance demográfico se caracterizaba ya por una disminución de 10% de la población femenina en el lapso de 2 años. 5 años más tarde, en 1953, ha llegado a ser más catastrófico todavía. De los 17 grupos considerados por la encuesta, 5 no incluyen ya ninguna mujer que viva en el territorio de los alacalufes. En los 12 grupos restantes se cuentan 24 mujeres -disminución de 50% con relación a 1946-, 2 de las cuales son personas ancianas, 4 jóvenes que, casadas en varias ocasiones, no han tenido hijos; 5 mujeres cuyos hijos, pocos por lo demás, mueren de corta edad -2 hijos que escaparon de la muerte son mestizos-; 5 mujeres que han tenido una descendencia numerosa y aparentemente normal, pero 3 de ellas han pasado la cuarentena y muchos de sus hijos han muerto, sea accidentalmente, sea de enfermedades desconocidas, y, por fin, 8 niñas o adolescentes de menos de 18 años. Toda la probabilidad de sobre vivencia del grupo está, pues, representada por 2 ó 3 mujeres adultas y por 8 niñas o adolescentes varias de las cuales abandonarán ciertamente los archipiélagos o morirán antes de haber llegado a la edad adulta.
Sería muy interesante descubrir la causa de esta extinción catastrófica, que no es un fenómeno particular a los alacalufes, pues afecta a la gran mayoría de los pueblos atrasados que entran en contacto con civilizaciones más adelantadas. Aun siendo diferente, estas causas deben presentar algunas raíces comunes.
Los únicos elementos de que disponemos son las informaciones recogidas en el curso de la encuesta demográfica y de los exámenes médicos a que fueron sometidos todos los alacalufes presentes en Puerto Edén. Ellos nos permitirán distinguir con nitidez varias series de factores.
Las partidas. Es necesario entenderse primero acerca del sentido que se da a la desaparición de un pueblo. Desde el punto de vista del individuo, no hay más que una sola manera de desaparecer, que consiste en morir. Más, desde el punto de vista del grupo, el alejamiento definitivo de un individuo tiene los mismos resultados que su muerte, puesto que no contribuirá ya a ninguna de las actividades de la colectividad, ni sobre todo a su renovación. En los párrafos que siguen, en los cuales nos hemos situado en el punto de vista del grupo alacalufe, el número de las partidas viene a incrementar en número de los muertos.
El número de las partidas definitivas es importante, el 51 por 396 nacimientos o por 335 individuos eliminados del grupo, o sea, un 15% de las causas de desaparición. este número deberá retener nuestra atención tanto más cuanto que no se lo toma generalmente en cuenta para explicar la desaparición de los alacalufes. Sin embargo, este 15% de emigración representa, en realidad, una pérdida mucho más catastrófica de lo que a primera vista parece, y esto por dos razones.
Las muertes de párvulos y niños son numerosas entre los alacalufes y si, en lugar de comparar las partidas con el número total de las desapariciones, las referimos al número de los niños que llegan a la adolescencia, el porcentaje resulta más que doblado. Llega a un 34%. Lo anterior significa que de 100 individuos que han escapado a las enfermedades mortales, a los naufragios y a los accidentes de la infancia, 34 abandonarán el grupo tradicional para tratar de adaptarse al modo de vida propuesto por los recién llegados, blancos o chilotes. La proporción es enorme, pero, como las partidas siempre se han efectuado de una manera esporádica y al arbitrio de las fantasías individuales, nunca ha llamado la atención. Este empobrecimiento para las 3 ó 4 generaciones se repartió de la manera siguiente: 2 bebes, 5 niños, 18 adolescentes, entre los cuales se contaban 11 muchachos; 26 adultos, entre ellos 11 hombres, o agrupados por sexos, 4 mujeres con 2 niños, y 27 hombres, que incluyen 5 niños. Estas partidas han sido sobre todo numerosas en la época floreciente de los cazadores de focas. Se rarificaron desde 1930, más o menos.
Pero hay algo más grave. la relación cuantitativa es fuerte. Más en el plano cualitativo lo es más. La gran mayoría de las partidas afecta a muchachos o jóvenes llevados por patrones de goletas o pescadores chilotes que buscan ayudantes recios y poco exigentes, o muchachas y mujeres raptadas por las mismas tripulaciones y pescadores. Muchachos y muchachas han sido elegidos por su robustez, por su aspecto agradable o por su espíritu más despierto. Ellos representan una selección, a la vez fisiológica y psicológica. Su partida priva a la comunidad de sus mejores elementos. Aun cuando se habla de raptos, la curiosidad, el atractivo por riquezas de otro modo inaccesibles, la seducción ejercida por hombres pertenecientes a un grupo superior, juegan evidentemente un papel preponderante en estas partidas.
Para la lengua, la cultura y aun la raza alacalufe, esos individuos están definitivamente perdidos. Ya no volverán jamás a los canales, y sus hijos, si los tienen, se fundirán en las masas populares de Chiloé, de Punta Arenas y de Puerto Natales, esencialmente formadas por chilotes. Gran número de ellos muere, sea de tuberculosis, contra la cual no están inmunizados; sea de varias otras enfermedades contraídas en las ciudades. Otros viven y se reproducen. Llegan a adaptarse al estilo de vida de los chilotes que, como los alacalufes, son esencialmente marinos. Nos faltó tiempo, pero habría sido interesante seguir las vicisitudes de cada uno de estos individuos en su adaptación a su nueva vida.
Ver tabla en libro.

Lamina V
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11. Kyeyakyewa, 35 años
12. Workwa, 20 años († 1952)
Lámina VI
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13. Markset, 15 años 14. Tcakwol, 12 años 15. Yanocks, 10 años († 1953)

Las muertes violentas. Bajo esta rúbrica se pueden reunir los ahogamientos o los accidentes en las rocas durante partidas de caza o de pesca, y los asesinatos. Unos y otros son extremadamente numerosos. Pueden hallarse en el origen de la desaparición de una familia. En el segundo grupo de la investigación, por ejemplo, una mujer llamada Kostora tenía siete hijos, todos vivos. El mayor fue asesinado por un blanco, y los otros seis, escalonados entre 1 y 15 años, se ahogaron cerca de la isla Solitario, cuando su canoa fue volcada por una tempestad. En el conjunto de las 4 generaciones, se cuentan 41 casos de ahogados y 24 asesinados. Los ahogamientos y accidentes afectan a todas las edades y sexos, con predilección por los hombres, sin duda a causa de su vida más aventurera, aunque la familia entera nomadice y la pesca sea el dominio exclusivo de las mujeres que llevan a menudo consigo a sus niños más pequeños. 6 mujeres y 7 muchachas, 15 muchachos se ahogaron durante este período. Vale la pena observar que, en el caso de 5 hombres, el accidente se produjo a consecuencia de los desórdenes motivados por un exceso de bebida.
El conjunto de los ahogamientos representa un 12% del número total de muertes, mientras los producidos por exceso alcohólico representan un 3.3% de las muertes de los individuos adultas y un 6.8% de las muertes de hombres adultos, pero sólo un 1.5% de la mortalidad total.
Los ahogamientos y las caídas de las rocas determinantes de muertes no han aumentado a consecuencia de la llegada de algunos blancos o chilotes a los archipiélagos, salvo los 5 casos de ahogamientos en estado de ebriedad. Esta causa de mortalidad está directamente ligada a las condiciones climáticas y al modo de vida de los indios. Su importancia puede ser considerada como constante.
Más asombroso que el de los ahogadores el número de los asesinados. 24 asesinados en un lapso de medio siglo para un número total de 335 muertos es enorme, desde que se trata siempre de asesinatos individuales y no de un estado de guerra o de abierta hostilidad. El representa un 7% de las causas totales de desaparición, 13.5% de las muertes de adultos y 19% de las muertes de hombres adultos.
Es difícil precisar la influencia de la presencia de los blancos sobre estas masacres. La mayoría de estos asesinatos tiene a un indio por autos. Se trata generalmente de una vieja venganza relativa a un robo, que el ofendido puede mantener largo tiempo en reserva antes de hallar una ocasión de realizarla. Por lo demás, a menudo ni siquiera piensa en ello. Pero surge una mínima disputa, o bien el enemigo se halla de súbito en una situación difícil, vuelve a encontrar su viejo rencor y lo satisface por el asesinato. Otras veces se trata de escenas conyugales, que sobreviven con motivo de un incidente de poca importancia, la pérdida de un objeto, por ejemplo- La discusión se envenena y degenera en golpes. El marido termina por liquidar a su mujer sin haber tenido la menor intención del mundo.
Los alacalufes son a menudo polígamos. Las mujeres no tienen varios maridos, pero en este dominio la libertad es grande. Una mujer cambia de marido fácilmente, varias veces en el curso de su vida. Puede también ocasionalmente pasar una o varias noches con otro indio, con un chilote o un blanco, sin que el marido habitual nada tenga que reprocharle. Por eso los dramas de los celos no son muy frecuentes, aunque de todos modos, existen. Si un marido no le gusta su rival, lo mata. Si un hombre no puede convencer a una mujer que lo siga, la mata, o mata al marido. Todas las combinaciones son posibles, sin que, no obstante, en ninguna de las encuestas haya aparecido el caso de una mujer asesinada.
Los asesinatos por chilotes o por los blancos giran alrededor de las dos mismas series móviles: el robo y el amor. un indio ha robado una chalupa, un fusil o algún instrumento. Entonces lo matan, a él y a toda su familia con él, si la ocasión se presenta. Hace unos diez años, un indio había robado la chalupa de un cazador chilote. Fue capturado por el chilote cerca del Faro San Pedro, al norte de Puerto Edén, muerto a tiros de fusil junto con su hijo mayor, mientras dos niños menores, entre ellos un recién nacido, eran liquidados a hachazos. Parece también que, a comienzos de siglo, blancos que frecuentaban los archipiélagos se entretenían en disparar por simple gusto sobre los indios.
Es difícil pronunciarse sobre la importancia de estos asesinatos en la desaparición de los alacalufes. El porcentaje de hombres adultos muertos de este modo es de un 19%, más, dentro de ese porcentaje, más de la mitad de los casos obedece a causas propias de la vida del grupo, que no parecen haber sido multiplicadas por la presencia de los blancos. Otra porción de casos se debe a chilotes, cazadores de focas, cuyo estilo de vida es tan próximo al de los indios, que no se puede considerar a sus asesinatos como esencialmente diferentes de los anteriores. Los pocos asesinatos que se asimilan al exterminio son tan escasos que no se puede contarlos como un factor real de desaparición.
No es imposible que las nuevas condiciones de vida y la desaparición de las tradiciones del grupo hayan desarrollado el espíritu de asesinato entre las poblaciones de los archipiélagos. Más, si se toman en cuenta las antiguas rivalidades con los pueblos más meridionales de los yaganes, o con los tehuelches de las pampas, y se recuerda igualmente el canibalismo, revelado a la vez por los relatos de los antiguos navegantes y por las excavaciones, se puede suponer que la proporción de muertes violentas no ha aumentado entre los alacalufes durante la fase de su declinación. Tal vez ha disminuido, a causa de la menor densidad demográfica y de la ruptura de los contactos con las tribus vecinas.
Las muertes por enfermedad. La proporción de muertes de niños de corta edad revelada por la encuesta, o sea, 89 muertes en 396 nacimientos, representa más o menos 223 muertes por 1.000 nacimientos. Aun cuando evidentemente esta cifra es inferior a la realidad, pues los pequeños que no vivieron desaparecen pronto del recuerdo, ella no representa nada extraordinario. Las estadísticas oficiales nos revelan que en a920 la mortalidad en el nacimiento o en los meses siguientes era en Chile, por término medio, de 250 por mil. En ausencia de todo cuidado médico y en condiciones climáticas e higiénicas desastrosas, una proporción aun superior a 221por mil no puede ser considerada como anormal[18] .
La mortalidad de niños y adolescentes es elevada, sin ser tampoco catastrófica, 39 niños murieron entre los 3 y los 12 años, y 10 adolescentes entre 12 y 18 años. Ello significa que de 299 niños que pasaron la primera infancia un 13% murió entre los 3 y los 12 años y un poco más de un 3% entre los 12 y los 18 años. La mortalidad de los adultos es mucho más elevada, pues 42 murieron entre 18 y 50 años, dentro de un número ya mucho más restringido de individuos, pues, si se toman en cuenta las muertes por enfermedad, asesinato o ahogamiento, y las partidas, sólo 183 adolescente de los 396 nacidos atravesaron el cabo de la edad adulta. La mortalidad por enfermedad en este nuevo grupo representa un 28.3% del total. Finalmente, sólo 39 personas han muerto después de los 50 años, lo que significa que no alcanza a un 10% de la población la parte que llega a superar la edad de 50 años. Este hecho no es acaso nuevo, pues los diarios de los antiguos navegantes señalan en varias oportunidades la ausencia o el escaso número de ancianos entre los indios que encontraban en los archipiélagos.
La casi totalidad de las 180 personas que han muerto por enfermedades durante las 3 ó 4 últimas generaciones no han recibido ningún cuidado ni examen médico. Sería ilusorio formular hipótesis sobre las causa de esta mortalidad. Los indios en general son incapaces de explicar de qué sufren. Con mayor razón, sus recuerdos de las enfermedades que han podido afectar a sus parientes o allegados están desprovistos de interés y, por lo demás, son prácticamente nulos. Debemos, pues atenernos a los casos de fallecimientos observados entre 1946 y 1948 y al examen completo, antropológico y médico, que sufrieron entonces todos los indios de Puerto Edén.
De las 99 personas fijadas en Puerto Edén o en las cercanías, 11 murieron durante este período. Cuatro niños, dos de los cuales presentaban desde el nacimiento caracteres evidentes de heredo-sífilis, murieron antes de la edad de 3 años. Uno murió a consecuencia de una bronconeumonía y otro murió en el curso de la ausencia de algunos días. Como parecía estar en buena salud, es probable que haya sido igualmente atacado por una infección pulmonar. Hay que señalar, además, un quinto niño, que murió inmediatamente después de nacer. Seis adultos murieron durante el mismo período, dos hombres de 25 y 30 años y 4 mujeres de 60, 55 y 35 años. Dos de las mujeres maduras (60 y 55 años) y un hombre y una mujer, de 30 años cada uno, murieron a consecuencia de un ictus hemipléjico. En los jóvenes, este era ciertamente de origen sifilítico. La cuarta mujer murió sin observaciones médicas y un joven sucumbió a una fractura del cráneo.
Las causas de los 33 fallecimientos que se produjeron entre febrero de 1948 y enero de 1953 no han podido ser médicamente determinadas. Hubo cuatro muertes por inmersión y un asesinato, que dejamos al margen, y algunos niños muertos después de nacer. Es probable que no hayan sido señalados por el informador. en el resto de los fallecimientos , debidos todos a enfermedad, la repartición por edades es la siguiente: 8 niños entre 7 y 15 años, 7 jóvenes y mujeres entre 20 y 24 años, 7 hombres y mujeres entre 30 y 45 años, 6 hombres y mujeres de más de 45 años. Durante el primer período (1946-48), déficit demográfico no se debe tanto a una mortalidad catastrófica como a una no renovación del grupo: 6 nacimientos en 2 años, pero tres muertes de recién nacidos heredo- sifilícos, y también lo son los 3 sobrevivientes. Entre los adultos, muchos de los cuales estériles, como entre los niños, las muertes anormales se deben especialmente a las enfermedades venéreas. Los 5 años siguientes están marcados por una aceleración de la digregación del grupo: la proporción de muertes aumenta, mientras los nacimientos de los niños viables llegan a ser prácticamente nulos. Más adelante nos referiremos al aspecto médico del problema, pero es bueno señalar desde ahora sus características más visibles.
Contrariamente a lo que a menudo se cree, la tuberculosis no interviene prácticamente en esta caída demográfica. El alcohólico no desempeña sino un papel borroso. En cambio, se puede atribuir a las enfermedades venéreas el papel más importante en la degeneración fisiológica de la población alacalufe. No se puede adelantar con certeza ninguna cifra de fallecimientos. Más, aunque el porcentaje de muertes de que son responsables no sea muy elevado, debe atribuírsele un gran número de los casos de niños muertos a temprana edad y sin duda la casi totalidad de los casos de esterilidad.
En lo que se refiere a las dos últimas generaciones, las que engloban a los niños actuales y a sus padres, los recuerdos son precisos y casi seguramente completos. Ellos nos relatan una caída demográfica brutal y catastrófica. 38% de los niños ha muerto de enfermedad en la generación precedente, y 56.4% en la generación actual. Este aumento de 18% es poca cosa comparado con la caída que representa realmente. La cantidad absoluta de los nacimientos es mucho más impresionante. En la generación precedente nacieron 184 niños. En la última, en cambio, nacieron sólo 49, y es poco probable que nazcan muchos otros. De los 17 grupos empadronados en el comienzo de la encuesta. 1 había desaparecido en la generación precedente a consecuencia de la partida de sus miembros. En la generación actual ocho han desaparecido o están en vías de desaparecer. Los miembros de 3 de estos grupos han emigrado. Los miembros de otros tres grupos han muerto jóvenes o no tienen hijos. En el 7º grupo de 4 niños nacidos de tres mujeres diferentes, 4 han muerto, y en el 8º, el único niño nacido ha muerto, mientras otra mujer joven del grupo es estéril.
De los 22 niños que viven aún en 1953 con sus padres alacalufes, admitiendo qué todas las condiciones permanezcan iguales, se puede suponer que emigrará un 34% y que los otros se ahogarán, serán asesinados o morirán sin que se sepa por qué, y que sólo 1 ó 2 pasarán de los 50 años. En esta época el grupo alacalufe habrá desaparecido desde hace largo tiempo y los últimos sobrevivientes se habrán unido a los chilotes o habrán sido llevados a algún rincón de la Patagonia.
La disgregación del grupo. Si se hace el balance de las causas de la desaparición de los alacalufes introducidas por la llegada de los blancos, se encuentran algunos factores secundarios -tabaco, alcohol, vestuario, enfermedades pulmonares- y dos factores esenciales: sífilis y emigración.
El tabaco y el alcohol han tenido más difusión entre los indios de los archipiélagos hacia comienzos del siglo, en la época de los cazadores de focas, que en la actualidad. Ahora, la dificultad de procurárselos hace su acción prácticamente nula. Las borracheras de indios y loberos entremezclados eran frecuentes entonces, como lo revelan los testimonios orales y escritos, pero no hay que olvidar que los indios no podían procurarse alcohol o vino sino cuando se hallaban cerca de algún establecimiento blanco o campamento chilote. Cuando regresaban a los canales, volvían obligatoriamente a su antiguo régimen alimenticio, pero nadie era testigo de esas fases de sobriedad. Si el alcohol ha desempeñado una cierta función en la dislocación de la comunidad alacalufe, ha actuado mucho menos por las taras fisiológicas que ha podido acarrear que por la seducción que ha ejercido sobre los indios, impulsándolos a aceptar un trabajo contrario a sus hábitos y a sus intereses, o aun a emigrar, con la esperanza de procurárselo fácilmente.
La tuberculosis, como hemos visto, ha desempeñado un papel prácticamente nulo. Por el contrario, los daños que se atribuyen a la ropa y a las frazadas de importación no deben de ser imaginarios. En un país en que llueve 280 días al año y donde el viento sopla casi constantemente, es preferible una simple capa protectora de grasa sobre la piel desnuda y algunos mantos de pieles de animales antes que vestidos todo el tiempo húmedo o empapado. Este vestuario debe de ser responsable de una parte de las afecciones pulmonares.
Pero estos factores tienen poca importancia en el debilitamiento numérico y cultural de los alacalufes en comparación con la sífilis y la emigración, que dependen de dos campos distintos, uno médico y el otro psicológico. Hay varias maneras de desaparecer del mapa de los pueblos vivientes. La desaparición puede efectuarse por fusión con los grupos invasores, o por extinción. Los alacalufes conocieron y conocen los dos procesos, que actúan independientemente, pero cuyos efectos se adicionan. Se pueden trazar las etapas de su acción de la siguiente manera. En las cercanías de 1900 y en los años posteriores, contactos continuados con los chilotes o blancos que, como se supondrá, no representaban a la flor de la civilización, introdujeron toda una serie de cambios en la vida tradicional de los indios de los archipiélagos. Los intereses vitales del grupo se ensanchan o se deforman. Ya no se vuelven únicamente hacia la caza y la pesca. Un mayor número de individuos adquiere herramientas más numerosas, conocidas por ellos desde hacía más de un siglo, y pronto las adquiere la totalidad del grupo. Mientras no se trató sino de utensilios, hubo un simple mejoramiento de la vida técnica. Mas los otros donativos hechos por los loberos a los indios a cambio de su trabajo fueron más graves.
El sentido de un trabajo retribuido en vestuario, en alimento y el alcohol se aprende poco a poco. Al mismo tiempo, nacen gustos nuevos, justamente por esos vestidos y ese alcohol, que son finalmente más dañosos que útiles a los individuos y a la colectividad. Probablemente de este período data también el primer quebramiento de las creencias. Mofas de los loberos y las tripulaciones, conciencia de la ineficacia de las prácticas tradicionales frente a la potencia de los procedimientos de los blancos, restos de la enseñanza de lejanas misiones de Ushuaia y Dawson, desquician las antiguas costumbres. Aun entre los alacalufes, el contacto entre dos sistemas de verdades y valores debilita al más antiguo y engendra una especie de escepticismo, o de vergüenza por lo que se creía tradicionalmente. En la actualidad, las antiguas creencias no están completamente abandonadas, pero un alacalufe se avergonzaría de aludir a ellas en público, de modo que no se habla de ellas sino en privado, en el misterio de la choza.
La sociedad alacalufe empieza a disgregarse. Los hombres son seducidos por un modo de vida que juzgan superior al suyo; las mujeres, por hombres cuya riqueza y poder los acercan a los nuevos seres superiores llegados por los canales. Hombres y mujeres se embarcan de buen grado en las chalupas chilotas, que los llevan a Chiloé, de donde no volverán.
Todos ellos se sienten aún más movidos a partir desde que la vida en los campamentos no es ya lo que era en otro tiempo. Han desaparecido las fiestas y ceremonias. Ya no se usan las pinturas corporales, no hay sino muy raras veces cantos y mímicas. El interés de los miembros de los grupos se desvía de lo que constituía en otro tiempo la vida misma de la tribu para gravitar únicamente en torno de los loberos y sus vienes deseables. Muchos niños mueren. Los adultos por un mal conocido. Poco a poco, una especie de desaliento y de resignación se apodera de los alacalufes en toda su plenitud, se resisten a la atracción de lo nuevo mejor que los jóvenes.
Unos veinte o treinta años más tarde, por razones económicas diversas, los cazadores de focas y las goletas desaparecieron o se hicieron muy escasos en los archipiélagos. Se atenuó la conmoción provocada por ellos. El alcohol se hizo raro. Los asesinatos se hicieron menos frecuentes, así como los raptos y las partidas. Pero un mal fue reemplazado por otro. Líneas regulares de barcos, chilenas y extranjeras, que unían Punta Arenas y Valparaíso, emprendieron la ruta de los canales. Los pasajeros y tripulaciones, llenos de piedad por los desgraciados indios, desnudos al viento y bajo la lluvia, se pusieron a distribuirles de todo un poco, utilizable o no. Los indios empezaron a habituarse a recibir por el solo hecho de pedir. La caza y la pesca, que eran, sin embargo, las actividades vitales del grupo, pasaron a un segundo plano, pues eran menos remunerativas y mucho más penosas que la espera del paso de los barcos.
Hacia 1940, el gobierno chileno se alarmó ante la disminución numérica de los alacalufes y, por iniciativa del Presidente Pedro Aguirre Cerda, se dictó una ley de protección de los indios de los archipiélagos. En teoría, se trataba de radicar a los indios en Puerto Edén y de llevarlos poco a poco hacia una vida más civilizada. El primer punto del programa fue fácilmente realizado. Las distribuciones de víveres bastaron para atraer a los indios en torno a Puerto Edén. En realidad, este último remedio fue el golpe de gracia. Intervino cuando los alacalufes estaban ya en plena decadencia, y no hizo sino acelerar el movimiento. Nada cambió en el modo de construir las cabañas, pero estas se hicieron cada vez más sórdidas. Las pieles de focas, ahora más escasas, fueron reemplazadas por viejas telas de buque, menos cómodas. La higiene se hizo más deplorable. Lo que antes hacían el viento, la lluvia y los continuos traslados en favor de la limpieza de la choza, no fue reemplazado por nada. En adelante los indios vivirían amontonados en camastro en una horrible promiscuidad. En una misma choza, cuyo diámetro mayor podría tener 3 metros, viven dos o tres familias con sus perros, es decir, una decena de seres humanos y una veintena de perros. Es fácil imaginar lo que pueden llegar a ser las enfermedades venéreas u otras en semejantes condiciones. La inactividad de los hombres y las mujeres es casi total y su resistencia a la enfermedad disminuye correlativamente a la falta de trabajo. Ya no hay ceremonias. salvo en el caso de enfermedades graves o muertes, los contactos con lo sobrenatural no sirven ya de gran cosa. El blanco lo proporciona todo y responde a todo. El distribuye productos prefabricados. Las gentes, amontonadas en cabañas más y más repugnantes, terminan de morir, esperando la próxima distribución. Nacen pocos niños. Gran número de ellos muere a corta edad. Los otros esperan la primera ocasión de hacerse adoptar o raptar. No quedan del grupo sino muerte y enfermedad. La esperanza se vuelve por entero hacia el exterior.
Lautaro Edén Wellington. En el plano médico, mientras la población fue nómade, era prácticamente imposible intentar nada para salvar a los alacalufes. Cuando empezó el ensayo de radicación que, en este sentido, hubiera podido ser eficaz, los indios eran aún varios centenares. Un tratamiento masivo sin duda los hubiera salvado de la extinción. Hoy ya no es lo mismo. La acción médica habría sido relativamente fácil en el puesto de Puerto Edén, bien instalado y con una pequeña enfermería. Si fuera ahora emprendida, sería talvez demasiado tardía, y en todo caso, ineficaz por sí sola.
No basta aumentar las posibilidades de vida de un individuo. se necesita, además, proponerle en género de vida que le sea accesible. Si la vida nómade, tal como era practicaba en otro tiempo, no es ya posible, por la sola razón de que es demasiado fuerte la atracción por otros géneros de vida o en un género análogo más cercano a sus nuevas aspiraciones, o, por el contrario, tratar de expatriarla, de desparramarla y, finalmente, de asimilarla a otros grupos humanos. En lo que se refiere a los indios de los archipiélagos, el gobierno chileno ha tratado siempre de mantenerlos en sus propios territorios, proporcionándoles mejores medios de subsistencia.
Se han ensayado tres sistemas, con fortunas diversas. Hemos visto que se había aplicado con cierto éxito el sistema de la reserva al grupo de los indios yaganes del sur. Contra todas las expectativas, los últimos yaganes se han adaptado bastante bien a su nueva condición de pequeños ganaderos y, como han casi perdido completamente su civilización propia, exceptuando su lengua, es probable que dentro de cualquier pobre estanciero de la costa occidental de la Tierra del Fuego. Hemos visto también que los misioneros salesianos de Punta Arenas habían tratado de agrupar onas y alacalufes en torno a su explotación. La misión fue dispersada. Los indios sobrevivientes reanudaron su vida nómade sin que la experiencia pareciera haber dejado en ellos la huella más mínima. En cuanto a los alcalufes, se intentó una experiencia interesante al amparo de la ley de protección.
Un joven alacalufe de unos diez años, que parecía particularmente despierto, fue enviado hacia 1940 a Santiago, a una escuela de la Fuerza Aérea. La idea consistía en darle una buena instrucción, civilizarlo, y después devolverlo a los suyos, hacerlo jefe de su comunidad, para llevar así poco a poco a los indios, y por intermedio de uno de los suyos, a modificar su género de vida. Los promotores de esta experiencia fueron militares, no psicólogos. Por una extraña aberración, quisieron hacer del muchacho un militar, y justamente en la rama que mejor simboliza el progreso de la civilización técnica.
En 1947, después de 8 años de vida urbana, Lautaro Edén Wellington, según su nuevo nombre, ahijado del Presidente de la República, suboficial mecánico de aviación, desembarcaba en Edén, con un primer permiso de un mes. Llevaba uniforme militar, era perfectamente bien educado y de bella presencia; hablaba en castellano correcto, aunque no había olvidado su lengua materna. Su primera experiencia de pionero de la civilización empezó bajo extraños augurios que no dejaban esperar nada bueno para el porvenir. Lautaro, lleno de afectación, vanidad y suficiencia, parecía profesar la más mortal aversión por los otros indios y aun por sus propios padres. A su llegada, se negó a reconocerlos y no respondió siquiera al tímido buen día que le dirigieron. Por el contrario, los indios, sin rencor por esta actitud que no podía asombrarlos ni apenarlos, sentían por su nuevo jefe una admiración total, que se traducía en una subordinación incondicionada. Por lo demás, hacia el fin de su estadía Lautaro había modificado un poco esa actitud de menosprecio y aversión.
La obra de la civilización empezó al día siguiente de la llegada de Lautaro. Todos los hombres, alineados desde la mañana ante el puesto, aprendieron primero a saludar al jefe unísono, como se practica en el ejército, y después los primeros rudimentos militares: posición firme, marcha al paso, media vuelta, bajo las órdenes de mando rugidas por Lautaro. En seguida, formando filas, con la pala al hombro, se iban al trabajo, que consistía en echar al mar metros cúbicos de barro. Esta ridiculez dolorosa duró algunos días. Después nada. Lautaro casi no salía de su puesto. Al final de su mes de permiso, se volvió a Santiago. La única consecuencia durable de esta primera estada fue el envío al servicio militar de tres alacalufes, y un poco más tarde la partida del hermano menor de Lautaro a una escuela de Santiago.
Lautaro pasó otros dos años en Santiago y durante ese período se casó con una enfermera. En 1949, regresó sin su mujer a Puerto Edén, designado provisionalmente para ocupar las funciones de radio en la estación que debía dirigir más tarde. Durante cierto tiempo, cumplió normalmente sus obligaciones de trabajo, hasta que, de pronto, una mañana desapareció. En compañía de una mujer alacalufe, Lautaro Edén Wellington, alias Terwa koyo (brazo tieso) había partido en una canoa india.
Esta rebelión abierta, súbita e inesperada señalaba el comienzo de una conmoción, en la que se inmiscuyó la autoridad militar, con su manera propia de considerar los problemas de orden psicológico. Los alacalufes poco a poco abandonaron el puesto de Edén, para unirse a Lautaro, que había vueltos la vida nómade en los archipiélagos. Al mismo tiempo, la Aviación continuaba enviando víveres para aquellos que venían a reaprovisionarse o a radicarse por algún tiempo en Edén. Dos o tres militares -cabos u hombres de tropa- se sucedían cada seis meses en Edén, algunos de mala voluntad, otros incapaces, otro bien intencionado, pero inexpertos en el manejo de los problemas de medicina de urgencia, de higiene alimenticia o de psicología primitiva. Alternativamente, los alacalufes eran maltratados, ignorados o colmados de atenciones que no correspondían a sus necesidades y se desconcertaban con tantos cambios y maneras de proceder. Las incomprensiones y los choques eran, en todo caso, cosa cotidiana entre mentalidades tan diferentes como las de un cabo de aviación y un alacalufe. Los indios abandonado completamente Edén cuando uno de los jefes del puesto se puso sin razón válida a masacrar sus perros, que son el único bien, completamente inútil, por lo demás, al cual se hallan profundamente apegados.
Los alacalufes, cansados, desorientados, se sentían tirantea dos entre la autoridad draconiana de un Lautaro, que los explotaba, pero a quien querían, y la facilidad de vida que hallaban en Edén, en la ociosidad y la abundancia relativas. Sin embargo, en Edén, fuera de las distribuciones de arroz, pastas, legumbres secas, leche en polvo, azúcar, no hacían nada por ellos. La ociosidad y la vida sedentaria hacían sórdidas sus condiciones de vida. Los cuidados médicos eran casi nulos. sólo se les dispensaban socorros de urgencia en caso de accidente. en cuanto a los otros cuidados, que podían atacar al mal profundo y real, estaban entregados la fantasía de un practicante incompetente, si es que había alguno, siempre incapaz de un diagnóstico que se imponía, o a la impotencia de un jefe de puesto que no había recibido ni los rudimentos de la formación indispensable. Mientras se imponía urgentemente un tratamiento sistemático completo anti sifilíticode toda la población, se contentaban con comprar los medicamentos más abigarrados y con amontonarlos sin objeto en la pequeña enfermería. Faltaban los medicamentos básicos y hasta los simples biberones.
Mientras un pequeño grupo, a veces compuesto de algunos individuos solamente vegetaba en edén, Lautaro y su tripulación formaban cerca de San Pedro una nueva comunidad india que se dedicaba a la caza de animales de piel fina. La autoridad cerró los ojos a la deserción de Lautaro y los dejaron trabajar con los suyos con toda libertad. Después de todo, valía la pena haber intentado la experiencia. La comunidad tenía a su disposición dos chalupas chilotas con sus aparejos, adquiridas probablemente por trueques; algunos viejos fusiles, sus canoas tradicionales y sus innumerables perros, que por esta vez servían de algo. Además de sus dos mujeres regulares, el jefe se adjudicaba ocasionalmente a la mayoría de las mujeres jóvenes del grupo y la vida giraba en torno a intercambios en círculo cerrado y acuerdos con los chilotes de la misma profesión. Las utilidades eran pocas, aun para el jefe y su lugarteniente, que se las embolsicaban de ordinario.
Es difícil dar datos precisos sobre este período de la vida de los alacalufes, pues, fuera de los loberos, totalmente incapaces de observación y descripción, no había ningún blanco de testigo. las cosas no dejarían de presentar dificultades. estas serían sin duda resueltas a la manera fuerte, y en cierto número de indios descontentos partieron a trabajar con otro grupo de loberos que tienen su cuartel general en la Bahía Istmus, mucho más al sur. Otros compartieron la suerte de los loberos errantes, y otros volvieron a frecuentar la Bahía Edén. Sin embargo, nunca ninguna queja ni recriminación contra el jefe ni contra los chilotes. Para los alaclufes, esos tres años fueron un período de euforia: libertad de acción reconquistada, retorno a la vida nómade, posibilidad de frecuentar sin restricción a los loberos, siempre listos para suministrarles vino o alcohol a cambio de mujeres o de pieles, todo eso borraba fácilmente en sus recuerdos los malos tratos habituales, su papel de esclavos y aun un salvaje asesinato.
Sin embargo, a comienzos de 1953 se produjo el drama: Lautaro, sus dos mujeres y dos compañeros se ahogaron en Puerto calcetín, en el estuario del fiordo Baker. Ninguno volvió a escaparse. una parte de los alacalufes volvió a edén, otros e agregaron a loberos y el resto, dos familias, volvió a la vida de cazadores independientes entre el norte del canal messier y el Océano.
Hay una solución al problema de la adaptación de los alacalufes, que no ha sido buscada por la parte oficial, sino espontáneamente hallada por una parte de los individuos: la emigración generalmente, sus resultados han sido a menudo catastróficos. Los indios son propensos a contraer enfermedades, especialmente la tuberculosis, apenas instalan en un centro urbano. Por su misma naturaleza, diseminación en el seno de una colectividad ya numerosa, estas emigraciones son difíciles de seguir y se sabe poco de los que han logrado sobrevivir. Los pocos indios que habitan los suburbios de punta Arenas o de Natales se han asimilado más o menos a las clases más pobres de esos arrabales. La miseria y el alcoholismo son su suerte, y aun cuando haya supervivencia, difícilmente se puede hablar de éxito.
Hay otra clase de semi emigración que parece dar mejores resultados y que finalmente podría constituir la solución definitiva para los 60 indios, más o menos, que han resistido a la diezma de la raza. Varias familias o individuos aislados, otras veces, han ligado su suerte a la de los chilotes taladores de bosques y cazadores, poco numerosos por lo demás, que viven en los canales. Repetimos que estos chilotes tienen un género de vida muy cercano al de los indios nómades. Originarios de Chiloé, aproximadamente a 700 kms. de Puerto Edén, los chilotes parecen pertenecer al mismo grupo humano que los alacalufes. No obstante, contactos más antiguos, primero con los araucanos y después con los españoles, les habrían permitido adquirir un género de vida mucho más evolucionado. esta asimilación por intermedio de los chilotes podría ser la mejor, y es la que elige espontáneamente cierto número de alacalufes.
Desgraciadamente los chilotes de los archipiélagos representan casi siempre a los inadaptados de su grupo, a los que no han triunfado en sus islas y que vienen a intentar aventura más lejos, fuera de todo control y compulsión. en estas condiciones, la asimilación a menudo se torna de catástrofe, y actualmente les está prohibido en principio a los loberos venir a Puerto Edén. Sin embargo, la fusión de los dos grupos es inevitable y puede ser deseable. pero no tendría sentido sino en la medida en que unos y otros pudieran encontrar en Puerto Edén no solamente víveres, sino también rudimentos de instrucción para los hijos y sobre todo los cuidados y tratamientos médicos que se imponen.


[12] JANIUS BIRD: "Reports of results Expedition in Southern Patagonia". Natural History, vol. 41, 1938, pp. 16 - 28 y 77 - 79.
[13] Ver en particular T. COAN Adventures in Patagonia, NEW YORK, 1880, y G. C. MUSTERS, At home with the Pagonians, LONDRES, 18...
[14] IMBELLONI: Los Patagones. Runa. Vol. II, 1949, pp. 5 - 58.
[15] LIPSCHUTZ, MOSTINY, etc. Am. J. Phys. Anthrop. V. 5. n. s. Nº 3, sept. 1947, pp. 295 - 322.
[16] GUSINDE, Op. cit.
[17] COAN, Op. cit.
[18] Dr. GUY DINGEMANS. L´avenir de I´Amérique Latine transformée par la médecine moderne. La Presse Médicale, 1953, 61, n. 51, 54, 57, 59.