Capítulo
Quinto
Técnicas
de ayer y de hoy
I.
La vida en el campamento
1. El ambiente y la
evolución técnica
El
primer contacto con los alacalufes trae una sorpresa: la extraordinaria escasez
de sus herramientas. La exploración minuciosa de lo que constituye sus
medios de acción - la obtención del fuego, los instrumentos de
caza y de pesca, la habitación, los medios de transportes, etc.-, no
revela sino un conjunto restringido de técnicas que casi no se han
desarrollado en el curso de los siglos. El inventario de las técnicas
específicamente indígenas se realiza muy pronto: pequeño
número de utensilios, indigencia de las formas, ausencia de toda especie
de producción artística. Se ordena estrictamente alrededor de las
necesidades vitales esenciales. Además de la utilización de los
instrumentos tradicionales, por lo demás en vías de
regresión, este inventario debe de mencionar diversos objetos de origen
extranjero, más y más numerosos, que son el producto de la
mendicidad a bordo de los buques de paso o de la recuperación de especies
naufragadas.
La
enumeración del mobiliario tradicional de que dispone en indio de los
archipiélagos corresponde, en sus mismos términos, a las
descripciones que se encuentran en las múltiples relaciones de viaje de
los cuatro últimos siglos, en el curso de los cuales las tripulaciones de
los barcos europeos tuvieron contactos esporádicos con los alacalufes.
Acaso, en un pasado más lejano encontraríamos técnicas
más variadas y complejas, pero hasta ahora las investigaciones
arqueológicas que han sido practicadas en estas regiones no se han
acompañado de una cronología lo suficientemente exacta, que
sería la única que podría informarnos sobre la
evolución o el estancamiento de las técnicas indígenas.
Aunque poco diversificados, estos
instrumentos, sea en su fabricación, sea en su empleo, ponen en juego una
serie de técnicas más complicadas de lo que parece a primera
vista. Una choza de indios alacalufes, por ejemplo, normalmente construida, nos
parece de una simplicidad elemental. Sin embargo, la elección de un sitio
abrigado conveniente, la existencia de una pendiente por donde puedan deslizarse
los detritus sin bloquear la entrada, las posibilidades de secamiento del suelo,
son otras tantas dificultades que resolver. En cuanto a la construcción
misma, ella plantea otros problemas: entrecruzamiento de los arcos en forma de
cúpula, orientación de las entradas, forma y altura óptimas
para reservar el mayor volumen interior y resistir eficazmente al empuje de los
vientos, todo eso exige soluciones que, aunque sean elementales, deben de ser
precisas. Por el contrario, la especialización de la herramienta y su
utilización son extremadamente rudimentarias: soluciones técnicas
improvisadas, herramientas sumarias de inmediato rechazadas después de
usarlas son frecuentes. Asimismo, los instrumentos son fácilmente
múltiples. Por ejemplo, existe un arpón para nutrias, de forma y
destino bien específicos, pero también se caza la nutria con el
arpón de focas.
Varias
causas concurren a determinar esta indigencia de formas. Sería azaroso
tratar de descubrirlas en todo su complejidad; más, parece que en el caso
preciso de este grupo, el ambiente externo sea una causa importante del retardo
en el desarrollo técnico. El ambiente físico en el cual
evolucionan los alacalufes es de los más desheredados. Los sitios
habituales están reducidos a playas estrechas y pantanosas. Los productos
necesarios a la subsistencia de un grupo humano están localizados en la
costa y el mar, pues los productos de la tierra no constituyen sino un porte
mínimo. El territorio de los archipiélagos es inmenso, rocoso,
árido. Los bosques de la costa son impenetrables. La temperatura media,
sin ser excesivamente baja, es, sin embargo, difícil de soportar en su
uniformidad. El promedio de las precipitaciones es muy elevado y la nebulosidad,
compacta y persistente. Es posible imaginar las repercusiones que condiciones
tan desfavorables han de tener en un grupo humano.
Por otra parte, el aislamiento
geográfico de la región de los archipiélagos es un factor
que influye a la vez sobre la homogeneidad de la cultura y sobre su
estancamiento, seguida de una regresión que debe corresponder más
o menos a la declinación numérica de los alacalufes. Sus contactos
con los fueguinos del sur, que vivían en un ambiente tan desheredado como
el suyo, no parecen haberlos enriquecido. Ellos podían a veces completar
su haber por medio de cambios con los grupos vecinos, especialmente con los
tehuelches de las pampas australes, de una cultura material y de una
organización social muy diferentes a las de los alacalufes. Según
Fitz Roy, los tehuelches proporcionaban a sus vecinos de los
archipiélagos capas de piel de guanaco e instrumentos de piedra.
Recibían, en cambio, piedras de fuego provenientes de la isla Solitario,
situada centenares de millas más al norte, en los parajes peligrosos del
Golfo de Penas. Estos intercambios, sin duda, fueron muy limitados. Los
contactos continuos de los alacalufes con técnicas más
evolucionadas no datan sino de 60 ó 70 años y las adquisiciones
que obtuvieron de ellos no condujeron casi nunca a creaciones nuevas.
Los recursos de los
archipiélagos excluyen la aparición de ciertas técnicas y
limitan el empleo de algunas otras: la alfarería, el tejido y el cultivo
no han existido nunca, aunque hayan estado en uso en Chiloé, a donde los
alacalufes podían a veces dirigirse. No hay arcilla en los
archipiélagos, el clima hace allí imposibles el cultivo y la
ganadería, y la producción de fibras que se puedan tejer. Parece,
en suma, examinando bien su ambiente, que los alacalufes, antes de ser reducidos
a la condición de mendigos, a la cual se acostumbraron con facilidad, y
que parece ser el último estado de su historia han utilizado de una
manera bastante satisfactoria los recursos de que disponían.
El medio geográfico
predispone al hombre de los archipiélagos a una cierta orientación
social y económica. En primer lugar, favorece al nomadismo por
pequeños grupos familiares, socialmente independientes. Estos se
encuentran a veces en ciertas zonas de campamentos, y viven lado a lado sin
otras relaciones que ciertos vínculos religiosos libremente aceptados,
que acentúan la solidaridad del grupo en un ambiente de existencia
difícil. Pero hay ausencia de autoridad común al grupo entero.
Solo el jefe de cada familia decide, según sus intereses o conveniencias.
Por otra parte, los productos de consumo están dispersos y son inestables
y el marco de vida es exclusivamente insular. De ahí resulta una forma
particular de nomadismo, el nomadismo por embarcación en pequeños
grupos limitados en número, con una propiedad personal o de grupo
reducida al mínimo, pues la única carga admisible en la canoa debe
constituir el haber esencial necesario a la subsistencia del grupo embarcado.
La influencia reciente de los
blancos ha desequilibrado totalmente el estado técnico al cual
habían llegado los alacalufes. Las adquisiciones fueron
esporádicas en los primeros siglos y después se intensificaron en
la época contemporánea. Desde mediados del siglo XVI, el metal,
bajo forma de clavos, zunchos, cuchillos viejos, se introdujo en una
población que lo ignoraba por completo. Estos escasos aportes, con los
pocos vestidos y objetos de pacotilla que desde los primeros tiempos dieron a
los indios, fueron primeramente muy raros. imposibles de renovar, tuvieron por
principal resultado crear necesidades y deseos nuevos que no podían
satisfacerse sino por el robo o la mendicidad, pero que, en conjunto, no
llegaban a enriquecer el patrimonio de la población indígena. En
los siglos siguientes, el movimiento se acentuó. Sólo el hacha de
metal constituyó para los alacalufes un aporte que, reemplazando y
perfeccionando una herramienta que ya existía, se integro de golpe en su
vida propia y les permitió ciertas mejoras. Los otros aportes
extraños siguieron siendo externos a la vida cotidiana y contribuyeron al
abandono de las antiguas técnicas que en otro tiempo habían
asegurado la fuerza del grupo contra el ambiente externo. Lo que adoptaron de la
nueva civilización no compensó, ni siquiera en el plano
estrictamente técnico, la pérdida de su antiguo savoir-faire.
¿Para qué preparar largamente una piel cuando cualquier buque os
dará por nada cobertores y trajes usados? ¿Para qué partir
con frío y con lluvia a la caza de focas, si el puesto va a distribuir
víveres para toda la gente del campamento?
En
cada técnica que describamos, nos referimos al punto de vista
histórico, tratemos de poner en evidencia el paso entre las
técnicas tradicionales y la importación de técnicas
extranjeras, las superposiciones, las decadencias, las supervivencias , que
forman los aspectos mas interesantes del estudio de la cultura material de los
alacalufes.
2. La vida material del
campamento
La
choza india de los archipiélagos. Las descripciones de chozas
indígenas encontradas en la parte occidental del Estrecho, son
invariablemente breves e insuficientes. Apenas si se hallan, en los relatos de
los navegantes que, sin embargo, cubren cerca de 4 siglos de viajes por los
archipiélagos, algunos detalles sobre la habitación
indígena.
Ladrillero
(1557-58), en el Canal Fallos, vio a los indios extraer de sus canoas cortezas
de árboles (que provenían ciertamente de la cabaña que
habían abandonado en su anterior campamento), palos delgados que
enterraban en el suelo y que constituían todo el material necesario para
construir "los ranchos en los cuales se preservan del agua del cielo y de la
nieve". En la isla Campana, el mismo Ladrillero vio cabañas igualmente
recubiertas de cortezas de árboles: unas eran cónicas y otras
copulares. El corsario inglés Drake (1586-88) vio también en la
costa del canal Jerónimo una choza de indios que habían debido
huir precipitadamente a la vista del buque. Estaba hecha con palos, recubierta
de pieles, y en el interior, había un fuego, baldes de corteza que
contenían agua, mariscos y carne de foca. Sarmiento (1579-80)
encontró en el sitio en que algunos años más tarde
debía elevarse la primera y efímera ciudad española en el
estrecho, "una cabaña vacía, baja y redonda, hecha de palos
enterrados y recubierta de anchas cortezas y pieles de foca".
La relación de viaje de la
Santa María de la Cabeza (1785-86) al Estrecho, contiene la única
descripción precisa: las cabañas indias de esta región son
circulares; están hechas de estacas, cuyo extremo más grueso es
clavado en tierra; son recubiertas por pieles de focas en bruto. Un huyo en el
techo permite escaparse al humo, el fuego esta en medio y en torno de este fuego
se extiende la cama de ramajes sobre la cual duermen los humanos. La
circunferencia de la mayor de las cabañas es de 8 a 10 varas- es decir, 7
a 9 metros- y la altura de 2 varas. El único detalle que no concuerda con
lo que conocemos es que no había sino una sola puerta, pero sucede aun en
nuestros días que la puerta frente al mar esté tapada con ramajes
los días en que el viento levanta demasiado humo en el interior de la
choza.
Byron, aún
guardiamarina, escapado del naufragio de la Wager, hambriento, en harapos,
incapaz de hallar por sí mismo su subsistencia, vivió durante
varios meses bajo la choza de unos indios (1741). Estas cabañas, tales
como las vio en la región del Golfo de Penas y de la península
Tres Montes, estaban igualmente recubiertas por cortes mal unidas, que se
adaptaban mal a la armadura, dejando pasar el viento a través de grandes
vacíos. Las cabañas indias por las cuales arrastra su infortunio,
son circulares; son construidas por las mujeres y tienen dimensiones variables,
según la importancia de la familia que cobijan. La armadura está
hecha de estacas plantadas en el suelo y después encurvadas hasta la
vertical del centro y amarradas con lianas, que las mujeres dividen con los
dientes. Esta armadura es recubierta, en seguida, con follajes apretados. El
fuego se enciende al medio y la gente se sienta alrededor, sobre ramajes. El
humo es incómodo y la mayoría de los indios tiene los ojos
enfermos. Cuando el grupo quiere cambiar de campamento, se llevan las cortezas
en la canoa, pero la armadura sigue en su lugar. Cuando unos 20 años
más tarde, Byron volvió al Estrecho, pero esta vez como comodoro y
comandante de una flota, notó solamente que las cabañas estaban
siempre edificadas en las cercanías de agua dulce. En la misma
época, Bougainville describió las chozas indias del Estrecho como
dispuestas en forma de horno.
El
P. García Martí es el único misionero que recorrió
el grupo de islas situadas al sur del Golfo de Penas y las bocas septentrionales
de los Canales Fallos y Messier en busca de indios que debía traer a su
misión de Chiloé (1766-7). No encontró sino armaduras
recién abandonadas, lo que denotaba en los naturales de estas regiones
incesantes viajes, o bien la fuga precipitada ante los recién llegados,
pues hasta abandonaron provisiones, "montones de cormoranes medio podridos". El
P. García Martí llama a estas cabañas "ramaditas". Estaban
recubiertas de follajes espesos, o bien de follajes y pieles de focas.
Los documentos históricos
nos enseñan, entonces, que, desde el Golfo de Penas al Estrecho,
había ciertas diferencias, sea en la forma de las cabañas indias,
sea en los materiales que las recubrían, pieles de focas, follaje o
cortezas. Es probable que los indios utilizaran los materiales que tenían
a su disposición en el sitio mismo donde establecían su
campamento.
La habitación
de los alacalufes responde plenamente a las exigencias de su vida nómade,
junto con ofrecer la mejor protección contra la intemperie. La
cabaña es liviana. Su instalación y su desmontaje son
rápidos y fáciles. En su forma, en los procedimientos de
construcción y en las materias primas empleadas, se acerca bastante a la
que describen los relatos del pasado. Las adquisiciones recientes, que han
afectado tanto la vida de los alacalufes, no han influido sino débilmente
en su habitación.
Las
cabañas, de dimensiones variables según el número de
personas que viven en ellas, tienen todo el mismo aspecto, el de una
cúpula aplastada de base elíptica. En cada nuevo campamento, si
existe una armadura de cabaña que fuera utilizada por otra familia
viajera y que permanece de pie, basta consolidarla, reemplazando las estacas
quebradas o podridas y rehaciendo las ligaduras, antes de recubrirla con las
pieles de foca que cada uno trae. si la armadura es inutilizable, se construye
una nueva con largos puntales rectos y desramados de roble, canelo y
saúco. Sobre el emplazamiento elegido, se entierran las dos estacas
más largas y robustas, después se recurvan en arco y se amarran
por sus extremos. Más o menos a 40 cms. de este primer elemento de
armadura, se construye otro exactamente igual. Las dos puertas estarán
situadas entre estos dos primeros puntos de apoyo de la armadura, es decir, en
los extremos del diámetro más corto de la elipse de base. Las
otras estacas son hundidas en el suelo y ligadas a las piezas maestras y, una
vez terminada, la armadura aparece formada de dos series simétricas de
arcos más o menos aplanados. En cada punto de intersección de las
dos series de arcos, una fuerte ligadura de juncos mantiene a las estacas en su
lugar. La armadura terminada tiene una apariencia delgada y frágil, pero
forma un conjunto rígido que puede, a causa de su forma y de su poca
altura, resistir al empuje del viento más potente. Este modo de
construcción presenta otra ventaja; una recubierta de pieles, la
cúpula aplanada forma un excelente reflector que reparte de manera
uniforme el calor del hogar central. Cuando todas las aberturas están
cerradas, reina en las cabañas alacalufes una temperatura muy agradable.
Sobre la armadura se extienden
pieles de foca que se recubren parcialmente y se amarran a las estacas. El
número de las pieles empleadas varía según las dimensiones
de la cabaña: de 8 a 10 bastan para recubrir una cabaña normal de
3 metros por 2 y una altura al centro de 1.80 metros. Cuando las pieles
disponibles son insuficientes en número- tal es el caso de los alacalufes
ahora sedentarios en Puerto Edén-, se las reserva para recubrir solamente
lo alto de la cabaña: el contorno es calafeteado como se puede con
trapos, ropa vieja, tiras de corteza, planchas de barriles viejos, sacos. Las
aberturas para el paso de la gente son muy bajas y estrechas. Hay que entrar
doblado en dos. estas aberturas están cerradas con un cuero de foca o
algún saco viejo. Se dispone otra abertura en lo alto de la cúpula
para el paso del humo. Esta especie de chimenea está prácticamente
tapada con un haz de hierbas o de ramajes. De otro modo, la lluvia, a menudo
torrencial, podría apagar el fuego. Ese tapón de chimenea se
inflama a menudo, provocando así el incendio de la cabaña.
Cuando la cabaña
está terminada, el primer cuidado de los ocupantes es aislarse del suelo
impregnado de agua como una esponja. Posteriormente, el suelo, una vez protegido
de la lluvia, se seca rápidamente. Este suelo flojo es también muy
buen absorbente de los detritus de toda clase que se acumulan en el interior. A
excepción de la superficie comprendida entre las dos aberturas, el suelo
de la cabaña está cubierto de una espesa capa de ramajes verdes,
de preferencia las ramas terminales del roble de follaje muy denso, que aun seco
no se deshoja. Los ramajes están dispuestos en capas regulares, en un
entrecruzamiento muy preciso, con el lado barnizado de las hojas vuelto hacia
arriba, de manera de formar un tapiz sulto, espeso y después de todo
confortable. Si las ramas están mojadas, se pasan una por una por las
llama. En todo el contorno de la cabaña, un rodete más espeso de
follajes preserva del aire frío exterior. A cada lado de las dos
aberturas se disponen verticalmente haces de ramajes que sirven de apoyo y de
acodamiento a las mujeres que ocupan esos lugares. a veces, una piel de ciervo o
de foca lanuda cubre la capa de ramajes, pero al poco tiempo es despedazada por
los perros. El lugar del fuego está en medio de la choza. Las mujeres
ocupan sus lugares a ambos lados de la entrada y los del centro se reservan a
los hombres.
En la cabaña
no existen acondicionamientos para guardar alimentos y herramientas. Estos,
ollas, cajas
o
barriles, destinados a la cocción de los alimentos, permanecen al lado
del fuego. Cada uno mantiene al alcance de la mano, bajo su capa de ramillas o
dispuestas entre la armadura de la choza y las pieles que la recubren, sus
provisiones personales: los mariscos por cocer, algunos restos de carne de la
comida anterior, o el tiesto e agua potable. Los otros objetos se conservan, los
de los hombres en una caja de madera, que reemplaza al cofre de cortezas de otro
tiempo; los de las mujeres, en el tradicional canasto de juncos de mallas finas
y apretadas.
Entre
chozas de antaño y las que habitan los alacalufes semi sedentarios de
Edén, la única diferencia está en que las pieles que
recubrían la cabaña han sido reemplazadas por un amontonamiento
maloliente y mojado de ropas y trapos viejos. Ya no son reemplazadas las pieles
cuando el calor las ha hecho quebradizas y permeables o cuando están
medio devoradas por los perros. Cada choza es ahora habitada durante meses
consecutivos. El suelo saturado no absorbe ya los detritus. Sólo las
pocas familias que de tiempo en tiempo parten para un largo período de
vida nómade tienen cabañas construidas con mucho más
cuidado, buscando una protección eficaz contra la intemperie.
Durante sus expediciones de caza
de focas, los alacalufes se ven a veces en la necesidad de construirse abrigos
provisionales cerca de los roqueríos donde las focas vienen a dormir. Son
chozas cubiertas por ramajes espesos. Desde el interior se pueden observar las
idas y venidas de las focas, al abrigo del viento y de la lluvia.
En
sus juegos, las niñas pequeñas - ellas solamente- construyen
chozas reducidas que cubren con ramajes o con fragmentos de telas. Estas
cabañas juguetes son demasiado pequeñas para que ni siquiera un
niño pueda mantenerse adentro. Las niñas depositan en el interior
algunos tizones para producir humo y allí cuecen mariscos. Juegan a la
cabaña durante días enteros, y a menudo varios días
consecutivos, unas manteniendo el fuego, otras yendo a buscar agua o mariscos,
leña o ramillas menudas, copiando el trabajo de las mujeres.
El
fuego. El uso de los fósforos químicos ha entrado en la vida
actual de los alacalufes. Los piden constantemente a bordo de los buques que
pasan y los conservan con una especie de respeto. Mientras la mayoría de
los objetos obtenidos por la mendicidad son desparramados en la cabaña,
por adelantado destinados a la pérdida o la destrucción, las cajas
de fósforos forman parte del pequeño lote de cosas que se guardan
en celo. los envuelven en trapos y no los utilizan sino en caso de necesidad
absoluta. Por ejemplo, nunca se enciende un cigarrillo sino en las brasas. Los
procedimientos antiguos de obtención del fuego han sido completamente
abandonados y, cuando se halla lejos de todo campamento o de las rutas del
tráfico marítimo, el indio en viaje no puede encender fuego sino
mediante su provisión de fósforos. Para preservarlos de la humedad
en la canoa, donde nada puede mantenerse en seco, guarda aun en su piel el
paquete precioso.
En
la cabaña, el fuego se prolonga fácilmente de un día a otro
bajo la ceniza. Cada mañana, apenas despiertan, lo reaniman. Cuando se
apaga, antes de hechar mano de su provisión de fósforos, el indio
pide un tizón a la choza vecina. Con tiempo frío, cuando las
mujeres parten de pesca, se llevan en la canoa algunos tizones, que
servirán para encender el fuego en torno del cual se calentarán
después de haberse sumergido en el agua glacial. y cuando una familia
parte de viaje, lleva también brasas en la canoa. Corresponderá a
los niños velar por la conservación del fuego.
Aunque los indios alacalufes
hayan adoptado completamente el procedimiento moderno de producción del
fuego, en lugares de campamento lavados por días y días de lluvia
no es siempre fácil hallar combustible seco que pueda quemar un
fósforo. sólo los cipreses secos que han permanecido de pie,
pueden suministrar el primer combustible: el interior contiene casi siempre una
madera esponjosa y dura, semejante a la yesca, que se enciende
fácilmente. Cuando falta esta especie de yesca, se la reemplaza por finas
virutas obtenidas raspando, con cuchillo o conchas, un trozo de ciprés
muerto, muy seco. Se pueden encontrar también manojos de ericáceas
que se han secado al abrigo de rosas a pico, que son inflamables. Con tiempo
seco, las hojas verdes de roble pueden servir también de primer
combustible.
La leña no
falta en ningún lugar de los archipiélagos y los alacalufes
mantienen sus fuegos con materias escogidas, que puedan producir sin mucho humo
un abundante lecho de brasas. Por eso no vacilan en hacer largos viajes en busca
de una madera excesivamente dura y densa, el tepu. Una vez llegada la noche,
para tener un fuego que ilumine, queman de preferencia troncos de cipreses.
Más o menos en todas
partes, a lo largo de la costa, inmensos paños de bosques han sido
incendiados durante los años secos. Estos son, desprendidos del
sotobosque inútil, inagotables reservas de leña seca. se utilizan
sólo los troncos que se han quedado de pie. Los que han caído de
plano sobre el suelo turboso están demasiado impregnados de agua para que
puedan servir de combustible. Los bosques incendiados no son un nuevo aspecto de
los archipiélagos, pues Machado señala en 1768 que en las costas
del canal Bárbara los indios incendiaban los bosques.
En la choza, el fuego mantenido a
ras del suelo, entre las dos aberturas. Los troncos por quemar están
dispuestos paralelamente al eje menor. Ninguna piedra- es ésta una
interdicción estrictamente observada- debe delimitar la superficie del
suelo o servir de soporten los diversos utensilios, tarros, barriles o marmitas
actualmente en uso. La reserva de leña se desparrama afuera. Los troncos
más gruesos y secos se destinan a la calefacción nocturna y al
alumbrado. Cuando hace demasiado frío, el fuego arde toda la noche.
A menudo de ha deducido sin mucho
fundamento que el hecho de mantener el fuego en la canoa era un medio de
calefacción en uso entre los fueguinos durante sus desplazamientos. En
realidad, parece bien improbable que dos o tres tizones que se consumen sobre
una cama de tierra en el fondo de la canoa puedan producir un calor suficiente.
Sólo el que está encargado de no dejar que se apaguen
podría llegar a calentarse las manos. Desde que cada indio tiene su
provisión de fósforos fácilmente renovable, el transporte
del fuego en la canoa no es ya una regla absoluta, pero antiguamente toda
familia que se desplazaba llevaba el fuego con ella. Era ese un procedimiento de
conservación y no un medio de calentarse durante el viaje. La
obtención del fuego por percusión de dos piedras era, en efecto,
larga y difícil.
De un
gran número de conversaciones y demostraciones sobre los diferentes
métodos de producción del fuego, se desprende la certidumbre de
que solo el procedimiento de percusión estaba en uso entre los
alacalufes. Los testimonios de los más viejos de ellos son formales en
este punto. Ellos mismos lo practicaron en casos de necesidad en una
época que no es muy antigua. Es bien difícil precisar en
qué época fueron abandonadas las piedras de fuego. Ya en 1919, en
un cofrecillo de corteza abandonado por los alacalufes, se encontraron
fósforos cuidadosamente envueltos en un pedazo de percala, pero no
piedras de
fuego
.
Según
el decir de los indios, la pirita de hierro no se encuentra sino en la isla
Solitario. Como su nombre lo indica, esta isla está aislada entre un
grupo de escollos que avanzan hacia el Pacífico, al sur del Golfo de
Penas. El cuarzo que sirve para sacar chispas del pedazo de pirita, se halla
más o menos en todas partes de los archipiélagos, pero en gran
abundancia en san Pedro. Durante las demostraciones que nos hicieron, el
operador se sentaba en tierra y se abrigaba cuidadosamente bajo una frazada
vieja que reemplazaba a la capa de pieles de otros tiempos. La materia
combustible esponjosa extraída del tronco ciprés, mezclada con
plumillas, formaba una bola que se afirmaba entre las rodillas. Entonces
golpeaba una contra otra las dos piedras de fuego, pirita y cuarzo, dirigiendo
el haz de chispas hacia la bola de estopa. Cuando se llegaba al primer punto de
ignición, junto con soplar para prolongar el fuego a toda la masa, el
indio tomaba la bola entre sus manos abiertas en forma de copa y con
pequeños movimientos reducía su volumen. Poco a poco el fuego se
prolongaba entonces rápidamente: el indio ponía en tierra la
estopa inflamada y alimentaba el fuego con fragmentos mayores de esa misma
madera esponjosa y con astillas finas de ciprés. La demostración
ha sido muchas veces repetida por diferentes personas, y no se ha observado
nunca ninguna modificación en la manera de proceder.
Ya
ningún indio va a buscar las piritas de la isla Solitario. Nadie conserva
sus piedras de fuego. ¿Podrían, en caso de necesidad, obtener el
fuego de otra manera? No me parece, Para suscitar la contradicción o la
aprobación, se intentaron diferentes modos de frotación no
suscitó de parte de los indios sino reprobación o entretenimiento.
El método alacalufe de
producción del fuego no debió de asombrar mucho a los navegantes,
que apenas lo mencionan. Sarmiento vio en manos de los indios "pedazos de silex
salpicados de oro y de plata" que les servían para encender el fuego: un
indio les hizo la demostración, utilizando plumas en lugar de yesca.
Otros dos ejemplos de producción del fuego observados por europeos son
referidos por el narrador de la expedición de la Santa María de la
Cabeza y por Wallis (1766). Según este último, los indios que
acampaban en la isla Rupert obtenían el fuego "golpeando un guijarro
contra un pedazo de pirita, manteniendo por debajo, para recibir las chispas, un
poco de musgo o de plumillas mezclado a la tierra blanquecina que se inflaba
como yesca; tomaron en seguida hierba seca, que era muy abundante en esos
parajes y colocando allí el musgo encendido, lo inflamaban en un minuto,
agitándolo en el aire". Esta tierra blanquecina que menciona Wallis, bien
podría no ser otra cosa que leña descompuesta y seca. Weddel
(1822-24) comprobó también la producción de fuego de la
misma manera, pero probablemente ente los yaganes, "por choque de un bloque de
pirita contra la piedra silicosa, y las chispas eran proyectadas sobre una
sustancia que se parecía al musgo y que se inflamaba fácilmente".
A
causa de la humedad ambiente, se necesitaba a veces mucho tiempo y esfuerzos
para lograr que las chispas se comunicaran a la materia inflamable, pelota de
plumas finas y de virutas de leña descompuesta. Cuando se presentaba una
dificultad de este género, el indio llamaba al fuego, escandiendo su
percusión por medio de pequeños silbidos breves, después de
haber barnizado las dos piedras frotándolas con carbón de
leña. Esta evocación no ha sido aún olvidada.
La
alimentación. El régimen alimenticio tradicional de los alacalufes
es casi exclusivamente carnívoro. su base son las ballenas varadas, las
focas y los pájaros marinos. Siempre han tenido los alacalufes una
inclinación muy marcada por los alimentos grasos. a bordo de la fragata
Santa María de la Cabeza, preferían el sebo y la grasa que
servían al calafateo del puente a la carne salada que les
ofrecían. El pescado y los mariscos han constituido igualmente en el
pasado una porción abundante de su alimentación. Las arterias
marinas forman la inmensa red tortuosa y desmadejada de los archipiélagos
suministran inagotablemente un alimento que, aunque es exclusivamente marino, es
muy variado y se hallan todas partes, salvo en las aguas demasiado poco saladas
de los fiordos en los cuales se vacían los glaciares.
Las
ballenas se aventuran por los canales marítimos y suelen ser sorprendidos
por la marea que baja, quedándose en seco en alguna bahía, donde
no tardan en morir. El hecho se produce varias veces al año y, si es
advertido por loberos o por una familia alacalufe en viaje, la nueva llega
rápidamente a Edén, y una que otra familia que no perdido
aún su espíritu de independencia, parte silenciosamente durante la
noche y se dirige hacia el lugar de varamiento del cetáceo. El campamento
se establece lo más cerca posible de la ballena varada y durante tanto
tiempo cuando pueda soportar un temperamento de alacalufe, se alimentan de carne
de ballena. Después la familia vuelve a Edén completamente
transformada: la asimilación debe de ser particularmente rápida y
sus efectos duraderos, pues todos se mantienen largo tiempo en estado
floreciente. Los niños, en particular, se ponen irreconocibles por la
capa de grasa que acumulan bajo la piel. en otro tiempo, al decir de los
ancianos, la varadura de una ballena era pretexto de fiestas y danzas para todo
el grupo reunido. En tiempos aún más remotos, un banquete
análogo que relata el P. García Martí (1766-7), que tuvo
lugar en las islas Guayaneco, duró un mes. Dos grupos de indios,
probablemente chonos y alacalufes, fiestaron lado a lado y aprovecharon,
además, la reunión para saldar una antigua cuenta. Once indios
perdieron la vida en la reyerta. El comodoro Byron asistió de lejos a uno
de estos banquetes en el cabo Upright: los indios sacaban del animal
descompuesto, que difundía pestilencia por los alrededores, grandes
pedazos de carne que cargaban en los hombros, llevándola a otro grupo,
sentado en torno al fuego a alguna distancia de allí.
El encuentro de una ballena
varada es un acontecimiento que se repite de tarde en tarde. la foca es el
alimento básico de la alimentación cotidiana, al mismo
título que los mariscos. la fijación del grupo de Edén puso
fin a este modo tradicional de alimentación. En los años 1946-48,
sólo las pocas familias que se negaban a habitar en Edén, o los
habitantes de Edén durante sus fugas periódicas, vivían
aún exclusivamente de focas y mariscos.
La foca es despojada primero a la
vez de su piel y de la capa de grasa adherente, de 2 ó 3 cms. de espesor.
En seguida, durante una segunda operación, la grasa s separada de la
piel. El hígado, el corazón, los pulmones y los riñones del
animal, así como los intestinos, son botados, a causa de una
interdicción. Sólo se utilizan la carne y la grasa. Si la caza ha
sido abundante, la carne se conserva colgada de un árbol p puesta sobre
el techo de la cabaña, hasta que se encuentra en un grado bastante
avanzado de putrefacción. cuando el pelo de la cabeza se cae y la piel
llega a ser ligeramente verdosa, la carne es considerada buena para el consumo.
La cabeza, sobre todo los sesos y la lengua, son un guiso predilecto. La
conservación de la carne de foca por acecinamiento es poco practicada, y
sólo a imitación del charqui (carne disecada y ahumada) de los
cazadores chilotes. Las tiras de carne son entonces enfiladas en varas que se
suspenden al lado del fuego hasta la disecación completa. Pero los
alacalufes recurren raras veces a este modo de conservación. Prefieren la
carne fresca, si los alimentos están faltando, o en estado de
putrefacción avanzada. una parte de la manteca de foca, y a veces de
delfín, es consumida en estado fresco, cortada en tiras, que se
distribuyen a los asistentes: cada uno pasa su pedazo por el fuego el tiempo
justo para que el aceite comience a correr, chupa este aceite y vuelve a
calentar el pedazo hasta que el aceite no corra más. lo que queda de la
tira de manteca es tragado en seguida y cada bocado se corta con el cuchillo
aras de labios. El resto de la grasa es puesto en conserva de una manera tan
inesperada como repugnante: se corta en tiras y después en dados, que se
acumulan en la cara entera de un trozo de cuero cuyos extremos son en seguida
apretados con una fuerte ligadura de liana que pasa por objetillos abiertos con
este fin. Se obtiene así una especie de pelota de unos 30 cms. de
diámetro, herméticamente cerrada, que van a enterrar en un pantano
vecino. Al cabo de cierto número de días, la fermentación
ha producido su efecto y la grasa ha sufrido una notable transformación
de aspecto, olor y gusto. El balón de grasa permanece suspendido en la
choza, difundiendo un olor fétido, y todos, de tiempo en tiempo, le sacan
un bocado en el cuenco de la mano. Sin embargo, cuando nosotros vivimos
allí, sólo los ancianos y los niños absorbían
semejante alimento. Ostensiblemente, los jóvenes se negaban a tomarlo,
por lo menos en presencia de un extraño.
Se halla muchas veces en los
relatos de los misioneros de los siglos XVII y XVIII, que los indios, chonos
o
antepasados de los alacalufes, que vivían al sur del golfo de Penas,
consumían, a guisa de bebida, aceite de foca, "del cual vendría el
color pálido de esos indios y su olor". El hecho es por lo menos curioso.
Parece dudoso que el aceite de foca haya podido servir de bebida. . . El P.
Agueros, que es el historiógrafo de las misiones de América del
Sur, se ha hecho seguramente eco de alguna leyenda de la época.
En
nuestros días, la carne de caza mayor, como la foca, no parece sino raras
veces en las chozas de la pequeña comunidad india de Edén. La caza
de focas se reduce ahora al arponeo ocasional de algún animal dormido en
una playa a alguna distancia del campamento o hallado durante alguna salida de
pesca o de recolección de leña. Pero la caza lejana, tal como se
practicaba en otro tiempo, está abolida. Sólo dos o tres familias
independientes la practican todavía. Por el contrario, los indios de
Edén, sobre todo durante el invierno, practican aún la caza del
huemul, que se encuentra frecuentemente en los macizos montañosos de la
isla Wellington. La carne de este cervídeoes menos apreciada que la de
foca.
Sólo cuando se trata
de mariscos, cada uno separadamente hace cocer la cantidad que necesita. La
carne de foca y de huemul es puesto a cocer para toda la comunidad presente en
la choza, es decir, e grupo familiar y sus visitantes. de vuelta de la
cacería, la foca es dividida en cuartos por un hombre del campamento; el
huemul, caza menor, es cuarteado por una mujer. El repartidor, ayudándose
con su cuchillo, sus pies y sus manos, corta y arranca, forma las partes y cada
familia envía un representante para recibir la suya. Los pájaros,
si hay gran abundancia, son distribuidos a cada familia por el mismo cazador. Si
la caza es pobre, se guarda el producto para sí.
En cada choza, la mujer del jefe
de familia es la encargada de la cocción del cuarto de carne, que es
siempre asado a fuego vivo. La mujer dispone sobre el fuego leños gruesos
y secos, después extiende las brasas y clava en tierra, oblicuamente,
ramas verdes, para formar una especie de encañado sobre el cual la carne
es puesta a cocer. Durante la cocción, la mujer arregla el fuego, da
vueltas con la mano la carne quemante, para que todas las partes estén
igualmente asadas y vela por que la grasa no se inflame. Si eolleg a producirse,
toma un trago de agua y lo proyecta en una red fina y bien dirigida sobre la
carne en combustión. La piel blanca y crujiente, toda embebida de grasa
líquida t traslúcida, de la cabeza y de las aletas son los pedazos
apreciados que pertenecen de derecho al jefe de familia. La cabeza de foca no es
puesta al fuego sino después de haberle sacado el hocico y los bigotes.
Una vez cocida, por lo menos
superficialmente, la carne es dividida y repartida entre los asistentes,
miembros de la familia o extraños, y cada uno, después de haber
comido las partes cocidas según su gusto, cocina el resto a su manera.
Una vez satisfecho, guarda elr esto fuera del alcance de los perros, en los
ramajes de la choza, encima de su sitio habitual. Después de eso, cada
uno se duerme.
Las aves, quetros
y cormoranes, son desplumadas de una manera muy sumaria. Se arrancan primero las
grandes plumas y las otras que puedan sacarse fácilmente. El vello fino
impermeable que recubre el cuerpo de estos pájaros es quemado en las
llamas y lo que queda es rascado con conchas. Los muslos son despojados de la
misma manera de sus plumas cortas y ásperas como escamas. En seguida, los
pájaros son abiertos completamente por una incisión longitudinal,
vaciados de sus entrañas y empalados en trozos de madera sobre las
brasas. Se los comen casi crudos. Una simple asadura superficial es suficiente y
el interior está a menudo tibio todavía. El hígado y las
mollejas se cuecen separadamente.
El pescado ocupa sólo
parte insignificante en la alimentación de los indios de Edén, que
parecen haber renunciado de una vez por todas a la pesca. Sólo aprovechan
del regalo cuando un banco de sardinas se ha varado en la playa. En otro tiempo,
gracias a tranques para peces, los alacalufes atrapaban en gran número
robalos y pejerreyes. En algunos de sus antiguos campamentos, capas
arqueológicas enteras están formadas por detritus de peces de gran
tamaño, lo que debía corresponder a un período
climático diferente del actual. En nuestros días, esos tranques no
son ya mantenidos y no son visitados sino por las contadas familias que
continúan llevando una vida nómade. En Edén, la pesca no es
ya sino una distracción de niños, que atrapan cerca de la playa
pequeños peces voraces que se dejan tomar sin anzuelo, únicamente
con un pedazo de choro amarrado a un hilo. Así como lo hacen con las
ratas o pajarillos, los niños asan al pescado apenas lo han cogido.
Los mariscos, principalmente
cholgas y choros, son el alimento cotidiano. En la choza, fuera de toda otra
ocupación, se pasa el tiempo en hacerlos cocer en la ceniza caliente, a
la orilla del fuego. La señal de que están cocidos es dada por el
chorro de vapor que sale de las conchas depositados en las cenizas, con la
abertura hacia arriba. El músculo adherente a las valvas es separado con
la uña o con un pedazo de concha, y el interior del molusco se lo zampan
casi hirviendo con un sonoro chasquido de lengua. Las manchas -patelas de gran
tamaño- constituyen una golosina. Se comen crudas el mismo día de
la pesca y cocidas al día siguiente. Las pasan unos instantes por las
brasas, justo lo suficiente para que el molusco, de consistencia gomosa, se
separe de su concha de un papirotazo. La palabra que designa al pulgar viene,
por lo demás, de esta función: athales okar, lo que sirve para
sacar a la macha de su concha. Todas las variedades de mariscos, exceptuando a
las machas y a los erizos, se comen cocidas al fuego. Bajo los ramajes que les
sirven de cama, las mujeres guardan siempre una porción disponible de
cholgas y de choros.
La carne de
los animales cazados por la piel, la nutria y el coipu, sirven también de
alimento. La carne de la nutria es particularmente nauseabunda, pero el mal olor
desaparece en parte una vez cocida. En la primavera austral, de noviembre a
febrero, los huevos y los pájaros nuevos en los nidos son muy abundantes.
En otro tiempo, y en nuestros días en medida menor, los alacalufes se
alimentan casi exclusivamente de ellos durante este período. Tienen
preferencia por los huevos empollados, cocidos en la ceniza, después de
haber agujereado la cáscara. Sirven también de alimento ocasional
los grandes gusanos blancos que viven entre la corteza y la leña de los
árboles secos. A causa de su sabor ligeramente azucarado, son una
golosina muy buscada.
Los
niños son sometidos muy pronto al mismo régimen alimenticio que
los adultos. Desde su primera edad los padres les humedecen los labios con grasa
tibia de foca, y más tarde, cuando pueden chupar y tragar alimento
sólido, les ofrecen pedazos de tocino aceitoso y blando o mariscos. Los
niños muy pequeños comparten estos alimentos con el seno materno
y, en caso necesario, con el de una abuela, hasta la edad de 3 años,
más o menos.
En los
relatos históricos y en las tradiciones magallánicas siempre se
dice que los indios de los archipiélagos comían carne cruda. No es
ésta sino una aproximación, pues los mismos navegantes
señalan que comen la carne pasada por el fuego. Sólo Wallis (1766)
relata que un indio devoró crudo un pescado de pies a cabeza. Actualmente
los alacalufes no comen carne rigurosamente cruda. Siempre la pasan por el fuego
y la hacen sufrir, por lo menos por fuera, un comienzo de cocción. Es
probable que lo mismo sucediera en el pasado. En 1599, Simón de Cordes y
Sebald de Weert pasaron cerca de 9 meses en el Estrecho presa de las peores
dificultades. Tuvieron, pues, muchas veces la ocasión de notar las
particularidades de la vida indígena. Un día la tripulación
capturó a una mujer y sus dos hijos. "Ella era de estatura mediana, de
color rojizo, con un gran vientre colgante, un aire feroz, el pelo corto hasta
las orejas; en el cuello, conchas de caracol y en la espalda una piel de ternero
marino, amarrada bajo su garganta por una cuerda de tripas. El resto del cuerpo
estaba desnudo, sus pechos le colgaban. Tenía la boca grande, las piernas
torcidas y los talones muy largos. Como ella no quería comer carne cruda,
le dieron los pájaros que estaban en la canoa. Les sacó las plumas
más grandes, después los abrió con conchas de choro,
cortando primero detrás del ala derecha, después por encima del
estómago y al final entre los dos muslos. En seguida, los limpió,
botó la hiel, las entrañas y el corazón; pero tomó
el hígado, lo pasó por el fuego y lo comió tan crudo
todavía, que la sangre le corría a lo largo de los labios.
Después de eso, sacó el buche, lo volvió del revés,
raspó el interior dos o tres veces con ramillas y, después de
calentarlo un poco, se lo comió. Desgarró con sus dientes el resto
del pájaro, mordiendo adentro de tal manera que la sangre le
corría sobre los senos. Los niños hicieron lo mismo y devoraron a
las aves crudas. Una era una niña de 4 años. El otro no
tenía más de 6 meses. Sin embargo, tenía ya muchos dientes
y comía solo (?). Esta extraña comida se desarrollaba con aire muy
serio, sin que la mujer sonriera por nada del mundo, a pesar de las risas de los
marineros. Después de comer, se encluquilló, sentándose
sobre los talones, en la postura de una mona, mirando más o menos de la
misma manera. Para dormir, se replegó como un montoncito, tan bien que
las rodillas le tocaban el mentón, mientras sostenía a su hijo
menor entre los brazos con la boca pegada al pecho".
La alimentación vegetal es
muy reducida y depende de las circunstancias o de las estaciones: el apio
silvestre, las callampas, de sabor un tanto agrio y fresco, se comen sin
preparación, en el sitio mismo en que se encuentran. A partir de enero,
cuando las bayas empiezan a abundar por todos lados a lo largo de playas y
terrenos pantanosos, las mujeres salen de cosecha. Casi ninguna de esas bayas es
dulce, excepto el calafate (berberis buxifolia), poco abundante en los
archipiélagos, pero que suele encontrarse en ciertas playas bajas y
arenosas en los rincones menos expuestos. Es un arbusto espinoso, que forma
parte del paisaje de estepa de las pampas, pero, transportada por los
pájaros, su semilla ha germinado en todos los sitios favorables de los
archipiélagos. Produce unas bayas de un negro violáceo muy jugoso,
azucarado y de gusto exquisito. Los frutos del michai (berberis ilicifolia) son
semejantes a los del calafate, pero secos e insípidos. Una pequeña
baya rosada de agradable perfume, producida por una mirtácea rampante
(myrteola nummularia), que vive entre los musgos de los pantanos, es muy
apreciada por los indios. La chaura (pernetya mucronata) es una ericácea
de follaje punzante que se encuentra en abundancia en las orillas de los
estuarios de los ríos. Las bayas que produce tienen el tamaño de
una cereza silvestre, bastante agradable al gusto, con un ligero sabor de
almendras amargas. Los indios las consumen en pequeñas cantidades cada
vez, y sólo después de haber pasado por las llamas las ramas
cargadas de frutas, a fin de defenderse, dicen, de las propiedades muy laxantes
de estas bayas. Algunas otras plantas de la familia de las ericáceas y de
las mirtáceas producen bayas, pero los indios generalmente no las cogen.
En las playas más abrigadas crecen el grosellero silvestre, cuyos racimos
llegan a madurar hacia el mes de marzo, el fruto lobulado del canelo, cuyo sabor
acre y quemante es intolerable; los frutos de la fucsia, los brotes del
tenío, de sabor resinoso. Los alacalufes consumen también, tal
cual, las flores carnudas y crujientes del copihue (philesia buxifolia) y, a
principios de la primavera, los báculos nuevos de los helechos. Este
conjunto constituye la lista actual más o menos completa de las bayas y
frutos diversos que el verano austral proporciona a los habitantes de los
archipiélagos.
El autor de
la relación del viaje de la Santa María de la Cabeza señala
que, además del apio silvestre, los indios "comían sus
raíces cocidas a fuego como papas". Por otra parte, el teniente Kirke,
compañero de Fitz Roy, señala en los archipiélagos la
existencia de patatas silvestres (wild potatoes) que crecen en cada
bahía, por encima del nivel de las altas aguas, entre el apio silvestre.
se puede dudar de que la papa, cultivada en Chiloé, pueda crecer en los
archipiélagos. Debe, pues, de tratarse, en las dos citas precedentes, de
las raíces rizomatosas de ciertas hierbas canas. Pero actualmente los
alacalufes no hacen caso de este vegetal, como tampoco de dos especies de algas
con que se alimentaban en otra época: una laminaria de gran
tamaño, el cochayuyo, (durvillea utilis), y una pequeña alga verde
laminada, el luche, que son el alimento tradicional de los habitantes de
Chiloé. Durante los siglos pasados y tal vez hasta época reciente,
estas dos especies de algas eran consumidas crudas por los habitantes de los
archipiélagos, con una clara preferencia del cochayuyo, "esas grandes
hierbas que crecen en las rocas, en la resaca, y que parecen colas de culebra",
según la descripción de Ladrillero.
No hemos mencionado aún la
bebida de los alacalufes. No existe otra que el agua del río vecino o, a
falta de río, el agua siempre teñida de marrón que se junta
en un hoyo cavado en la turbera, cerca de la cabaña. De día y de
noche, los indios absorben a cada instante grandes cantidades de agua. Se pasan
sin cesar los tarros de agua que antes contuvieron aceite mineral, y que
están siempre en reserva en un rincón de la cabaña.
Gracias a los recuerdos de los
antiguos, es fácil descubrir las modificaciones recientes introducidas en
el régimen alimenticio de los alacalufes. Estos recuerdos se remontan,
con exactitud bastante grande y con todas las precisiones útiles, a los
años 1910 ó 1920. Las expediciones de cacería de pieles en
los archipiélagos empleaban entonces un numeroso personal repartido en
cuadrillas, que acampaban durante varios meses al lado de las playas de
estacionamiento de las focas. Los indios se unían a los trabajadores
chilotes y los ayudaban con habilidad y eficacia en su trabajo de cacería
y preparación de cueros.
Las novedades de esa época
eran sobre todo el alcohol, el vino y el tabaco, suministrados en abundancia por
las goletas que volvían del puerto libre de Punta Arenas. Un día,
tal vez hacia 1925, una embarcación cargada de barricas se
despanzurró en la costa. En poco tiempo llegaron los indios al lugar y
mientras duraron las barricas, duró la orgía. Los indios cuentan
la aventura con una euforia y lujo de detalles que no se han debilitado desde
ese tiempo: toda la tribu se emborrachó perdidamente, hasta los
niños chicos. Cuentan que hasta los perros, participando de la ebriedad
general, se pusieron a beber. Hubo batallas y varios ahogados. Al remover estos
recuerdos, con más de un cuarto de siglo de antigüedad, toda la
cabaña entra en una alegría desacostumbrada.
Lámina
IX
20.
Alacalufe sobre el puente de un navío 21. Alacalufes de visita a bordo
de un navío
Lámina
X
22.
Kostora y su nieta, hacia 1930 23. Tcefayok enfermo, con frente vendada con una
trenza de cuero
Por
unos vasos de alcohol o de vino, que los loberos distribuían, por lo
demás, liberalmente, los alacalufes estaban dispuestos a proporcionar
mano de obra gratuita, aun a cambiar sus pieles de foca y de nutria que les
servían de vestidos, y hasta sus mujeres. Pero, en manos de los chilotes,
el alcohol no dura mucho, y no parece que su consumo haya tenido otras
consecuencias que escenas de ebriedad más o menos repetidas y
acompañadas, como de costumbre, por reyertas, muertes violentas y
ahogados. Los indios catalogan de buenos y malos a los capitanes o patrones de
las goletas loberas de ese tiempo, según su liberalidad en la
distribución del alcohol.
Cuando declinó el comercio
de cueros de foca, los indios se quedaron prácticamente privados de
alcohol, y no pudieron ya procurárselo sino de una manera ocasional
cuando los cazadores de pieles que trabajaban por su cuenta, como se hace en
nuestros días, podían adquirirlo a bordo de los buques en
tránsito a cambio de su mercadería. Tal era para ellos el medio de
atraer a los indios a sus ranchos, para quitarles las mujeres o algunos
muchachos que les servían después de marineros, o aun para
robarles sus capas de nutrias de gran valor, a cambio de una botella de alcohol
de mala calidad. Desde esa época, los alacalufes han conservado un
apetito inquietante por el alcohol, que con tantas dificultades podían
procurarse. Hacia 1846, sin embargo, no se abrían atrevido a proponer a
bordo de los buques un cambio de wadchacay por pieles finas. Tanto viejos como
jóvenes se contentaban con pedirlo tímidamente y casi siempre sin
resultado a los hombres de la tripulación. En 1953, los jóvenes
tenían ya sus conocidos entre las tripulaciones y negociaban
clandestinamente sus pieles a cambio de alcohol. Los alacalufes que viven con
los loberos comparten definitivamente la suerte de éstos. Algunas veces,
después de un año de vida muy dura, todo el grupo vuelve a
negociar las pieles en el boliche de Río Verde, en la costa oriental del
seno Skyring y todos se beben íntegramente las ganancias en dos o tres
días, para volver, acabada la última botella, a su chalupa, con
sus perros y algunos víveres, y volver a comenzar una nueva etapa de
nomadismo y de caza. Esta experiencia del alcohol es un hecho relativamente
reciente. En el curso de la historia se ha referido a menudo (Wallis, Sarmiento,
Vargas y Ponce) que se ofrecía a los indios vino o alcohol y que,
después de probarlo, lo rechazaban.
Cuando se empleaban con los
loberos, los alacalufes bebían a cada instante del día, a falta de
alcohol, café de higos y de avellanas tostadas y comían las
"galletas" compacts cocidas bajo la ceniza. Por lo demás, la
alimentación de los loberos era idéntica a la de los indios, y
consistía en productos del mar, carne de foca y mariscos, a los cuales se
agregaban algunos productos de caza, y, en su tiempo, huevos. Los alacalufes
eran sus proveedores.
Hacía 1940, cuando el
decreto presidencial de protección a los indios empezó a ser
aplicado, el régimen alimenticio se modificó sensiblemente. Sobre
todo los productos de la caza y de la pesca - éstos en menor medida-
llegaron a ser alimentos complementarios de los que no se podía, es
claro, prescindir, pero dejaron de ser los alimentos básicos. Los
productos de la pesca, sobre todo los choros y los erizos, que tenían un
justificado renombre de finura y que gozaban de gran demanda a bordo de los
barcos, se convirtieron en artículo de cambio. Cuando los víveres
eran distribuidos con abundancia y regularidad, los indios no salían de
pesca sino cuando se preveía la llegada de algún buque. Esto
llegó a ser una especie de costumbre establecida, y los comandantes de
naves, a veces chilenos, pero más frecuentemente extranjeros,
hacían una escala especial en Edén para aprovisionarse de choros y
cholgas pescados por los indios. En cuanto a la caza, se convirtió para
ellos en una especie de deporte, en una diversión contra el aburrimiento
y la inacción forzada, sobre todo para los antiguos, que se acomodaban
más difícilmente que las jóvenes a una estabilidad y
seguridad alimenticias, que debían pagar ahora, sin embargo, al precio de
su libertad. De tiempo en tiempo, después de haber economizado en las
distribuciones de víveres un saquito de arvejas y un poco de café,
alguna familia de alacalufes abandonaba el campamento silenciosamente en plena
noche y desaparecía por meses en los archipiélagos.
El alimento otorgados los
alacalufes es adquirido por el puesto de Edén a base de un presupuesto
especial de 100.000 pesos 8de 300 a 50 mil francos, según el cambio), que
permite adquirir un stock abundante de víveres, más que
suficiente, constituido en gran parte por legumbres secas, arvejas partidas,
fréjoles, lentejas, arroz, chícharros, pastas, porridge,
azúcar y a veces lecheen tarros para los niños, y de tiempo en
tiempo un poco de harina. Se le han proporcionado sólidas ollas de hierro
al mismo tiempo que alimentos, pero las ollas han sido puestas
rápidamente fuera de uso y han sido reemplazadas por grandes latas de
conservas provistas de un mango de alambre. Para obtener el alimento cotidiano,
los indios tienen que estar presentes en Edén y tienen que prestar
pequeños servicios en el puesto, tales como ir a buscar leña,
cortarla, traer mariscos, a cambio de un pequeño suplemento de
alimentación.
Cada mujer
viene a recibir su ración y prepara de inmediato la comida en la choza.
La comida consiste en llenar de agua el recipiente, bidón o marmita, en
echar adentro el alimento, aunque sea suficiente para varios días y en
dejar hervir todo a fuego rápido, agregando agua para compensar la
evaporación. El azúcar es el condimento adaptable a todos los
guisos. Cuando el plato está cocido, o se lo considera tal para
satisfacer la general impaciencia, el alimento es repartido entre todos los
habitantes de la choza, incluso los visitantes, en latas viejas o en platos de
hierro enlozados marcados con el timbre de las diversas compañías
de navegación. Sirviéndose, a guisa de cuchara, de una concha de
choro recogida al azar en el suelo y limpiada a dedo, todos comen en silencio y
con gravedad. Los perros, ansiosos y hambrientos, van de un plato a otro,
arriesgándose a los bastonazos cuando lamen el de algún
niño sin defensa. El alimento sobrante se conserva en latas que cuelgan,
por precaución, de los puntales de la choza.
La llegada del recipiente para
cocer los alimentos, ollas o latas viejas de conservas que ocupan su lugar,
así como la distribución casi gratuita de víveres nuevos,
es la única revolución que se ha producido en el régimen
alimenticio de los alacalufes. El uso de alimentos hervidos no se aplica, por lo
demás, sino a estos productos extraños a los archipiélagos.
Más, aquello que en todos los tiempos el mar o la tierra proporcionan a
los alacalufes, sigue siendo consumido según la usanza tradicional,
cocido al fuego o crudo, según los casos, pero nunca hervido. Los
alacalufes no aceptan comer carnes o mariscos hervidos sino cuando tienen que
compartir la comida de europeos o de loberos chilotes.
Cuando los alacalufes disponen de
un poco de harina, hacen con ella galletas a la manera chilota. Arrastran
siempre, de un campamento a otro, una artesa para amasar, tallada con hacha en
un tronco de árbol, regalo de los loberos o robada en sus ranchos.
Ahí los indios amasan la harina con agua tibia, hasta obtener una galleta
consistente, aplanada, que cuecen bajo la ceniza, pues, a causa de un
tabú, no pueden cocerla sobre la arena de playa sobre la cual han
encendido un gran fuego.
En la
medida restringida y sujeta al azar, cada paso de buque significa para los
indios de Edén un apreciable suplemento de alimentación, pan,
carne, fruta destinada a los niños, pero de la cual los adultos se
aprovechan también. El fruto más apetecido es la manzana. Los
indios se llenan de manzanas cuando pueden obtenerla. Los barcos de pasajeros,
no pueden casi ofrecer a los indios sino los restos de la comida del día.
Por el contrario, las escalas de los barcos de guerra o de los buques de carga
extranjeros, que pasan más raras veces, pero cuyo personal es más
curioso y está menos adaptado al espectáculo, dan lugar a
generosas distribuciones de víveres o aplanturosas comidas a bordo, de
las cuales se aprovecha toda la comunidad indígena de Edén. La
repartición es forzosamente desigual, pues se tiene más
consideración por las caras acomodaticias y más generosidad por
los que saben pedir mejor. Pero en el campamento se efectúa la
igualización y cada uno tiene su justa parte en la opulencia general,
tanto en víveres como en cigarrillos finos, jabones y otros
artículos.
Toda hora es
buena para comer. Al despuntar el día, sin salir de las pieles, ropas,
frazadas viejas y sacos que la recubren, la mujer alacalufe estira el brazo y
pone en orden brasas y tizones, a menos que el fuego haya sido mantenido toda la
noche, si ésta ha sido excepcionalmente fría. De todas maneras, lo
más a menudo en la mañana el fuego arde aún bajo la ceniza.
Cuando el calor empieza a difundirse en la choza, los dormidos salen de su
somnolencia, cada uno saca de debajo de los ramajes de su cama su
provisión de mariscos y los pone a cocer. El tarro de agua pasa de mano
en mano y todos beben en abundancia. Después de estirarse, rascarse y,
por fin, despertarse, todos ocupan en torno al fuego la posición sentada.
Si al día debe pasarse en la inacción y la alimentación es
suficiente, el tiempo se divide entre comer y dormir, en la propia choza o de
visita en las chozas vecinas. A la caída de la noche, el fuego de la
velada es preparado con gruesos troncos secos que darán calor y luz por
largo tiempo sin humo. Cada uno vuelve insensiblemente a su rincón y a
sus ropas de noche y se cala entre los perros. Un círculo de cholgas se
cuece en torno del fuego, puestas en posición recta en la ceniza. De
tiempo en tiempo, un brazo desnudo coge vívidamente alguna, la deja
enfriarse y se oyen en la semi oscuridad claqueos de lengua satisfechos. La
velada puede, así, durar una parte de la noche, una vigilia silenciosa en
que la conversación alcanza el volumen de un soplo, acompañada por
el alimento que se absorbe hasta el naufragio del sueño.
Así como es capas de
absorber una enorme cantidad de alimento, con una capacidad que parece
ilimitada, así también el indio alacalufe es capas de resistir al
hambre cuando circunstancias como el mal tiempo le imponen un ayuno forzado. No
le queda entonces otro recurso que no emplear mal sus fuerzas y esperar en la
inmovilidad que las mujeres puedan ir a pescar de nuevo. Si la situación
amenaza volverse trágica, un hombre del campamento se sacrifica y sin
comer parte a la montaña con sus perros. Volverá con un huemul al
hombro, sin haberlo tocado. A menudo la ausencia puede ser larga y durar dos o
tres días, bajo la nieve, la lluvia o el viento.
En
casos menos extremos, cuando un alacalufe debe ir a trabajar por cuenta del
puesto de Edén a una lejana jornada forzosa de leña, o por su
propia cuenta a escabar su canoa en el bosque, a varias millas de su choza, no
lleva nunca alimento consigo. No come sino lo que encuentre en el lugar, en la
orilla del mar o en su camino en el bosque.
El
vestuario. No está tan lejos el tiempo en que los alacalufes llevaban
aún su vestimenta tradicional, una capa corta de piel bruta de foca, de
nutria, de coipu o algunas veces de guanaco, con que cubría sus espaldas.
El vestuario europeo existía entre ellos de una manera esporádica.
Sarmiento (1578-80) distribuyó los primeros vestidos. Los navegantes que
vinieron después hicieron a menudo otro tanto. Sólo después
de las últimas dos décadas del siglo XIX se distribuyeron ropas
con tanta largueza como para desplazar progresivamente a la capa de pieles. Casi
todos los alacalufes de edad mediana se acuerdan de haber usado capa de pieles
hace 25 ó 30 años.
Según
los relatos de cuatro siglos de historia, la forma del vestuario indígena
de los archipiélagos casi no ha variado. Sólo la materia prima
cambiaba, según los lugares habitados: pieles de foca o de nutria,
especialmente en los archipiélagos del oeste, pieles de huemul en el
Estrecho y en los senos de Otway y de Skyring y pieles de guanaco hacia el
límite oriental del dominio de los alacalufes. Esta repartición
corresponde más o menos al hábitat de los animales de pieles
finas.
Sarmiento vio indios
vestidos así en el Estrecho y Ladrillero en la isla Campana. Según
este último, "estaban vestidos con pieles de focas y ciervos y otros
animales, con los cuales se cubren las espaldas y que les llegaban un poco
más abajo de la cintura o a veces hasta las rodillas y se amarraban al
cuello con una pequeña correa; la piel pasa sin preparación del
animal al hombre y el cubre-sexo no existe". Wood (1670) cuenta que los indios
que acampaban en la isla Isabel llevaban capas de piel de guanaco que
debían probablemente cazar en las pampas continentales vecinas.
Simón de Cordes y Seebald de Weert (1598-99) habían capturado a
una mujer india" que estaba vestida con una piel de perro marino (foca) que le
cubría las espaldas y que estaba amarrada bajo su garganta con una cuerda
de tripa, pero todo el resto de su cuerpo estaba desnudo". Según el
testimonio de Narborough, en 1699, parece que todos los indios de la isla Isabel
estaban vestidos con pieles de guanaco, que cambiaban por cuchillos y perlas a
los marinos. En Agua Fresca, en el Estrecho, "tenían también capas
de piel de nutria y de foca bien cosida juntas, formando una pieza cuadrada de
más o menos 5 pies de lado o aun a la medida de la persona, con la cual
se envuelven. Tienen igualmente capas de pieles de pájaros con el vello
adherente, y fragmentos de piel con los cuales se envuelven los pies. Pero raras
veces usan sus vestidos y prefieren andar desnudos, aun con tiempo frío.
Sus partes privadas están al descubierto, aunque algunas mujeres las
recubren con un pedazo de piel. El vestuario es el mismo para los hombres y las
mujeres. Pero los hombres llevan bonetes y no las mujeres. En cambio, estas
últimas usan brazaletes de conchas en torno al cuello, y no los hombres".
El P. García Martín
(1766-67), observo en la isla Campana que los vestidos de hombre y mujeres eran
idénticos, constituidos por pieles de nutria o de foca, que
recubrían lo alto de los hombros hasta la cintura, dejando la parte
delantera del cuerpo enteramente desnuda. Las pieles de aves eran igualmente
utilizadas como vestido. Bougainville (1767) observó en puerto Galant que
los vestidos de piel de Guanaco eran escasos: sin duda debían de provenir
de parte oriental del Estrecho. Según el mismo Boungainville, los indios
hallados en la Bahía Francesa llevaban pieles de focas muy
pequeñas y unas pocas pieles de guanaco. Las pieles de foca
servían igualmente para recubrir la choza y como vela de la canoa.
A menudo los indios encontrados
en la parte más occidental del Estrecho estaban vestidos con pieles de
focas, nutria o de guanaco. Según un texto de Byron (1741), los vestidos
de los indios - hallados en el Cabo Quod y en la Isla Isabel - "son de una sola
pieza de cuatro pies por cuatro, y se completan con una especie de calzado de
piel. Los hombres llevaban bonetes de piel de pájaro con sus plumas,
pero, en lugar de bonete, las mujeres llevaban collares de conchas y su vestido
de piel era a veces amarrado a la cintura. Algunos hombres estaban completamente
desnudos. Los indios hallados cerca del Cabo Froward llevaban pieles de animales
desconocidos (se trata sin duda de huemules), tan pequeños, que apenas
llegaban a cubrir su desnudes".
El narrador de la
expedición de la Santa Maria de la Cabeza anota que la piel de foca que
los recubre desciende hasta medio muslo. La amarran a la cintura con una correa
y llevan una tapa barro de plumas. Tienen también una especie de calzado
hecho con un pedazo de piel de foca amarrado a los tobillos, que envuelve como
una especie de saco. Las mujeres llevan también una capa amarrada a la
cintura, pero a veces se envuelven con ella también el pecho, pasando la
capa bajo los brazos y sujetándola en los hombros.
Serrano Montaner, 1886, en el
Canal Ojeda, no halló sino indios desnudos, con el sexo solamente
recubierto por pedazos de cuero colgantes a la cintura. Fitz Roy, durante su
largo período en el Estrecho y en el archipiélago, desde 1826 a
1836, se topó en numerosos puntos con indios siempre vestidos de
diferentes maneras. A veces llevaban una capa de guanaco a la manera de los
patagones; otras veces pieles de foca o de nutria o guanaco en fragmentos, como
ocurrió en el Canal Magdalena. Los rincones superiores de la piel eran
mantenidos por una correa de tendones o de cuero que cubría el pecho y un
lazo parecido lo sujetaba alrededor de la cintura. El apego de los indios a sus
vestidos eran tan poco marcado y tan grande era su frenesí por cambiar
cosas cuando se presentaba la ocasión, que lo abandonaban todo y se
quedaban desnudos y tiritando.
En
1866, los indios que vio Cunningham en el Canal Bárbara no llevaban
vestidos europeos, pero sí los pedían con insistencia, así
como pedían tabaco.
En su
forma tradicional, la vestimenta de los alacalufes era muy reducida. Su estado
de semidesnudez, y a menudo de desnudez completa, hay impresionado siempre a los
navegantes, hasta una época muy reciente. Como muchos otros elementos de
su vida, su vestimenta tradicional está hoy completamente abandonada, y
todo lo que llevan es de origen exterior a los archipiélagos.
Desde que los buques que pasan
por el Estrecho o por los archipiélagos se hallaron en contacto, por
necesidad o por simple curiosidad, con los alacalufes, les distribuyeron
abalorios, perlas, pequeños espejos, cintas, trozos de tela y vestidos.
De parte de los navegantes era un gesto bien natural de compasión dar
artículos usados a esos pobres seres, que tiritaban bajo la mordedura del
viento y de la lluvia helada, con el cuerpo desnudo untado de aceite de foca.
Sería inútil reproducir de estos relatos las escenas curiosas que
han sido frecuentemente referidas. Espontáneas o provocadas, las primeras
experiencias vestimentarias han sido largamente descritas. Aun en los
testimonios orales de algunos marinos; las escenas grotescas y los detalles
burlescos son, a veces, todo lo que queda de las experiencias vividas con los
alacalufes. Haciendo abstracción de su valor anecdótico, estos
relatos suelen suministrar informaciones interesantes, a menudo confirmadas por
los mismos indios. Su excelente memoria puede reconstruir fielmente las
circunstancias en las cuales abandonaron progresivamente o trocaron su capa de
pieles por ropas europeas.
Hace
más o menos un cuarto de siglo, la capa de pieles era la vestimenta
única y tradicional de los alacalufes. Existían dos clases de
capas: una de piel bruta de foca (lo más a menudo foca de piel fina); de
una sola pieza, muy rígida, sujeta al cuello por una amarra de cuero, que
protegía, por lo menos, los hombros. Por el contrario, la capa de pieles
cosidas juntas (nutrias, focas jóvenes de piel fina o coipus), era mucho
más suelta y envolvente. Su forma era rectangular y cubría el
cuerpo desde los hombros hasta media pierna. Una tirilla de piel cerraba la
vestidura en torno al cuello.
Las
pieles eran cuidadosamente descarnadas, adelgazadas, estiradas y rozadas.
Decían los indios que las cosían "con hilos de cola de ballena",
probablemente algunos tejidos fibrosos extraídos de la cola de la
ballena. El pelo de la capa de pieles era ordinariamente llevado hacia afuera.
En canoa, el traje de pieles era molesto para remar. Por eso, preferían
echárselo sobre los hombros o quedarse completamente desnudos. Lo mismo
sucedía con la caza o las caminatas a través del bosque. La capa
de pieles servía de frazada para la noche.
Las capas de pieles de nutria
eran bellas piezas de pieles que excitaban la codicia de los cazadores de todas
las nacionalidades que frecuentaban los archipiélagos hacia fines del
siglo pasado, cuando los interesados no les daban mucha importancia, con tal que
les dieran frazadas a cambio. Estos intercambios, libres primero, fueron
seguidos por robos de una y otra parte. Con seguridad data de está
época la palabra skin con la cual los alacalufes designan sus capas. En
cuanto a las otras pieles, foca común o huemul, servían y sirven a
veces todavía, más raras veces ahora, para cubrir el suelo de la
choza.
La vestimenta tradicional
se completaba con una tira de piel de foca apretada a la cintura, que llevaba en
su parte anterior un pedazo de cuero que servía de tapa-sexo. Aun hoy,
los hombres de más edad, llevan solamente, como una supervivencia, un
pedazo de cordel alrededor de los riñones, con una tira de tela, que cae
sobre el pubis.
Las larguesas
vestimentarias con los alacalufes fueron primero muy esporádicas, y las
ropas, tras haber sido objeto de una codicia y de una curiosidad infantil, eran
bien pronto abandonadas, despedazadas o utilizadas de una manera que no
tenía nada de común con su destino primitivo. Se puede decir que
desde mediados del siglo XVI hasta 1930, el llevar un vestido de forma europea
no fue sino un acontecimiento anecdótico en la vida de algunos
alacalufes. Cuando la navegación se intensificó en los
archipiélagos, pudieron obtener ropas, cuya existencia y cuyo uso
conocían desde hacia largo tiempo, en cantidad suficiente y de una manera
bastante continua como para abandonar definitivamente la tradicional capa de
pieles.
En los tiempos
más prósperos de la caza de pieles en los archipiélagos,
desde 1890 a 1914, buen número de alacalufes trabajaba a bordo de las
goletas de los loberos. Entre los objetos que recibían a cambio de su
trabajo, figuran las frazadas y las ropas usadas. Es curioso anotar que los
alacalufes adoptaron de buena gana los vestidos que recubren la parte alta del
cuerpo, pero el pantalón, que les entrababa la marcha, no fue utilizado
sino más tardíamente. Fotografías tomadas en 1920 muestran
a los hombres vestidos solamente con chaquetas y camisas.
Las mujeres eran mantenidas al
margen de las generosidades vestimentarias. Sólo unas pocas familias
alacalufes, que hacia 1912 trabajaban en el Estrecho de Magallanes por cuenta de
cazadores de pieles vestían, tanto hombres como mujeres, a semejanza de
sus patrones. Por el contrario, los chilotes que cazaban en los
archipiélagos del oeste no proporcionaban a sus ayudantes alacalufes
vestidos para sus mujeres. Por razones muy precisas, éstas eran
cuidadosamente mantenidas a distancia de los loberos. Por eso las mujeres han
conservado más largo tiempo que los hombres el uso de la capa de pieles.
Desde que se estableció el tráfico de pasajeros en los
archipiélagos con regularidad y frecuencia, las mujeres recibieron
también vestidos. Actualmente, los reciben en mayor cantidad que los
hombres. Los gasta también mucho más, pues como los tejidos de los
trajes femeninos europeos son más frágiles que los de los trajes
de hombres, no pueden resistir al uso sin ser reducidos al estado de andrajos.
Por Decreto del Presidente Don
Pedro Aguirre Cerda, los alacalufes fueron colocados bajo la protección
de la Armada chilena, de la cual reciben una apreciable cantidad de ropa
militar, usada, es verdad, pero en su mayoría en estado de ser llevaba
aún con decencia. Estas donaciones, suficientes por sí mismas, se
completan con todo lo que los alacalufes pueden recibir a bordo de los barcos en
tránsito: uniformes de marinos, gorras, tejidos, ropa interior, aun ropa
interior femenina, corbatas y bufandas.
Los trajes son a veces muy
groseramente reparados. Con frecuencia sufren transformaciones. Con el hilo y
las agujas que les dan a bordo, cada uno zurce o reajusta por su cuenta sus
propios vestidos. Las mujeres confeccionan batas y a veces piezas más
complicadas, a base de sacos viejos de harina o de azúcar. La naturaleza,
el peso, el origen del antiguo contenido, impreso en grandes letras rojas o
negras sobre la tela, sirven de motivos ornamentales. Es sorprendente comprobar
con qué espíritu de imitación las mujeres alacalufes llegan
a copiar con cierta habilidad un corte de vestido, redescubriendo todos los
artificios de montaje y de costura, y recortando copias en géneros de
sacos. Después de algunas breves demostraciones, con ovillos de lana
obtenidos a bordo y palillos hechos con alambres, algunas mujeres se han puesto
a tejer. Cuando tenían ovillos de lana de diversos colores trataban de
reproducir motivos a rayas. Pero ninguna a podido confeccionar otra cosa que
fajas estrechas de tejido, primero por falta de lana y sobre todo por falta de
competencia por parte del demostrador. En materia de costura, los hombres se
muestran mucho menos inventivos. Los más cuidadosos se contentan con
reparaciones muy sumarias, pero la mayoría se acomoda muy bien con ropas
harapientas.
Actualmente, los alacalufes que viven en la
Bahía de Edén se ven periódicamente bastante bien vestidos.
Las pocas familias que sobrellevan aún una vida completamente
nómade están menos acomodadas. Sin embargo, conservan
preciosamente en su kyakyon (caja) los mejores vestidos que hayan podido
obtener, para ponérselos cuando pasan por Bahía Edén. El
resto del tiempo, estos indios nómades se visten de andrajos. Parece que
tanto ellos como los sedentarios han adoptado el vestido como un emblema de
elevación cultural. Para los alacalufes más ancianos, esta
cuestión de símbolo no se plantea. En cambio, es de primera
importancia entre los jóvenes de ambos sexos. Entre ellos, la
adopción del vestido aparece como una transformación definitiva de
uno de los puntos de su vida. Esta necesidad es a menudo satisfecha. A los
antiguos, hombres y mujeres, les gusta, por el contrario, liberarse de la
coacción de las ropas, y recuperar, en el interior de la choza o en sus
aledaños, la completa libertad de sus movimientos, y calentarse el cuerpo
entero sin la pantalla del vestuario. Pero ni los jóvenes
consentirá en mostrarse desnudos en la choza, ni los viejos se
atreverán a presentarse afuera sin ropa. Sin, embargo, unos y otros
conceden importancia secundaria a las formas, dimensiones, deteriores o destino
original de sus ropas: hasta el andrajo informe salvaguardia el principio.
Hasta los 12 años, más o
menos, los niños viven completamente desnudos o vestidos con desechos de
los grandes. En todo tiempo, con lluvia, viento o nieve, pueden jugar afuera sin
ningún vestido. Los más chicos juegan a ponerse trajes
desmesurados para su estatura.
El
niño, hasta la edad de 2 ó 3 años, está siempre
completamente desnudo. Cuando una mujer alacalufe se desplaza, transporta al
menor de sus hijos de pocos meses, y algunas veces también al
algún otro poco mayor, amarrado sobre su espalda en un pedazo de frazada
que forma un saco, cuyos extremos pasan por encima de los hombros y sostenidos
con las dos mano. En otros tiempos, este saco lo hacían con la capa de
pieles de la madre, o en una piel de foca nueva o de pingüino.
Contrariamente a la costumbre de las mujeres onas, las mujeres alacalufes no
usan cuna. El pequeño duerme al lado de sus padres, bajo las mismas
ropas. Durante el día, se acurruca en la falda de la madre o es portado
en la espalda de ella. Si la madre tiene que ausentarse, el padre carga al hijo.
El
calzado europeos de introducción más reciente que el vetido. Su
aprovisionamiento es también más difícil y más
irregular. Su uso es más limitado. Los jóvenes ven en el calzado
el complemento indispensable del vestido. Les cuesta prescindir de él, a
pesar de su estado de ruina o incomodidad. Los zapatos les traban la marcha, no
sólo porque se llenan de agua, sino también porque o son
desmesuradamente grandes o demasiado estrechos. Los pies de los indios, anchos t
planos, no calzan bien en zapatos estrechos y combados. A menudo los zapatos
están rotos. La primera preocupación de los alaclufes que llegan a
su choza es descalzarse. A veces también abandonan por un tiempo los
zapatos. No les cuesta mucho aceptara que su uso es penoso y doloroso y que
descalzos pueden caminar con mucha más facilidad y destreza, pero hallan
cantidad de razones para justificar la necesidad de zapatos, especialmente de
botas de caucho, aun cuando estén rotas o desprovistas de suelas. Las
mujeres y los ancianos andan descalzos. Muchas veces se ha ensayado el uso de
zapatos en las mujeres, pero ninguna de ellas ha podido prolongar la
experiencia.
Los
adornos. Entre los alacalufes actuales, no existen ya los ornamentos
tradicionales sino en cantidad de raros vestigios. Los hombres, especialmente,
los han abandonado. Cuando tienen la posibilidad de escoger cosas de su gusto,
en un lote de trajes enviados por la Armada o el Ejército. O durante una
distribución a bordo de algún barco, toman de preferencia lo que
los distinguirá menos. Para no singularizarse, rechazan los vestidos
llamativos que les ofrecen, bien por broma, bien creyendo darles gusto, pero
aceptan contentos corbatas y bufandas de color. Anillos de pacotilla o guantes.
Sólo los alacalufes más viejos se encasquetan sin chistar un gorro
galoneado de uniforme o una bata de levantarse de colores abigirrados.
Sin
embargo, las mujeres han mantenido cierto gusto por los adornos. Todas
están ahora provistas de rojo para los labios y de afeites, de los cuales
abusan descaradamente los días en que se presenta un gran acontecimiento,
como la llegada de un buque de la Bahía Edén. Ellas conservan
cuidadosamente en su tallo toda una colección de perendegues baratos,
anillos y aros de oropel o de las materias plásticas, peinetas, cintas
para el pelo, chales, y a veces pulseras y prendedores. Los niños juegan
con ellos, los rompen, los pierden, pero el stock se renueva cada vez que un
buque de pasajeros se detiene en Puerto Edén. Los vestidos de colores
vistosos, especialmente las telas de flores estampadas son muy cotizados. Se
detallan e interpretan detenidamente los dibujos, aunque sean escenas holandesas
o plantas tropicales. Adornarse es un acto social. Cuando había 60
alacalufes o más acampados a la vez en Edén, las mujeres
jóvenes se preocupaban mucho de su toilette para ir a bordo de un barco.
Ahora (1953), sólo 2 ó 3 familias viven cerca del puerto, y cuando
fondea alguna nave, ya nadie se arregla para ir a mendigar a bordo.
En la vida de todos los
días, las mujeres de más edad llevan ornamentos que recuerdan a
los de tiempos pasados: collares con montura de hilo hechos de conchas de
caracoles violetas y nacarados o de piezas tubulares de moluscos, intercalando a
veces alguna medalla de aluminio o algún botón de uniforme. En
cuanto a los jóvenes, no han conservado el simbólico collar de
conchas, pero se confeccionan chucherías con trozos de materia
plástica, botones, medallas, prendedores, hasta cajas viejas de relojes y
aros hechos con monedas.
Collares
de mujer, perfectamente semejantes a los descritos por viajeros de tiempos
pasados, son usados todavía hace 25 años, según testimonios
fotográficos: collares de conchas distribuidas artísticamente y
con mucha solidez en minúsculas trenzas de tendones, igualmente collares
de conchitas de moluscos o de perlas de hueso pulido. Todo eso ha desaparecido
para siempre.
Los ornamentos
masculinos han debido desaparecer en la misma época. Se componían
de estos mismos collares, pero, en lugar de llevarse al cuello a la manera de
las mujeres, formaban una banda en la cabeza que sujetaba los cabellos. Esta
faja no solía ser más que una tira de cuero. Los hombres llevaban,
además, una cruz, mas sólo durante ciertas ceremonias, un
cordón hecho con una faja de piel de pájaro cubierta de su vello
blanco. Se ponían ornamentos de plumas en los brazos y una especie de
diadema, también de plumas, que les ceñía la frente. Estos
adornos eran muy finamente ejecutados, utilizando las rémiges blancas o
cenicientas de las gaviotas o las plumas deshilachadas de la garza gris, el
pájaro más majestuoso del Continente. Las plumas eran distribuidas
en una o varias finas trenzas de tendones. A falta de esta diadema, se fijaban
dos alas de gaviotas en una especie de casco, hecho de piel de pájaro. De
todos estos ornamentos, no queda nada, fuera del recuerdo deslumbrador de los
fastos de antaño que conservan los pocos mayores de 50 años. En su
juventud, fueron testigos de escenas cuyo sentido hoy se les escapa. Los
jóvenes ya no saben nada de eso y, si se trata de remover en ellos
algunos recuerdos, no saben y no pueden sino responder con cierto desdén,
que corresponde en ellos a una ignorancia real: "No sé, cosas de los
viejos", tal como en la pampa el pastor, ante las puntas de flechas que
encuentra, murmura: "cosa de indios".
En cuanto a la pintura corporal,
es posible concluir solamente, según el testimonio de los viejos, que era
más ritual que ornamental. Pero la significación de los colores,
la disposición de los motivos, líneas y puntos, negros, blancos o
rojos, las circunstancias en las cuales se pintaba el cuerpo, serán para
siempre desconocidas. Todo eso es ahora un recuerdo diluido, que sería
inútil querer precisar, para no obtener al fin sino una
explicación inconsistente. Sin embargo, cada viejo conserva en su choza
un trapo, o un pedazo de tráquea de foca cosida en forma de bolsa, que
contiene una bolita de tierra roja amalgamada con grasa de foca y destinada a
pintar los montantes de una especie de jaula edificada a veces sobre la cabeza
de un agonizante. La tierra roja debía ser extraída en muchos
sitios de los archipiélagos. El más próximo al campamento
de Edén era el de la Bahía Escarchada, es decir, el fiordo Eyre.
La tierra blanca se encuentra en el Estrecho, pero no se puede precisar el
sitio. El producto que servía para fabricar la pintura blanca era una
especie de fango que aflora en muchos sitios de la pampa. Este fango está
constituido por sedimentos de fondo de algunas lagunas glaciares y está
formado por diversas clases de infusorios. Probablemente, debe de haber
también yacimientos en los archipiélagos. En cuanto al negro, es
simplemente carbón de leña, aplastado sobre la piel, donde forma
una película firme, en contacto con la grasa que la recubre.
El lenguaje afectivo del adorno
ha desaparecido. Hace un cuarto de siglo, el indio de los archipiélagos
conservaba aún en su tayo de juncos y cortezas, que viajaban con
él, un tesoro de tierra blanca y roja sin utilización, de plumas y
conchas mezcladas con arpones y de despojos que la civilización
aún lejana le había dejado, clavos, una hoja rota de cuchillo,
unas tijeras mohosas, a veces una caja de fósforos y un pedazo de vela,
regalo de algún marino. Decorativo (se duda de que lo sea exclusivamente)
o ritual, el adorno tenía un valor simbólico, era la
expresión de una mentalidad y, más aún, el signo de una
relación con el mundo invisible. Ahora, en el mismo canasto, o con el
cofre de madera, cerrado a veces con candado, se entremezclan con algún
vestido, una corbata, navajas de afeitar o cigarrillos de lujo y no queda de las
riquezas de antaño sino la bolita simbólica de tierra roja
envuelta en un trapito. Del cuello de las mujeres, penden aún algunas
veces una o dos conchas malvas enfiladas en un hilo.
En el espíritu de los
indios de los archipiélagos se ha producido el mismo corte, profundo y
radical, con el pasado. La sociedad de ha disuelto por extinción de sus
miembros. Todo el simbolismo de la vida ritual, más expresiva que el
lenguaje, ha desaparecido. La generación anterior a los ancianos actuales
pudo conocer máscaras que debían de servir en las ceremonias
más secretas, o el sentido de las marcas corporales. Nosotros no podremos
saber ya nada de ello.
¿Qué nos dice la
historia? A decir verdad, nada más de lo que pueden decir los antiguos y,
en todo caso, de una manera demasiado breve. Veamos, por orden
cronológico, los hechos principales destacados por los navegantes.
Ladrillero no precisa si los indios que encontró durante su invernada en
el archipiélago de Madre de Dios, "de cuerpos y rostros todos salpicados
de rojo con algunas manchas de negro y blanco y con guirnaldas de plumas de pato
en las cabezas", eran hombres o mujeres. Es probable que fueran hombres, pues
durante esas visitas, las mujeres eran, en general, mantenidas al margen, en una
bahía vecina. Un indio quiso aun testimoniar su simpatía a
Ladrillero, ofreciéndole un saquito de cuero de foca, lleno de esa tierra
roja con la cual se embalsamaban el cuerpo.
Sarmiento no vio de los indios de
Puerto de Hambre sino cuerpos desnudos impregnados de tierra roja. Los marinos
holandeses De Cordes y Sebald de Weer anotan que una mujer que capturaron en el
Estrecho llevaba al cuello "conchas de babosa". Wood es también breve:
los indios que acampaban en la isla Isabel "tenían collares de conchitas
engarzadas en nervios o tripas de algunos animales". El P. García
Martí describe a los que halló en la entrada norte del Canal
Fallos: "los hombres tenían cara pintada de rojo y llevaban en la cabeza
plumas que eran alas de pájaros. El ornamento común a los hombres
y a las mujeres era un collar de pequeños caracoles que
ceñían sus cabezas. Además, la mujeres tenían en
torno al cuello collares de conchas de moluscos que parecían de hueso".
El narrador del viaje de
exploración de la Santa María de la Cabeza en el Estrecho, anota,
en sus descripciones minuciosas, que sólo los antiguos llevan un bonete
de plumas, y que los hombres se pintan la cara, los miembros y el cuerpo con
rayas blancas, rojas y negras. Cada vez que vienen de visita a la fragata, se
pintan cuidadosamente, y el rojo es el color que más frecuentemente
emplean. Las mujeres llevan pulseras muy apretadas en las muñecas y en
los tobillos. Hombres y mujeres sujetan sus cabellos con una faja angosta. Los
indios-¿hombres o mujeres?- llevan en el cuello un collar de conchas o, en
su defecto, un collar trenzado de varias vueltas.
John Narborough, en 1669,
encuentra algunos indios en la isla Isabel. Se esfuerza por obtener de ellos
informaciones acerca de la existencia de oro u otros minerales en la
región. Los cuerpos de estos indios están pintados con tierra roja
y grasa; las caras están embadurnadas en la parte inferior de las
mejillas con arcilla blanca y algunos trazos negros, hechos con sebo y
dispuestos sin orden. Weddel quedó sorprendido de los cuidados conque los
collares de conchas minúsculas del género hélix, de un
bello color esmalte, habían sido reunidos en una cuerda de gut, hecha con
cinco briznas tan finas, que se preguntaba cómo podían haber sido
trenzadas a mano. Bougainville, en Puerto Galant, recibió a bordo la
visita de los que llamó Pecherais, que tenían el cuerpo pintado de
manchas rojas y blancas.
El
diario de Fitz Roy refiere que las mujeres y los niños llevan collares de
conchitas montadas sobre una trenza de pequeñas fibras de intestino de
foca. Como todos los otros navegantes, él encontró indios "de
cuerpo embadurnado de tierra, de carbón de leña, de ocre rojo y de
aceite de foca, más un pigmento blanco".Pero en la isla Englefield, en el
seno Otway, las observaciones del ilustre navegante inglés son más
precisas: "Un hombre estaba todo pintado de rojo, otro cubierto de una mezcla
azuleja y el tercero completamente negro; varios tenían la mitad inferior
del rostro ennegrecida, y los más viejos, hombres y mujeres, estaban
enteramente pintados de negro. Mientras una mujer daba a luz, su marido esperaba
a la entrada de la choza, el cuerpo enteramente pintado de rojo y la cabeza y el
pecho adornados con una plumilla blanca de pájaro". Luego, según
Fitz Roy, el color rojo no tendría obligadamente una significación
belicosa. Una vez en que 80 alacalufes avanzaban hacia el Beagle, con
intenciones hostiles, estaban desnudos, armados, con plumas blancas en la cabeza
y el cuerpo embadurnado de pintura blanca.
Los alacalufes tienen muy pocos
pelos en la cara. Parecen absolutamente lampiños. En efecto, destinan una
parte de su tiempo a depilarse cuidadosamente, arrancándose cada pelo con
una conchita de choro que cumple el oficio de pinza depilatoria, Son muy escasos
los que llevan barba, todos ellos ancianos. El hecho asombró a Fitz Roy,
que lo señala también entre los yaganes del Canal Beagle.
Narborough anota que los indios que encontró en la isla Isabel no
tenían pelo ni en el cuerpo y en la cara. Debían, pues, depilarse
completamente.
Los alacalufes no
llevan ahora, como en otros tiempos, los cabellos largos. Se los dejan crecer
únicamente durante sus expediciones, pero, cuando vuelven al puesto de
Edén, piden que se los corten. Han abandonado la larga cabellera negra,
cuidadosamente engrasada con manteca de foca o de ballena, que alisaban a veces
con una mandíbula de delfín. Fitz Roy observa que para que sus
cabellos no les taparan el rostro, los indios los mantenían sujetos con
una cinta trenzada, adornada de plumas. En otra época, como lo atestiguan
viejas fotografías, las mujeres usaban los cabellos más cortos que
los hombres, costumbre muy antigua, pues la relación de Simón De
Cordes y Seval de Weert (1598-1599) anota que "una mujer capturada llevaba los
cabellos cortos, recortados hasta las orejas según la costumbre, con
conchas de choros en lugar de cuchillos o tijeras; en cuanto a los hombres, se
dejan crecer los cabellos y no se los cortan".
Los
perros. ¿Cómo y cuando llegó el perro doméstico al
extremo sur? Es bien difícil determinarlo si recurrir a los trabajos de
especialistas, como Dechambre. Antes de la llegada de los europeos,
existían varias razas de perros en América septentrional y en
México. Pero, e lo que toca a la América del Sur, faltan los
testimonios paleontológicos. Según parece, no es posible basarse
sino en testimonios escritos muy antiguos, pero posteriores a la conquista
española. En sus Comentarios Reales, el Inca Garcilaso de la Vega
menciona que los peruanos poseían un gran número de perros.
Más, ¿no serían de aporte español? La presencia de
perros en el Extremo Sur es mencionada por primera vez en la relación de
Antonio de Vea, quien los vio en 1675 en las islas Chonos. Pero en esa
época, Chiloé estaba ocupada desde hacía largo tiempo por
los españoles. En encuentro de 4 perros abandonados en un islote es
mencionado por el P. García Martí, pero él piensa que
provenían de algún barco naufragado, y no dice si los indios que
halló en su camino estaban o no acompañados de perros. Los
testimonios más tardíos son abundantes. De Gennes en 1696 en
Puerto del Hambre, Narborough en 1669 en Agua Fresca, Bougainville en la
bahía francesa, el guardiamarina Byron errante alrededor del Golfo de
Penas, todos vieron los indios siempre acompañados de perros. Sólo
la relación del viaje de la Santa María de la Cabeza señala
que los perros de los indios del Estrecho "son tan fieles compañeros de
estos indios, que no se ven jamás sin un gran número de estos
animales, cuyo tronco parece ser el mismo que el de los que en la región
de Buenos Aires
Lámina
XI
|
|
Cacerías
futuras con cuyo producto podrán adquirir lo que desean. Para el
alacalufe, todos sus perros son maravillosos cazadores, lo que traducen por
"trabajadores".
Los perros forman
de todos sus viajes. Al menor signo de partida, a la menor agitación
insólita, los perros se alistan para saltar a la canoa. Según
Byron, los indios adiestran a sus perros como ayudantes de pesca, para ojear a
los peces hacia la red sostenida por dos hombres. ¿Fue Byron realmente
testigo de estas escenas de pesca? Es dudosa, pues, fuera de la red para la caza
de focas, en ninguna parte se menciona la existencia de una red para pescados
entre los alacalufes. Se trata, tal vez, de una confusión.
Todos
los perros que nacen son conservados, a excepción de algunas hembras, que
son destruidas al nacer. Los únicos factores que limitan la
multiplicación indefinida de los perros son las enfermedades, el hambre,
algunos accidentes y abandonos. Los perros que caen al agua con mar agitado no
son recogidos. Si vagabundean por una isla cuando la canoa está lista,
los abandonan lisa y llanamente, condenándolos a vagar y aullar hasta que
les sobrevenga la muerte. A veces los perros son recogidos por otra familia
alacalufe en viaje, que podrá abandonar también sus propios
perros, pero que recogerá los que encuentre en el camino, perros de
indios o de loberos chilotes. A pesar de la adhesión que profesan a los
perros, los alacalufes vacilan en hacer un movimiento o un desvío o
esperar algunos instantes para ponerlos fuera de peligro. Sin embargo, si llega
a morir una perra, su prole será recogida por una mujer en estado de dar
pecho a los pequeños, con una ternura y un celo maternales. Matar
voluntariamente a uno de los perros de los alacalufes es una grave ofensa.
Algunos jefes del puesto de Edén, por razones a menudo absurdas
engendradas por una falta completa de comprensión, han querido disminuir
el número de perros. Como no podían responder por la violencia,
los alacalufes abandonaron el campamento.
Los perros del campamento del
campamento de Edén participan en el estado de miseria y deterioro
generales. Como los indios ya no cazan y, en consecuencia, no alimentan a sus
perros, éstos viven en estado de esqueletos, raídos por los
bichos, llenos de pústulas y llagas, cubiertos de parásitos, con
la piel pelada en grandes placas, sin que sus amos se preocupen de ellos. Viven
robando lo que pueden, una lenguarada de comida en la olla o en el plato de un
niño o de alguna anciana o, llegada la ocasión, un hueso de
pájaro o de ciervo. Roen lo que les cae bajo el hocico, los cueros que
recubren las chozas, las cuerdas de arpón, los instrumentos de hueso de
ballena y, aunque parezca extraordinario, la grasa mineral, el jabón, la
pintura. Son también la policía de aseo de los excrementos. A
veces, alguna mujer compasiva se dirige a la playa con la marea baja, seguida
por un perro y quiebra para él algunos mariscos, choritos de sabor acre,
llenos de arena y de perlas, que los indios se niegan a comer. Bajo este
régimen, los perros, más y más escuálidos, no
tardan en morir de inanición. Es el espectáculo más
entristecedor que no haya sido dado ver, éste de los perros agonizando en
el barro, pelados y descarnados, despedazados vivos por sus congéneres.
Los perros, sobre todo los
pequeños, son objeto de regalos y de cambios. Hombres y mujeres dedican a
los perros nuevos una verdadera ternura, gozan con sus gestos torpes, los
acarician con dulzura y delicadeza, les reservan un lugar bajo las ropas de la
cama, se molestan cuando los niños juegan demasiado brutalmente con
ellos. Cuando el animal se hace adulto, se acabaron las atenciones. El perro ha
perdido su gracia. Es ahora fastidioso y ladrón. A pesar de eso, los
perros, cuando no acompañan al amo afuera, viven normalmente en el
interior de la choza. Allí se baten, disputándose el mejor lugar,
pasan por encima de las personas, atropellan a los niños para
precipitarse afuera con el menor pretexto. Cada alacalufe tiene al alcance de la
mano un bastón para perros, que lo ayuda, a veces con gran trabajo, a
restablecer el orden. Los perros tienen una utilidad evidente en la noche: se
intercalan entre los indios tendidos y contribuyen a mantener el calor. En el
día, sirven para secarse las manos y a veces de pañuelo. La
única caricia que el indio prodiga a su perro preferido es frotarle
suavemente el hocico con su cara.
Con
los blancos, los perros de los alacalufes son feroces y solapados. Aun el
huésped habitual del campamento no puede acercarse a una choza sin tener
a su siga una jauría aullante que muestra los dientes y se aprovecha del
menor momento de distracción para morder con ferocidad. Cada vez los
indios deben venir en ayuda del forastero, pues de otro modo un hombre, aun
armado con bastón, no podría defenderse contra 30 ó 50
perros desencadenados. En el interior de la choza, el extranjero debe velar cada
uno de sus movimientos, pues de otro modo los perros, siempre despiertos, no le
ahorrarían mordeduras. Durante los años de convivencia con los
alacalufes, ningún perro pudo acostumbrarse a nuestra presencia. Hecho
curioso: no sucede lo mismo con los chilotes, aun desconocidos, que llegan de
visita al campamento. Ellos pueden ir y venir sin que los perros les presten
atención, lo que probaría, acaso, que los perros no pueden
adaptarse a un olor extraño.
3. Armas y utensilios
Materiales
antiguos y nuevos. La atención de los navegantes ha sido atraída
sobre todo por las armas y los instrumentos de caza y de pesca de los indios,
pero casi no observaron sus utensilios. La verdad es que ellos no veían a
los indios sino al pasar de sus buques o cuando ellos venían a visitarlos
a bordo. Nadie, o casi nadie, vio al grupo en sus ocupaciones normales,
fabricando las armas, construyendo sus canoas, cortando leña,
calafateando los baldes de corteza o confeccionando canastos. Los testimonios
históricos de la existencia de algunos utensilios son muy escasos.
Las
armas que vieron los navegantes eran sin duda, en su mayoría,
máquinas de caza y de pesca. Según Ladrillero (1557-58), los
indios de Canal Fallos y del Canal picton tenían lanzas de dos palmos de
largo, que estaban trabajadas en forma de dagas o puñales, y un
pequeño esquema en el texto indica que se trataba del arpón de una
sola punta. Sarmiento (1579-80) descubrió en chozas abandonadas del
Estrecho unos hueso destinados a fabricar cabos de arpón, junto a los
canastos, redes y pequeños sacos de tierra colorada. Spilbergen menciona,
a comienzos del siglo XVII, el arpón bárbaro, entre los
indígenas del estrecho. Después de la muerte de la mayor parte de
los habitantes de la Ciudad del Rey Felipe, los indios se apoderaron de los
cuvhillos, de las espadas, de todo lo puntudo o cortante que hubiera pertenecido
a los españoles y armaron con ello las puntas de lanzas. Cavendish los
halló armados de ese modo al lado de la ciudad muerta.
Según Sebald de Weert y
Cordes (1598-99), las armas de los indios "eran flechas de una madera muy dura
que ellos lanzaban muy recta y vigorosamente con la mano. La punta estaba hecha
como un arpón y permanecía en el cuerpo de aquellos a quienes
alcanzaba, pues no estaba adherida al cabo de ese largo palo sino con tripas de
perros marinos, y sólo con mucho trabajo podía sacársela,
por que entraba hasta muy adentro". En 1624, la tripulación holandesa de
Van Noort sufrió en Puerto ganat la muerte de 2 hombres, por golpes de
largas azagayas de madera y- es ésta la única mención de
tales armas- por golpes de "pesadas masa adheridas al extremo de una cuerda que
ellos lanzan y retiran, conservando en la mano la otra parte de la cuerda".
Además de la mazas y las azagayas, estos indios tenían hondas, que
eran para ellos el arma de ataque a distancia. Sabían ponerse al abrigo
de la mosquetería y contuvieron a sus asaltantes, que debieron batirse en
retirada, llevándose a los heridos. Los dos marinos muertos de Van Noort
fueron probablemente comidos.
Entre los indios del Estrecho,
Boungaville (1767) observó "huesos de pescado de un pue de largo,
puntiagudos en un extremo y dentados en uno de sus bordes (se trataba
ciertamente de arpones barbardos). Ellos lo adaptan a una larga pértiga y
se sirven de él a la manera de arpón". Boungaville pensaba que
fueran herramientas de pesca y no puñales. Sólo Weddel (1822-24)
ha dado cuenta del modo cómo los indios se sirven del arpón. Las
cabezas, de hueso duro, muy puntiagudas, tienen, según los casos, una
dentadura o una fila de barbas muy filudas, pero siempre por un solo lado.
Están fijadas en un mango de madera, derecho y pulido, de 10pies de
largo, más o menos. El lanzador sujeta el arma por la mitad a la altura
del ojo derecho y la apunta con sorprendente precisión. La cabeza
móvil del arpón de una sola barba tiene 7 pulgadas de largo y la
barba está situada a 4 pulgadas de la punta. Según el testimonio
del narrador de la expedición de la Santa María de la Cabeza,
existen diferentes especies de cabezas de arpón de hueso muy filudo, que
se amarran a pértigas de dos varas de largo y que "sirven sin duda para
matar las focas y arponear las ballenas". Fitz Roy ha comprobado también
diversas clases de arpones y aun, en la isla Carlos, lanzas con cabezales de
madera.
La historia de las
navegaciones durante cuatro siglos en los archipiélagos no es muy fecunda
en la descripción del instrumental indígena. Ladrillero, durante
su invernada en el canal fallos, comprobó que entre los indios no
existía ninguna clase de alfarerías, y no vio en ninguna parte
señales de tierra que pudiera servir para confeccionarla. Ladrillero,
durante ese invierno en el cual tuvo que desmontar el San Sebastián para
construir un bergantín con sus restos, estaba totalmente desprovisto de
utensilios de cocina y tuvo que tratar de fabricarlos. Anota también que
las armas habituales de los indios son piedras y dardos, es decir, probablemente
jabalinas con puntas de piedra, utilizadas como armas arrojadizas: " son
pértigas de 2 pies y medio de largo, del grosor de un puño, en
cuyo extremo se pone una piedra, moldeada a la manera de las puntas de flechas,
pero de más de dos pulgadas de largo y de un grosor proporcional, que los
indios usan como un dardo, lanzándolo a mano".
Estas mismas jabalinas son
mencionadas por Wallis (1766-68), que las vio en manos de los indios en la isla
Ruperto: "su punta es de piedra aguzada en forma de serpiente". Wallis se
expresa palabra por palabra como De Gennes (1696), quien había visto casi
en el mismo sitio "flechas que tenían por punta una piedra tallada como
lengua de serpiente con mucha industria". Fitz Roy menciona dagas de madera,
armadas con una punta de piedra de bordes muy cortantes; piedras que llevaban en
la mano y rebenques, que son también armas temibles.
"Para los usos de la pesca y de
la caza, tenían utensilios hechos con barbas de ballena (Boungaville) y
una especie de pértiga de 8 a 10 pies, uno de cuyos extremos estaba
abierto en cruz y mantenido así por dos trozos de madera (Fitz Roy). Una
sola vez en esta suma considerable de crónicas se menciona -Byron es
quien lo hace- "un instrumento de piedra que les sirve de cuchillo". De Gennes
señala también "que ellos se servían de gruesos guijarros
tallados para cortar la leña, pues no tenían ni uso ni
conocimiento del hierro". Fue Drake quien hizo el descubrimiento más
interesante, a la entrada del canal jerónimo: unos indios que afilaban en
la piedra conchas de choros de gran tamaño y que, con este cuchillo de
conchas, cortaban no sólo la leña dura, sino aun el hueso.
Por cierto el metal no estaba
profusamente difundido en los archipiélagos, en la época
histórica. Mas, a consecuencia de los naufragios y los saqueos, aunque no
fuera sino el saqueo de los dos primeros establecimientos del Estrecho, el
hierro no tardó en encontrarse bajo forma de clavos, de cuchillos, de
instrumentos de desecho, y después, bajo la forma muy apreciada de
zunchos, que distribuyó liberalmente Weddell. En el siglo XVIII, el
hierro llegó a ser materia prima del instrumento autóctono:
"pedazos de hierro son aplicados a mangos de madera, imitando groseramente
hachas y azuelas; este hierro lo adquirieron a la llegada de los últimos
viajeros ingleses y franceses , hace más de 20 años; por eso se
preocupan enormemente de estos utensilios, porque les facilitan sus maniobras".
(Santa María de la Cabeza). Wallis, en 1766, en el cabo Upright,
señala que un indio tenía un pedazo de hierro del tamaño de
unas tijeras ordinarias, amarrado a una pieza de madera, que parecía
servir de herramienta. Un instrumento similar fue señalado por Fitz Roy:
"una hachuela, o cuchillo, hecho con un pedazo de madera ganchuda y con un trozo
de aro de hierro amarrado en el extremo".
Desde que fue conocido, el hierro
se hizo una materia prima deseable hasta el punto de que los naturales tratan de
apoderarse de ella por fuerza o por astucia. La reciben en trueque bajo forma de
cuchillos de pacotilla, pero lo que les interesa mucho más, es el trozo
de hierro macizo, clavo o ferramenta, que podrán adaptar a su guisa a una
herramienta parecida a las suyas. Tratan de procurárselo por todos los
medios. En 1699, mientras John Narborough cambiaba pacotilla con los indios
encontrados en la isla Isabel, un grupo de éstos se esforzaba por hacer
saltar a pedradas los fieros de una chalupa que les interesaban vivamente.
Todos los alacalufes actuales
están provistos de sólidas hachas de metal de cinco libras de peso
y del modelo que se halla difundido tanto entre los leñador de
Chiloé como en todas las ferreterías de Punta Arenas. Estas hachas
les han sido entregadas por el puerto de Edén del presupuesto anual de
ayuda a los alacalufes, o bien obtenidas por trueque. El hacha ha llegado a ser
un objeto indispensable, realmente integrado la vida, inseparable de todas las
salidas en canoa, cuidada y afilada como una navaja. Las hachas fabricadas de un
trozo de metal aguzado y amarrado en mangos de madera ya no existen. Solamente
la azuela es aún fabricada de este modo.
Sobre este paso del hacha de
hierro de fabricación indígena al hacha de importación,
existe un documento que permite fijar su fecha. En la región del canal
trinidad, donde el Dr. Coppinger pasó 10 meses a fines del siglo XIX,
él observó que "todos los grupos encontrados estaban provistos de
un hacha cualquiera de hierro. Las hachas eran habitualmente fabricadas con
restos de hierro halados en algún buque náufrago u obtenido por
trueque a bordo de alguna nave en tránsito. Algunas veces, aunque muy
raramente, se veían también hachas de tipo civilizado. En los
otros casos, el trozo de hierro, trabajado en una forma groseramente triangular,
era adaptado a un mango de madera, así como se supone que las viejas
hachas célticas de piedra eran montadas en mangos, es decir, con el cabo
más pequeño del hacha enclavado en un hoyo hecho en el cabezal de
un sólido trozo de madera. Debo decir también que, a pesar de las
investigaciones más diligentes, no he logrado hallar sino una sola vez un
hacha de piedra, que tenía una forma muy primitiva, pulida en parte. La
encontré mezclada con conchas de un montón muy antiguo de restos
abandonados de cocina". Este pasaje permite fechar con cierta precisión
la adopción definitiva del hacha occidental en los archipiélagos,
a fines del siglo XIX, es decir, en la época de los cazadores de focas.
Aun hoy, los alaclufes recogen
cuidadosamente el menor pedazo de hierro. Durante sus desplazamientos en canoa,
tienen la costumbre de inventariar las playas de las bahías a donde las
corrientes puedan llevar algunos restos, tablas, troncos rodados, etc. Casi
siempre vuelven al campamento con algún botín, aunque no sea sino
follaje fresco o hierba para renovar las cama. No dejan pasar un hueso de
ballena que pueda servir, ni siquiera una curiosidad de cualquier tipo, como
guijarros coloreados o formas extrañas. A veces descubren, en viejos
campamentos chilotes o extranjeros, que pesquisan con cuidado, tablas, cajas,
zapatos viejos, un pedazo de lata, un tarro viejo, un trozo de hierro.
Así,
por medio del trueque, la mendicidad, la recolección y algunas veces el
robo, poco a poco se han agregado a la materia prima indígena nuevos
materiales de proveniencia extranjera. Esta renovación ha provocado la
desaparición de ciertas técnicas indígenas, como el trabajo
de la piedra. A la inversa, no ha suscitado casi nunca la aparición de
técnicas o herramientas nuevas. En los párrafos que siguen,
consideramos sólo las técnicas tradicionales aún en uso,
como el trabajo de las cortezas y del cuero, la cestería y la
construcción de canoas.
El
trabajo de las cortezas y del cuero. En nuestros días ya no se emplea
la corteza como materia prima para la fabricación de utensilios. La canoa
y los tiestos de corteza han sido abandonados desde hace tiempo. Los baldes de
corteza no tienen ya razón de ser, puesto que han sido reemplazados por
latas de conserva vacías y bidones de toda clase que son proporcionados a
los alacalufes. La canoa de corteza no sobrevive sino bajo una forma reducida,
como juguete de niño. Si aún se sacan grandes tiras de corteza de
los árboles, lo hacen sólo para utilizarla tal cual, para taponear
las corrientes de aire en la parte baja de la choza. O bien, ha pedido nuestro,
para reproducir las técnicas antiguas del trabajo de corteza. Esta
petición despertó, por lo demás, un verdadero entusiasmo
por recordar gestos casi olvidados, y durante semanas los alacalufes de
Edén fabricaron baldes de corteza de todos los tamaños, no para
utilizarlos, sino por simple placer.
La
mejor corteza proviene del coigue, cuyo tronco liso proporciona cilindros de
corteza gruesa, de varios metros de altura. El tenío sirve
también, pero es menos apreciado. La corteza más fina y menos
rugosa es la piel del ciruelillo, cuando llega a encontrarse un ejemplar
bastante grueso, cosa difícil. Actualmente, a nadie se le
ocurriría separar la corteza sino con cuchillo. El método antiguo
que practicaban los alacalufes para sacar las cortezas es el mismo que el
practicado por todas las sociedades humanas arcaicas: dos incisiones circulares
y una longitudinal, hechas por medio de un instrumento cortante de piedra o de
hierro. Después de lo cual, los dos labios de la incisión
longitudinal son separados por medio de cuñas de hueso de ballena, y
así la corteza es progresivamente extraída del tronco. debe de ser
utilizada lo más rápidamente posible, mientras conserve su
frescura y su flexibilidad. Si no, se la deja a la intemperie, pero, en este
caso, el trabajo es más difícil y, a pesar de todas las
precauciones que se adoptan, se producen quebraduras.
Si la corteza está
destinada a la fabricación de utensilios de dimensiones reducidas, como
los recipientes de agua, el trabajo se efectúa en el interior de la
choza. Primero se corta con cuchillo una tira cuyas dimensiones más o
menos a las necesarias. Esta tira es calentada cierto tiempo sobre las brasas.
Una vez ablandada, la cogen con las dos manos, todavía quemante, y
después le dan forma de cilindro. Las fibras son esta vez horizontales y
los dos bordes de la hoja de corteza se superponen en algunos
centímetros. Mediante un pedazo de madera hendida, se unen
sólidamente estos dos bordes, se da al cilindro una forma más
regular, y se igualan la base y la parte superior. El fondo se recorta de un
trozo de corteza calentada y aplanada, ajustado y cosido con lianas. La costura
se prolonga por un asa trenzada. El calafateo se obtiene con hilachas de trapos
o con tierra mezclada de raicillas.
Si bien la corteza no tiene ya
ningún uso en la economía actual de los alacalufes, el cuero, por
el contrario, sigue siendo una de sus materias primas indispensables. Lo era
aún más en otro tiempo, cuando los mismos trajes eran de pieles.
Actualmente, esas pieles son materia de trueque, y continúan siendo
preparadas según los mismos métodos que en otra época,
cuando servían de vestuario. Así ocurre con las pieles de focas
nuevas de piel fina, de jóvenes lobos marinos, de nutrias y de ragondins.
Los alacalufes no utilizan corrientemente sino la piel de lobo marino adulto,
que sirve de cubierta a la choza y para la confección de diferentes
artefactos de caza y de pesca. Destinada a tales usos, la piel del lobo marino
sufre la preparación que describimos aquí y que es probablemente
una técnica tradicional.
El animal muerto es conducido a
la playa, donde es descuerado. La operación empieza por una
incisión ventral profunda, que corta a la vez la piel y la capa de grasa
adherente que es, en los períodos de gordura del animal, de dos pulgadas
por lo menos. Después hacen una incisión circular en la base de la
cabeza y otra en la raíz de las membranas natatorias posteriores. Sacan
conjuntamente piel y grasa hasta las membranas natatorias anteriores, al ras de
las cuales se practica una incisión circular, por la cual el miembro es
desplazado hacia adentro, lo que permite retirar la piel de una sola pieza, sin
otro daño que los hoyos ovalados y la herida del arpón.
Cuando se trata de un macho
viejo, cuya piel está casi siempre muy dañada por mordeduras
feroces, se trata de sacarle partido recortando segmentos cilíndricos en
la parte posterior.
La piel ya
separada pesa, según la talla del animal y el espesor de la capa de
grasa, de 30 a 50 kilos. Después es colocada, con el pelo hacia abajo,
sobre una gran roca que hace de tabla de carnicero. La capa de grasa se saca con
cuchillo, por pequeños cortes, lo más cerca posible de la piel.
Esta es una operación larga y penosa, de más o menos dos horas,
pues a cada instante el cuchillo debe de ser vuelto a afilar. El operador corta
con la mano derecha, mientras sostiene con la mano izquierda una napa viscosa de
una sola pieza, más y más pesada.
La piel es raras veces utilizada
tal cual para el revestimiento de la choza, pues, al secarse, se
arrugaría y se pondría exageradamente tiesa y alabeada. No
podría, entonces, enrollarse para su fácil transporte y, si no
fuera devorada por los perros, se pudriría rápidamente. Se la
somete, pues, a una preparación que aumenta su superficie y hace
desaparecer la grasa todavía adherente. En primer lugar, las aberturas
que corresponden a las membranas natatorias son cerradas por una costura de hilo
o de lianas, así como la desgarradura hecha por la punta del
arpón. En todo el contorno de la piel, cerca del borde, se abren con
cuchillo, con la punta del arpón o aun con un simple clavo, unos ojales
espaciados unos 5 cms., los cuales servirán para tender la piel sobre un
marco de madera.
Cuando
la piel presenta una superficie aproximadamente rectangular, se ligan dos lados
opuestos a dos pértigas talladas en punta. Otras dos pértigas,
bastante más largas que la piel, tienen una extremidad ganchuda y la otra
cortada en forma de muesca. Las dos extremidades de las pértigas que
sostienen la piel son introducidas en las muescas, fuertemente adheridas y, por
intensa tracción insertadas en el gancho. Por estiramientos y ligaduras,
la piel es extendido al máximo sobre el marco sufre una flexión
muy fuerte, se lo refuerza con un travesaño. La piel fresca se presta a
alargarse considerablemente.
Con
el pelo hacia afuera, el marco es colocado a manera de sacador sobre un fuego de
brasas muy extenso, cuidando disminuir la intensidad del fuego en la base del
secador. La piel se seca poco a poco: se la da vueltas, de tiempo en tiempo,
poniendo lo de arriba hacia abajo y vice versa. Se prepara en dos días,
mediante sesiones de varias horas, durante las cueles el calor y el humo
producen su efecto. Este procedimiento de secado no se emplea sino durante los
períodos de lluvia o de humedad. Con buen tiempo, la piel es estirada de
la misma manera sobre su marco y secada lentamente al sol.
La piel de foca no es sólo
utilizada para recubrir la choza. Preparada de otra manera, y despedazada en
tiras, sirve para fabricar las cuerdas de arpones. Las focas machos de talla
media son las que dan la piel de mejor calidad. Los machos viejos, por el
contrario, presentan desigualdades demasiado grandes entre el espesor de la piel
de la espalda y el de la vientre. Sólo puede utilizarse la región
del abdomen.
Se sacan del animal
uno o dos segmentos cilíndricos de piel, de 40 a 50 cms. de altura,
practicando una incisión circular en torno al cuerpo. El desengrase se
efectúa sobre un marco rudimentario, se clavan en tierra dos puntales
ganchudos, el cilindro de piel se pone sobre un pedazo de madera que reposa en
los dos puntales, y se le saca la grasa como de costumbre, pero aun con
más cuidado. La piel, enrollada como un paquete, es abandonada en seguida
en algún rincón, donde sufre una ligera putrefacción
superficial, que permite sacar sin dificultad la epidermis y los pelos.
Después se recorta en espiral una tira de 1 cm. y medio de ancho. Esta
tira puede tener unos 30 metros de largo. Este corte se efectúa sobre una
tabla o sobre un tronco. Para terminar la cuerda de arpón, será
preciso torcerla y estirarla muy fuertemente entre dos pértigas
sólidas clavadas en tierra que ejercen sobre la cuerda una
tracción constante. Todo se fija después a buena altura, para
mantenerla al abrigo de la voracidad de los perros.
Cuando se trata de fabricar
instrumentos de cuero más flexibles que la cuerda de arpón, como,
por ejemplo, la red para pescar focas, se emplea sólo la piel de animales
muy nuevos, preparada exactamente de la misma manera, pero cortada en una tira
dos veces más estrecha.
En
cuanto a las pieles destinadas al trueque, se preparan como lo exige el
comercio. La piel de la foca recién nacida es cortada siguiendo la
línea ventral, minuciosamente desgrasada, tendida sobre un marco, sacada
al aire libre y conservado cuidadosamente en rollos. Lo mismo hace con la piel
de nutria, cuya ancha cola es estirada y secada aparte. Estas dos pieles son las
que tienen más valor. Los alacalufes los tratan con mucho cuidado, sin
una mancha de sangre o de grasa, pulcramente adelgazadas y descarnadas. Apenas
se notan los ojales que sirven para sujetar la piel al marco, y los hoyos, si
los hay, son finalmente cosidos. Una vez secas, estas pieles sufren un nuevo
rascado con conchas, para adelgazarlas, antes de guardarlas en el cofre de los
tesoros, que cada alacalufe lleva consigo en los viajes. Cuando se trata de
pieles de menor valor, como las del ragondin y del gato salvaje, se practica en
el animal una incisión abdominal muy pequeña, por donde se saca la
carne de los miembros posteriores, y en seguida se da vuelta completamente a la
piel, desde la extremidad de la cola hasta el hocico y las garras. Las pieles de
los otros animales que se hallan ocasionalmente, no se destinan a ningún
uso particular. La piel de huemul es utilizada tal cual como tapiz en la choza,
pero sus pelos, muy quebradizos, se desprenden rápidamente. En cuanto a
las pieles de pájaros, especialmente la de ganso blanco, que sirve
aún hoy de ornamento funerario, o las de gaviotas blancas, se las recorta
en tiras o se les sacan las plumas, para no conservar sino el plumón.
Los
trabajos de cestería. Cuando, durante largas jornadas de
inacción, en las cuales ninguna necesidad los invita a salir, los hombres
pasan su tiempo dormitando en el rincón del fuego, tendidos, calados
entre sus cofres, sus ropas empaquetadas y sus perros, haciendo cocer
distraídamente mariscos, las mujeres son mucho más activas. Su
ocupación favorita es el trenzado de diversas clases de canastos de
juncos, par su uso personal o para las necesidades de la pesca, o bien, y sobre
todo, como materia de trueque para el próximo paso del buque. Cada clase
de cesta corresponde a una técnica de fabricación particular, pero
la materia prima está siempre constituida por los juncos que crecen en
los pantanos. Las mujeres, cuando salen, vuelven con los haces más largos
y las briznas más gruesas. Si no las utilizan inmediatamente, las hunden,
para mantenerlas frescas, bajo la cama de follajes.
En
estado natural, el junco no se presta al trenzado pues es quebradizo.
Habrá que hacerlo flexible. La mujer toma un manojo, iguala su base y lo
pasa y repasa varias veces por encima de las brasas. Cuando los tallos empiezan
a ablandarse, ella la sujeta con la boca, y con las dos manos hace un
canelón apretado, que masca cuidadosamente en toda su longitud, para
aplanar los juncos que, después de este tratamiento, tendrán toda
la flexibilidad y la resistencia deseables y podrán ser trenzados.
El canasto destinado a la pesca
es fabricado en espirales de mallas muy sueltas, de manera de formar un conjunto
sin rigidez que puede aplanarse sobre sí mimo. La abertura es circular y
está formada por un anillo de lianas. El asa es de junco trenzado.
Según su destinación, uso de hombre o uso de mujer, el canasto de
pesca tiene un fondo diferente. En el primer caso, las primeras espirales de
junco forman un óvalo muy aplanado, y en el segundo, forman un
círculo. El canasto de pesca terminado es una especie de red de fondo
sensiblemente hemisférico, de abertura muy ancha. Sus dimensiones medias
son 30 cms. de diámetro máximo y 20 cms. de altura. Este canasto
esta destinado exclusivamente a recibir los productos de la pesca, lo más
a menudo mariscos, y a transportarlos de una choza a otra en el campamento.
Para guardar sus cosas
personales, vestidos, hilo, agujas, botones, adornos y a veces aun las cosas de
los hombres, las mujeres se confeccionan cestas rígidas, a menudo de muy
grandes dimensiones. Se utiliza siempre el mismo principio de la cestería
en espiral en torno a una fuerte armadura de junco. Su trenzado es excesivamente
apretado y fino. Estos canastos, los tayo, tienen igualmente un fondo en forma
de esfera ligeramente aplanada, pero el diámetro de la abertura es
inferior al diámetro máximo. El tamaño ordinario del tayo
es 20 cms. de diámetro por 1 de altura, pero algunos tienen dimensiones
dobles. Esta clase de cestas incluye una tapa circular amarrada por un junco que
forma una bisagra.
Los canastos
destinados a trocarse a bordo de los buques por alimento, tabaco y vestidos, son
del mismo tipo que el tayo, pero de factura mucho menos bien cuidada, las
espirales son más sueltas y el canasto, cuando está seco, tiene
tendencia a deformarse.
Había antaño otros
trabajos de cestería, en particular la confección de cables de
juncos trenzados para amarrar la canoa. En nuestros días, los alacalufes
pueden recoger a bordo de los buques una cantidad de sogas de
cáñamo que va más allá de sus necesidades en esta
materia. Si los cables son demasiado gruesos, demasiado delgados o están
en mal estado, los deshacen y los trenzan de nuevo en el grosor que desean. Se
suelen hallar en los viejos campamentos restos de cables trenzados que no son de
junco, sino de finas raicillas de una liana, el copihue de los
archipiélagos.