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Capítulo Sexto

Técnicas de ayer y de hoy
II. Las técnicas del mar

1. La canoa


Desde Puerto Montt hasta el Cabo de Hornos, las únicas vías de comunicación, las únicas en el sentido estricto de la palabra, son las del mar. Ningún sendero terrestre es posible a causa de la fragmentación del territorio en una multitud de islas, así como por la naturaleza rocosa y escarpada de las islas y del continente. La embarcación gobierna y condiciona toda la economía humana, desde que hay hombres en esta zona. Aun en la isla grande de Chiloé, es imposible dirigirse de una aldea a otra sin una chalupa y los niños van a la escuela en bote. La explotación del alerce y del ciprés en las islas Guaitecas, el aprovisionamiento de los pocos colonos de Aisén y de los de la isla Navarino, son tributarios de la embarcación. En la mina recién explorada de la isla Guarello, los obreros van en una balandra a jugar fútbol en la playa arenosa de otra isla, a una media hora de su campamento. Los cazadores de pieles y pescadores de los archipiélagos, y aun los hombres fuera de la ley que ahí encuentran el más inaccesible de los refugios, tienen también su embarcación.
La circulación sobre las islas, aun las más grandes, es prácticamente imposible, igual que en las faldas de la Cordillera, bloqueadas por la selva virgen, los acantilados a pique y lo pantanos del interior. El hombre desprovisto de embarcación, si se encuentra aislado, en una isla, está condenado a una muerte cierta. En tiempos en que el nomadismo era todavía realmente practicado por los alacalufes, sucedía a veces que los indios que desembarcaban en algún islote para cazar o para pescar cometieran la imprudencia de amarrar mal su canoa y que a ésta se la llevara el viento. Era casi siempre imposible alcanzarla a nado. No había entonces posibilidad ninguna de escapar a una muerte lenta y segura. Los cazadores de pieles chilotes, que sabían bien como sus chalupas excitaban la codicia de los indios, no las abandonaban nunca en la playa. Un pequeño grupo de ellos tuvo la experiencia de ver robada su chalupa. Por suerte tenían sus herramientas y con qué hacer fuego. Construyeron una piragua y durante semanas vagaron en busca de seres humanos. Terminaron por encontrar una canoa de alacalufes que, con un poco de astucia, robaron a sus ocupantes. Al cabo de dos meses y medio fueron recogidos por un buque.
La canoa de las tablas cosidas. La historia magallánica menciona que las canoas indias de los archipiélagos han sido de dos clases: desde el Golfo de Penas hasta el estrecho, la canoa de planchas cosidas y, a partir del Estrecho, la canoa de cortezas de la misma factura que la de los yaganes del extremo sur. La embarcación de tablas cosidas[24] es una versión de la dalca de Chiloé, cuyas variantes formaban las embarcaciones de los indios de las islas Chonos y Guaitecas, así como las de los indios de archipiélagos. El área de dispersión de la embarcación de tablas cosidas corresponde l área de difusión del alerce y del ciprés, que son las dos únicas maderas que permiten obtener fácilmente, y sólo con ayuda de cuñas, tablas regulares y flexibles de gran longitud. Este método de separación de la madera continúa siendo empleado en nuestros días en Chiloé y en las Guaitecas para obtener tablas, vigas y las tejas que cubren las casas de las aldeas chilotas.
He aquí como, según el jesuita Pedro González de Agüeros, historiógrafos de la Compañía en el siglo XVIII, se construían las embarcaciones de Chiloé, llamadas por él piraguas: "Están hechas con 5 ó 7 tablas (obtenidas partiendo el tronco del árbol) de una sola pieza, de 2 a 4 brazas[25] de longitud y de una media vara o 3/4 de vara de ancho y de 3 a 4 pulgadas de espesor. Se las angosta en las dos extremidades, de manera de poder formar una proa y una popa y se las calcina superficialmente. En seguida se practica en los dos bordes de cada tabla una serie de agujeros espaciados de 2 pulgadas". El calafateo, "formado por hojas de árbol desflecadas (que no son otra cosa, según los otros testimonios antiguos y actuales, que una especie de estopa hecha de albura de alerce), se hace, antes de la costura, interponiendo la estopa entre las tablas, de modo que esta estopa sobresalga de las junturas". Una liana sólida aprieta las dos tablas y la estopa con una costura espiral "como si se tratara de coser juntos dos trozos de tela". Los hoyos de costura y las otras vías de agua, nudos, hendiduras, etc., eran en seguida obturados por un tapón de esa misma estopa. Para dar más solidez al conjunto se ensamblaban en el interior algunas membraduras o cuadernas, sujetas a las tablas del casco por clavijas de madera a guisa de clavos.
La dalca de Chiloé sirvió de embarcación desde mucho antes de la llegada de los españoles hasta la época moderna. Hoy ha desaparecido completamente, aun en la tradición, y probablemente nadie podría reconstruirla según los datos antiguos, pero muchos pescadores conservan todavía el sacho, una especie de arpón de 4 ganchos, enteramente de madera, con una pesada piedra de lastre. En 1953, uno de estos sachos se halló abandonado en una playa de la isla Navarino. Las dalcas de 5 ó 7 tablas, de 20 metros de largo, debían de ser muy pesadas, pero los remeros chilotes son infatigables. Con 20 hombres en su embarcación, podían afrontar la alta mar. Las embarcaciones de 3 tablas servían en el interior de los golfos o de los canales marítimos. Los pocos documentos históricos que se poseen no permiten determinar hasta dónde avanzaba la dalca chilota en dirección al sur en la época histórica.
En las islas Chonos y aun hasta el archipiélago Guayaneco, la canoa india, derivada de la dalca, no tenía sino 3 tablas, según el mismo Agüeros. Era una embarcación tan frágil, al decir el autor, ciertamente poco familiarizado con las cosas del mar, "que su sola vista quita todo coraje al hombre más audaz". Agueros da un detalle importante: para evitar el paso por el Golfo de Penas, las piraguas son descosidas, transportadas a través del istmo de Ofqui y reconstruidas después para continuar el viaje. No es imposible que los indios de los archipiélagos al sur del Golfo de Penas hayan ido a construir sus embarcaciones allí donde crecían el ciprés y el alerce.
Moraleda, a fines del siglo XVIII, describió de la misma manera la embarcación chilota y señala las ventajas de estopa de albura de alerce, filamentosa y dulce, imputrescible y que se hincha con el agua, pero que en seco se pone rápidamente inutilizable. Tales fueron las embarcaciones en que los misioneros, los padres Venegas y Ferrufino en 1608 y, más tarde, el P. García Martí partían en sus expediciones a las islas Chonos y aun hasta los canales Messier y Fallos. El P. García Martí señala solamente que los indígenas estaban en posesión de clavos provenientes de los restos naufragados del Wager y que les servían, una vez que adelgazaban su punta, para afinar las tablas de sus embarcaciones, de 2 brazas de largo y "hechas a fuerza de fuego y de conchas", los dos medios de trabajo tradicionales que tenían a su disposición para adelgazar las tablas. Se puede poner en duda la justeza de información del P. García Martí, cuando dice que se necesita un año o un año y medio para construir una embarcación.
El guardiamarina Byron, en la larga peregrinación que realizó a mediados del siglo XVIII en compañía de indios por el norte de los archipiélagos, señala que tenían canoas hechas con 5 tablas obtenidas con ayuda de conchas, instrumentos de piedra y fuego. Los hoyos de costura estaban espaciados en una pulgada, y la costura era hecha de lianas. La estopa que empleaban era confeccionada con corteza (de ciprés, sin duda, que es el único árbol que pueda prestarse a esa operación), que hacían macerar en el agua y que golpeaban con dos piedras. La estopa así obtenida formaba un calafateo muy eficaz.
La expedición de Coppinger ha dejado una buena descripción de la canoa de un grupo de indios encontrados en la bahía Tom, en el archipiélago Madre de Dios. La canoa estaba compuesta por 5 tablas de 20 pies de largo por 2 pies y medio de ancho en el fondo, mientras las otras cuatro, que forman los lados, tenían una anchura de 1 pie y medio. La tabla del fondo estaba encurvada en sus extremos, como para formar un arco aplanado y un travesaño en la misma forma. En el borde de cada tabla, una fila regular de agujeros más o menos cuadrados dejaba pasar una amarra, es decir, un tallo flexible, de los que se ven enrollarse en los troncos de los árboles. El calafateo por encima del cual pasaba la amarra estaba hecho con musgos y tiras de corteza de canelo y los hoyos cuadrados eran taponeados, en seguida, por una materia vegetal pulposa, constituida principalmente de musgo. Los remos eran de dos piezas, un mango de tronco de ciprés, en cuyo extremo estaba amarrado un trozo de madera elíptica en forma de pagay. Reposaban sobre una chumacera en forma de media luna, hecha con una sola de madera unida a la borda la embarcación era dirigida por un remo timonel maniobrado por una mujer vieja sentada en la popa sobre un manojo de hierba. Esto pasaba hacia 1880.
Fitz Roy señala que, cuando recorría los archipiélagos occidentales, Canal Smith y Madre de Dios, las contadas canoas halladas en esa región eran de tablas, y las maniobraban por medio de pagayes. En el Estrecho, en Batchelor River, halló por primera vez una canoa de remos, de construcción mixta, con fondo de tablas y costados de cortezas.
50 años después de Fitz Roy, el comandante Latorre, en 1878, halló en las aguas del Skyring una canoa de tablas cosidas. Es la última que se haya señalado.
Son éstos los únicos documentos históricos en los cuales se haga mención de las canoas de tablas cosidas en la parte septentrional de los archipiélagos.
La canoa de cortezas. En 1577, Ladrillero cuenta que las canoas de los indios halladas en la isla Campana estaban hechas de cortezas de árboles, según él "cipreses y otros árboles" (pero él debe de equivocarse en cuanto al ciprés), "cosidas con juncos de barbas de ballena y reforzadas con nervaduras en varillas de un dedo de grosor. La forma de esta canoa es como la luna de cuatro días con puntas muy elevadas". En 1558, Ulloa encontró, igualmente en el archipiélago Madre de Dios, canoas con fuego en el interior, lo que no enseña nada de particular sobre el asunto.
Por el contrario, todos los navegantes han anotado algunos detalles sobre las embarcaciones que encontraron en la parte occidental del Estrecho. 6 años después de Magallanes, Loaysa, en los alrededores de lo que fue más tarde Puerto del Hambre, halló una canoa abandonada, cuyas nervaduras y armazón eran de costillas de ballena. Tal comprobación nos deja perplejos y habría que interpretar tal vez el texto en sentido figurado: "como costillas de ballena". Sea como fuera, había al lado de ese casco de embarcación cinco remos que parecían palas. Spilbergen, a comienzos del siglo XVII, en Puerto de Hambre, vio también canoas de extremos levantados, de remos cortos y con fuego en el interior. Drake, a la entrada del Canal Jerónimo, describe "una canoa hecha de cortezas de árboles tan bien ligadas entre sí con bandas de cuero de foca, que no hacía sino muy poco agua a través de sus costuras. Sus dos extremidades estaban encurvadas en forma de media luna"
El comodoro Byron, en 1764, halló cerca del Cabo Upright a los indios en canoas de tablas, lo cual no dejó de asombrarlo, puesto que en el Estrecho casi todas las embarcaciones están hechas de cortezas. Según Byron, estas últimas estaban construidas, con mucho arte, de tres piezas. La pieza central estaba generalmente curvada a la vez en el sentido longitudinal y en el sentido transversal, de manera que las costuras quedaban fuera del agua. Este detalle introducía una modalidad nueva y un perfeccionamiento en el arte de construcción de canoas. Siempre según Byron, las canoas eran estrechas y tenían en cada extremo una punta que se elevaba notablemente. Los indios se preocupaban mucho de su conservación, y todas las veces la sacaban a la playa, fuera del alcance de la marea.
En la misma época, Wallis y Boungaville, en el Estrecho, en la Bahía Francesa, en el Cabo Upright y en la isla Rupert señalan canoas de cortezas cuyas descripciones son equivalentes: una canoa mide 15 pies de largo, 3 de ancho y 3 de profundidad. Una piel de foca les sirve a veces de vela.
El relato de la expedición de la Santa María de la Cabeza (1788-89) merece ser enteramente citado, pues la construcción de la canoa de cortezas y de la canoa de tablas observadas en la parte occidental del Estrecho es allí minuciosa. La canoa de cortezas, cuyo grosos es inferior a una pulgada, está compuesta de 3 piezas, entre las cuales la del medio hace de quilla, de fondo, de roda y de estambor, mientras las otras dos forman los costados. Es curiosa la manera cómo los indígenas extraen la corteza de los árboles, pues no tienen otro instrumento que el de piedra con el cual hacen dos incisiones circulares y una vertical que se une a las otras dos. Con mucha habilidad, desprenden la corteza de una sola vez, llegando a veces hasta un largo de 32 pies para la pieza mediana más larga de una canoa, que tendrá 25 pies de largo, 4 en su mayor anchura y de 2 a 3 en su mayor profundidad.
Para aplanar el rollo de corteza, cargan sus extremos con piedras y lo dejan así durante 3 ó 4 días. En seguida se juntan, casi perpendicularmente a la base, las dos piezas laterales por costuras que envuelven a un calafateo de hierbas y barro. Para dar resistencia y rigidez al conjunto, se colocan en el interior varillas en forma de arco, bien apretadas las unas contra las otras, mientras dos pértigas forman la borda superior y unos travesaños mantienen su separación. El conjunto es mantenido por costuras, probablemente con una liana llamada voqui. El interior de la canoa es revestido en seguida con tiras de corteza de un pie de ancho, ablandadas al fuego para poder calzar perfectamente con las curvas, lo que forma una especie de piso interrumpido en el medio por un resumideros, destinado a colectar el agua.
Muchas de estas canoas pueden contener hasta 9 ó 10 personas. Ordinariamente, son las mujeres as que reman, con remos "a modo de canaletes". Pero en los viajes largos, si el viento es favorable, se instalan mástil hacia la proa del bote, con una especie de verga en el extremo, a la cual se amarra una piel de foca, cuya parte inferior se sujeta a mano. En medio de la canoa, reposando sobre un lecho de piedras, de conchas y de arena, se mantiene un pequeño fuego, constantemente alimentado. El equipo de la canoa es completado por recipientes destinados para achicar el agua y por algunos cables de juncos o de lianas finas trenzadas.
Con estas embarcaciones frágiles y pocas marineras los indios emprenden sus viajes por regiones en donde se pasa súbitamente de la calma absoluta a los vientos más impetuosos, lo que denota a gentes que conocen perfectamente el mar, pero a menudo sucede que sean víctimas de la temeridad.
En el apéndice a la relación del viaje de la Santa María de la Cabeza, los indios vistos al oeste del cabo Ildefondo, cerca del cabo Pilar, tenían canoas de tablas, "lo cual revela una superioridad técnica sobre los otros indios del Estrecho. Las tablas se sujetan unas a otras con una especie de cordón de media pulgada de grueso y una clase de estopa, que parece compuesta de hierbas mezcladas a un barro tan espeso y pegajoso que impide el paso del agua. Los costados se componen de dos gruesas tablas, a las cuales se ha dado la curvatura necesaria y la disminución regular en los dos extremos. La quilla es una tabla larga y estrecha. La armazón interior de la canoa, parejas, defensas y travesaños, es la misma que la de la canoa de cortezas, pero más resistente. Si bien la canoa de tablas es menos rápida que la de cortezas, tiene por lo menos la ventaja de una mayor solidez y estabilidad".
De estos datos históricos infiere que la canoa de tablas cosidas fue utilizada de preferencia a la canoa de cortezas en los archipiélagos del Oeste, desde la isla de Chiloé hasta el estrecho, durante cerca de 4 siglos. Estaba construida con 5 tablas, pero también solía estarlo con 3, y era accionada con pagayes o con remos. No tenía timón y se dirigía por medio del pagay. El área de extensión de la canoa de remos parece corresponder a la extensión de las coníferas, alerces y cipreses y ser la canoa una adquisición técnica obtenida de los indígenas de Chiloé. En cuanto a la canoa de cortezas, de forma bien característica de media luna, maniobrada con pagay, es de una técnica bien particular y corresponde al área de extensión del Nothofagus betuloides (coihue), más meridional.
Recuerdos y supervivencias. ¿Cuáles son las tradiciones y recuerdos que aún sobreviven en la memoria de los alacalufes actuales, relativas a la embarcación de tiempos pasados? De la canoa de tablas reunidas por costuras, no subsiste nada más que el recuerdo. Ellos saben que tal canoa existió y que era muy grande, pero ninguno de ellos la vio jamás. Por el contrario, la mayoría de los ancianos y de los indios de edad mediana alcanzaron a navegar en la canoa de cortezas. Para algunos, era esa la embarcación normalmente empleada; para otros, era la embarcación ocasional, rápidamente construida y con menos trabajo que la canoa hecha de un solo tronco. Los más antiguos del grupo la utilizaron durante la mayor parte de su existencia, y permanece en la memoria de los hombres de 30 ó 40 años como un recuerdo de infancia.
La canoa de corteza subsistió, paralelamente a la de un solo bloque, en los archipiélagos del oeste, hasta 1925. Algunos oficiales de la marina las vieron. Sus descripciones, en cuanto a la forma y a las dimensiones de la embarcación, son generalmente vagas y corresponden a recuerdos lejanos que emergen trabajosamente bajo la necesidad de responder a una pregunta. Algunos detalles de importancia, relativos al modo de construcción, se adaptan demasiado bien a las preguntas que se le hacen, como para aceptarlos sin una prudente reserva. Algunos detalles son extraños, pero, al fin de cuentas, plausibles, y merecen pasar por el control de los testigos más ciertos, que son los propios alacalufes. Una afirmación que se oye repetir a menudo es la de que la embarcación primitiva de los alacalufes era de pieles de foca extendidas sobre miembros de madera, pero ella suscita siempre las más firmes negaciones de parte de los alacalufes.
Según los últimos testigos de la canoa de corteza, ésta era construida de la manera siguiente, muchas veces descrita y una vez ejecutada a pedido del investigador. El tema de la canoa de cortezas volvía, para afrontar sus respectivos relatos. La dificultad estaba en localizar un coihue vigoroso y sano, de tronco esbelto, sin nudos ni ramas. Se practicaban entonces, con cuchillo o con hacha, dos incisiones circulares y otra longitudinal. Pasando un bastón, de extremo tallado en forma de paleta, o una cuña de hueso, se llegaba a levantar un poco de corteza sobre toda la altura y así, separada más y más, toda la corteza era levantada de un solo bloque. Si la continuación del trabajo tenía que ser postergada para más tarde, el rollo de corteza era mantenido bajo una caída de agua que lo tenía constantemente mojado. A veces, la corteza era allí aplanada con ayuda de grandes piedras. Lo esencial era que este pedazo permaneciera húmedo. Una vez aplanados, se recortaba a los trozos de corteza siguiendo una forma determinada. La pieza medida, que era la más larga, tenía sus extremidades simétricamente talladas en triángulo, y las dos piezas que debían formar los costados eran igualmente puestas en forma. Durante todas estas operaciones, las cortezas eran constantemente ablandadas a fuego, para darles sin dificultad la curvatura necesaria en el sentido longitudinal y en el sentido transversal. El ensamble por costuras espirales se hacía por medio de un punzón y de briznas de voqui. El calafateo se hacía paulatinamente, interponiendo en las junturas cortezas, trapos y raicillas mezcladas con una tierra extremadamente compacta y viscosa. Durante toda la operación, las cortezas eran mantenidas en su lugar y en debida forma por medio de ligaduras, cuñas de madera, cargas de piedra y piquetes clavados en tierra. La popa y la proa, muy peraltadas, se reforzaban, como en la dalca de chiloé, por una especie de estribo de madera curvada, tallada o natural, que mantenía juntas las tablas o las cortezas. Este detalle de construcción subsiste aún en las chalupas que los loberos chilotes construyen en los archipiélagos. Durante sus giras, cuando descubren en un tronco contorsionado de coihue la forma deseada, la guardan para la construcción eventual de una chalupa. Los bordes eran ligeramente reforzados por dos defensas. Algunos travesaños, en general tres, mantenían la distancia y estaban ligados a esas defensas. Después el interior estaba provisto con varillas arqueadas, apretadas unas a otras, bien justadas a las formas del casco, recubiertas con un piso de corteza.
El conjunto adquiría una forma de huso, de amplio apoyo sobre el agua, con redondeces que no ofrecían sino una mínima resistencia. Algunos pagayes de ciprés en forma de palas estrechas, de mangos tan largos como las palas, un mástil corto y una vela de piel de foca o una frazada completaban el equipo. La embarcación era, sin duda, frágil, pero rápida y bastante estable, a condición de embarcarse en ella con cuidado. El único inconveniente venía de la vela que, bajo el empuje de una ráfaga imprevista, desequilibraba la embarcación. Muchos se ahogaron de esa manera, cosa que los indios atribuían al aparejo defectuoso.
En 1946, un modelo reducido de canoa de corteza servía de juguete a los niños. Estaba hecha de una simple hoja rectangular de corteza de tenía modelada al fuego y ligada en sus dos extremidades. Los niños le ponían de lastre algunos guijarros y la dejaban sobre el agua. Cuando pedimos a un indio viejo, aún al corriente de las cosas del pasado, que construyera una canoa de corteza, tal como él las había conocido, la ejecutó con buena disposición e hizo esta canoa que bastaba con holgura a dos niños. Tal fue el punto de partida de una industria nueva, la construcción en serie de canoas en miniatura de 20 a 30 cms. de largo destinadas al trueque a bordo de los buques de paso por Edén. Estas canoas las hacen con delgadas cortezas de tenío unidas con amarras de voqui, y son de el mismo modelo, aunque menos bien ejecutadas, que los modelos reducidos de canoas que los yaganes ofrecían, desde hacia muchos años a los turistas del canal Beagle.
La forma actual de la canoa y su construcción. La canoa de corteza ha sido actualmente abandonada por una embarcación más sólida, más estable y de mayor capacidad. Este aporte a los medios de existencia del indio alacalufe es muy reciente: se puede estimar que la canoa de corteza desapareció completamente alrededor de 1925.
Hacia mediados del siglo XIX, los indios de los archipiélagos, yaganes del extremo sur o alacalufes de los archipiélagos del oeste, eran numerosos y fuertes, a pesar de su desamparo. A menudo tuvieron que habérselas con los primeros cazadores de pieles que desde Weddel visitaron los archipiélagos. Las relaciones entre los cazadores y los naturales no dejaban de presentar dificultades y los trueques entre unos y otros eran mínimos. Los pedazos de hierro o instrumentos de metal que los indios podían poseer en esa época provenían a menudo de robos o naufragios. La escasez de esas herramientas no podía permitir modificaciones profundas en el modo de vida de los indios.
Sólo hacia 1880, los cazadores de pieles, blancos de todas nacionalidades y chilotes, se mezclaron más a la vida de los alacalufes, por lo menos durante las estaciones de caza. Los indios, ahora menos numerosos, más familiarizados con las presencias extrajeras, hallaban a menudo medio de hacerse emplear a bordo de las goletas para el trozado de las focas y la preparación de las pieles. Llegaban a hacerse dar instrumentos de metal, sobre todo hachas y cuchillos, y con frecuencia abandonaban el taller, llevándose lo que les caía bajo las manos. No pocas veces huían en una chalupa robada.
Así introducía el metal en la vida de los alacalufes y empezaba a modificar seriamente sus técnicas. Este hecho de importancia habría podido aportarles algunas facilidades de vida y cambiar radicalmente los datos de su vida nómade. Desgraciadamente, habían llegado ya a una época trágica de su historia. Habían entrado por el camino de una irremediable desaparición, cuando algunas decenas de años más tarde pudieron procurarse hachas de buena factura, sólidos cuchillos y otras herramientas en número suficiente para ser repartidas entre todos. No quedaba ya sino un grupo de seres humanos, debilitados, inadaptados, que habían perdido casi todo su pasado tradicional y que no pudo sacar real provecho de la posibilidad de construirse una embarcación más segura que la frágil canoa de cortezas que durante su historia había sido la causa de innumerables muertes colectivas por inmersión.
Gracias a este nuevo instrumental, los alacalufes pasaron naturalmente de un modo de construir embarcaciones a otro, sin que haya necesidad de hablar de empréstito para explicar tal novedad. Los alacalufes habían visto, por cierto, a cazadores chilotes improvisar en unos cuantos días, escabando con hacha un tronco de árbol, una embarcación rústica, pero suficiente para arreglárselas en una situación difícil: El caso se produjo en varias oportunidades. Los alacalufes los imitaron. Sin embargo, el término empréstito va más allá de este hecho simple de dos grupos viviendo en las mismas condiciones, con los mismos medios técnicos después de un tiempo. Entre esos medios se hallaba el hacha de hierro, junto a otros que satisfacen una necesidad esencial, la de navegar, extremadamente simple. Por otra parte, como hemos visto, solía suceder que los alacalufes lograban apropiarse de las pesadas chalupas chilotas que excitaban su codicia. Los indios actualmente vivos cuentan con agrado sus hazañas en esta materia, pero no han olvidado las represalias terribles que las seguían. Antes de disponer de medios materiales para construir algo mejor que su miserable canoa de cortezas, tenían ya el vivo deseo de una embarcación más basta y mejor construida que utilizaba gente que vivía de un modo en muchos puntos semejante al suyo.
Desde hace cerca de 10 años, la mayoría del grupo alacalufe se ha radicado alternativamente en Puerto Edén o en las cercanías del faro de San Pedro. Sin embargo, cada grupo familiar desea poseer una canoa en buen estado. Primero, para sus desplazamientos en un radio limitado en torno a esos dos puntos de residencia (aprovisionamiento de leña para la calefacción y de mariscos, caserías, acceso a los barcos en tránsito), pero también para reanudar, de tiempo en tiempo y por algunos meses, la ruta de los archipiélagos. A pesar de todo, la llamada de su vida ancestral no esta definitivamente abolida. La construcción de la canoa sigue siendo uno de los actos más importantes de la vida de los alacalufes actuales, aquel al cual dedican mayores cuidados y actividades continuas. Por eso, describiremos en detalle las fases sucesivas de la construcción de la canoa de que actualmente se sirve.
Selección y corta del árbol. Los archipiélagos de Magallanes están recubiertos de una selva muy densa. Sin embargo, no abundan en ellos los árboles de gran tamaño en la medida que fuera dable esperar. Los árboles que crecen cerca de la orilla son demasiado pequeños o están demasiado torcidos por el viento para proporcionar una madera utilizable. Se necesita lejos los robles y coihues que se desarrollan mejor en los valles abrigados y casi siempre a una cierta altura. En sus excursiones a través del bosque, los alacalufes han localizado desde hace largo tiempo los troncos que podrán convenir a la construcción de la canoa. Muchas veces los han cubicado, rodeandolos con sus brazos. Si las manos no llegan a tocarse, el árbol puede ser utilizado.
Los árboles así elegidos, casi siempre coihues, están muertos desde hace varios años, pero están aún en pie. Se conservan sanos durante largo tiempo. El tronco debe ser recto y sin ramas en una altura de 4 a 5 metros y no presentar huellas aparentes de pobredumbre. El árbol elegido se halla a menudo en el bosque a varias millas del campamento, lejos del mar, en medio de una vegetación muy densa que es preciso derribar para abrirse camino. Más tarde, cuando halla que llevar la canoa más o memos desvastada hasta la playa, las dificultades serán aún mayores. Son estas otras tantas razones para no equivocarse al elegir, para evitarse trabajos inútiles.
Construir una canoa es una tarea de varias semanas. Esta duración varía, por lo demás, según el valor de cada uno y las dificultades de la estación. Cuando el taller esta cerca del campamento, el trabajo es fácil y se puede consagrarle varias horas al día. En este caso, el indio alacalufe trabaja solo. Más cuando, para dirigirse al taller, hay que recorrer varias millas en canoa y caminar en seguida largo trecho a través del bosque y los pantanos, pide la ayuda de un compañero. Es éste un tipo de servicio que se prestan mutuamente.
Para que la tarea sea más fácil, el árbol es siempre cortado a medio metro sobre el suelo. Economía de trabajo, pues así se evita cortar el espesor extra de la base del tronco y después, al modelar la proa del bote, eliminar un importante volumen de madera. Se necesita proveer y dirigir la caída del árbol, evitar que se derrumbe en el sentido del pendiente si se trabaja en un terreno en declive, limpiar el terreno de árboles y materiales molestos. Como cualquier leñador de cualquier sitio del mundo, el indio de los archipiélagos de Magallanes corta el árbol por dos biseles opuestos y desiguales, de modo que se derrumben por si mismo en el sitio preparado y en la posición prevista. Los hachazos acompañan de exclamaciones cuando el coihue esta próximo a derrumbarse. Los golpes se precipitan y, cuando el árbol se desploma con gran estrépito de ramas quebradas, se puede ver en el rostro largo tiempo inmóvil de estos leñadores de Magallanes una expresión indefinible de alegría.
El adelgazamiento. El fuste, limpio de ramas a largo de 4 metros, por lo menos, yace por tierra. Se le corta la mayor longitud utilizable. Si existe en el tronco alguna aplanadura, nudo o porción afectada por pobredumbre, ello no tiene importancia, si está sano y regular en el resto. Bastará empezar el ahuecamiento por la porción afectada y reservar para el futuro casco las partes no defectuosas del tronco. Se descorteza inmediatamente después de la corta, para descubrir todos los defectos posibles. Cuando se trata de un árbol seco desde hace varios años, en un clima tan húmedo, hay que esperar sorpresas desagradables que han escapado al ojo, aun a uno tan ejercitado como el de los alacalufes en materia de madera. A veces, para evitarse dar vuelta un tronco demasiado pesado, descuidan descortezarlo completo. Por eso se hallan con frecuencia en el bosque canoas abandonadas en todos los estados de fabricación, después de haber revelado durante el trabajo graves defectos ocultos. Con la sorpresa de la excavación y los riesgos de las terminaciones sólo puede acabarse una canoa entre dos.
Una vez que el árbol esta limpio y en buena posición, empieza el adelgazamiento. La proa del bote corresponde a la base del árbol. Se tallan en doble bisel los dos extremos, lo que da al perfil y las dimensiones de la embarcación. En seguida, con hachazos precisos se procede al excabamiento. Si los que trabajan son dos, cada uno excaba un extremo. No es éste un trabajo indolente a manera de pasatiempo, sino una verdadera faena, en la cual el alacalufe emplea toda su fuerza. En este trabajo que le interesa por que es para el, para llegar a un fin que satisface sus necesidades, el indio alacalufe desarrolla un esfuerzo verdadero y duro, con tenacidad y resistencia y lo realiza sin economizar esfuerzos, sin torpeza en la obtención de lo que desea y según la representación que se forma de ello. Sin duda actúa con medios y técnicas torpes. Para el observador más evolucionado que compara el resultado de este trabajo con el de otras culturas, hay en él siempre algo de inconcluso. La actividad del indio de los archipiélagos no debe medirse por una norma arbitraria, sino por su propia cultura. Muy distinta en su actitud cuando, por ejemplo, le sucede trabajar, más o menos voluntariamente, para los blancos, cortando y picando leña para el puesto militar de Bahía Edén o en otras faenas. Trabaja entonces medio dormido, puesto que su interés en ese género de ocupación es nulo o casi nulo.
Así, de pie sobre el tronco, descalzos entre las astillas, los dos leñadores alacalufes trabajan a hachazos regulares y rápidos. Cuando están frente a frente, escabando entre los dos la parte media del tronco, las hachas caen alternativamente sobre el mismo tajo. Se necesita una gran destreza para seguir así, desde el interior, la encurbación del tronco, junto con adelgazarlo hasta un grosor regular de 3 cms., con una reserva un poco más gruesa en los dos extremos. Este adelgazamiento preliminar exige varias jornadas de trabajo. Después de lo cual, el alacalufe, si bien tiene constancia en el momento mismo en que trabaja, deja pasar a menudo días y semanas antes de volver a su taller.
Una vez terminado este primer ahuecamiento, la canoa está lo suficientemente liviana como para poder ser arrastrada hasta el mar. El trayecto es a menudo largo y difícil, a través de bosques inextricables, por encima o por debajo de los troncos tendidos, sobre las pendientes rocosas o a través de los pantanos. En el bosque, todo va sobre ruedas una vez que ha sido abierto el camino. De 6 a 10 alacalufes, hombres y mujeres a quienes se ha pedido ayuda, llegan fácilmente ha arrastrar el tronco ahuecado sobre el lecho de musgos húmedos que forman siempre el suelo del bosque. Pero, en los rodados de rocas o en las faldas graníticas, o para pasar las quebradas, se corre el riesgo de dañar el bote si no es llevado literalmente al brazo. En el pantano, el suelo muelle ofrece demasiada resistencia. En este caso, se fabrica con rodillos un camino de rodamientos. La canoa llega así, a fuerza de brazos, hasta el mar, para ser llevada a remolque al campamentito, donde será terminada con holgura.
La formación. Es ésta una operación compleja y arriesgada, en la que sólo entra en juego la habilidad del propietario. Empieza, primero, por adelgazar suficientemente el casco, para que se preste sin romperse a un ensanchamiento importante, que triplicará por lo menos su capacidad. Esta operación no puede efectuarse a hachazos, sino con la azuela. Si bien los alacalufes han sido provistos de hachas pesadas y de buena calidad, generalmente made in Sweden, que afilan como navajas, el complemento de instrumental que poseen tiene mucho menor valor. Son, en general, herramientas de desecho. Algunos han podido procurarse azuelas del comercio, abordo de los barcos, en los campamentos de los pescadores chilotes (a cambio de alguna peletería) que, como los indios trabajan exclusivamente con hacha y azuela. Las chalupas y aun las goletas que ellos mismos construyen en los archipiélagos son producidas por este instrumental. Es fácil para los alacalufes robar una herramienta u obtenerla a cambio de una piel de nutria. A falta de eso, ellos mismos fabrican una azuela con una hoja cualquiera de hierro, modelada y aguzada a piedra y sólidamente ligada a un mango de madera recurvado. Se obtiene así una herramienta que copia más o menos a la azuela del comercio. A veces también el modo de montar y manejar este utensilio deriva directamente de la tradicional azuela hecha con una concha cortante. La concha solamente es reemplazada por la hoja de metal.
Para este trabajo de terminación de la canoa, el indio se pone en una posición incómoda y fatigosa: se mantiene agazapado en el interior de un esbozo de casco, cuya abertura a penas permite el paso del cuerpo. Las virutas se sacan a contra pelo hasta que el hueco se ha regular y la grosura final de la madera sea de un 1 centímetro y medio a 2 centímetros. Como los dos extremos deben ofrecer más resistencia, tienen más o menos cuatro centímetros de grosor. Las ligeras protuberancias exteriores de la madera son alisadas.
Los árboles utilizados no son nunca tan gruesos para que la capacidad del casco sea por sí misma suficiente. Es entonces necesario separar fuertemente los bordes de este esbozo y levantarlos para obtener una embarcación más vasta, las sección aproximadamente parabólica y que presentará, además, la ventaja de mantenerse mejor en el mar. Para conseguirlo, se moja abundantemente el proyecto de canoa. Si la lluvia no bastare, se la mantiene llena de agua durante varios días. La arrastran en seguida, hasta las cercanías de las chozas, detrás de la playa, pues está prohibido hacer fuego cerca del mar. La embarcación es alzada sobre pilotes de madera. En las cercanías, se ha hecho un gran fuego de cipreses secos y, cuando hay un abundante lecho de brasas, se las reparte vivamente bajo la canoa, de manera que en toda su longitud esté sometida a una fuerte temperatura. El fondo y las paredes son alternativamente sometidos al calor del fuego, mantenido, durante toda la operación, con nuevos aportes de brasas. El interior de la canoa es igualmente provisto de brasas. Si la operación es efectuada con cuidado, la madera es ligeramente carbonizada en toda su superficie externa e interna, y adquiere así bastante flexibilidad para prestarse a la última operación, que consiste en apartar violentamente los bordes del casco.
Cuando el proyecto de casco ha sido suficientemente calentado, un simple pedazo de madera, cortado a la longitud conveniente, es dispuesto en forma oblicua entre las orillas. Después se lo fuerza hasta darle una posición perpendicular al eje de la canoa. Otros travesaños más cortos son puestos a la fuerza, de la misma manera, hacia proa y hacia popa. Así el casco adquiere su definitiva forma fuselada. Durante este tiempo, las brasas han sido barridas. La operación ha durado más o menos dos horas. La canoa permanece así durante varios días, que se aprovechan para rasparle con conchas la película carbonosa que se formó en toda la superficie.
El método supone sus riesgos, sobre todo si el fondo de la embarcación presenta algún punto débil, pues entonces se produciría una hendidura longitudinal irreparable. Si las fisuras son de pequeñas dimensiones, es posible obturarlas, pero después se agrandarán con el uso y con los choques.
Calafateo y terminación. Sin llegar hasta a poner fuera de servicio a la embarcación, los defectos de la madera son siempre numerosos. Más que todo lo demás, la proa, que corresponde a la base del tronco, ha sufrido el ataque de la podredumbre. Casi todos los árboles son esponjosos en su base. Se necesita, pues, consolidar la proa del bote. Además, sobre toda la superficie de la madera hay hoyos y fisuras. Para conjurar estos defectos, se emplean los más diversos materiales. Casi siempre, trozos de lata de tarros viejos y cajas de conserva cumplen esta función. La hojalata se adapta muy bien a las partes abombadas. Tablillas provenientes de cajones ciegan los agujeros en las partes planas. Para mantener seco el interior, se meten trapos a la fuerza en toda la fisura, y por encima de este relleno se clavan las tablillas o las placas de hojalata.
Calafateado y más o menos seco, el casco ensanchado es, sin embargo, muy poco profundo para ser utilizado tal cual. Los bordes deben de ser peraltados por medio de dos tablas gruesas, largas y flexibles. Este material es difícil de hallar abordo de los barcos. Los alacalufes tallan esas tablas en un tronco de ciprés. Hábilmente partiendo, un mismo tronco proporciona dos tablas que se separan con facilidad, siguiendo el hilo de la madera. En caso necesario, los nudos y asperezas se nivelan con azuela o con hacha. Como la parte Terminal de la tabla que corresponde a la base del tronco es más rígida, es ablandada a fuego e inmediatamente clavada en el extremo delantero de la canoa. Se fijan así dos tablas, que yuxtaponen en algunos centímetros, en cada borde del casco. Estas son irregulares y no calzan exactamente en el borde. Entre los dos que dan grandes huecos, rellenados por medios trapos y tierra mezclada con raicillas.
Una vez peraltado y retirados los travesaños, la canoa adquiere su forma y sus dimensiones definitivas: cincuenta centímetros de profundidad, un interior amplio, una proa maciza y una popa muy baja sobre el agua. Algunos accesorios faltan todavía. Primero, una muesca en la proa para fijar allí una armella de madera con la cual se pueda atracar el bote. Por lo demás, no hay embarcación que no perezca gracias a este desdichado artificio. Los clavos que fijan esta armella de madera, o bien son demasiado cortos, o son corroídos por el agua del mar. Si la canoa se encuentra a flote durante una tempestad nocturna, la armella es arrancada y la embarcación parte a la deriva y se rompe contra las rocas. El resto de los agregados comprende: bancas, toletes, y dispositivo para la fijación amovible de un mástil. Las bancas, de dos a cuatro según el tamaño de la canoa, son simples pedazos de tablas fijadas verticalmente sobre el borde superior, detrás de cada banca. Una chumacera suplementaria en la popa de la canoa sirve para el remo que hace de timón. En el fondo del casco, en el primer tercio anterior se instala permanentemente un estribo sobre el cual podrá apoyarse el pie del mástil. La banca situada encima de este estribo tiene un ancho agujero, de manera que el mástil pueda sostenerse verticalmente en estos dos apoyos, aun cuando no se los amarre con cables.
Queda así lista la canoa, presta a partir a remo o a vela. El conjunto es rústico, aboyado. Se ha hecho uso inmoderado de los añadidos en el momento de la construcción, de pedazos de hojalata y clavos que no van durar muchos. Muy rápidamente, los clavos ceden, las hojalatas se desprenden, los bordes agregados se sueltan. Pero bastan algunos otros clavos y nuevos fragmentos de tablas para reparar los destrozos. A pesar de todo, la canoa llega a durar algunos meses, al cabo de los cuales será reemplazada por otra.
Los accesorios de la canoa. El medio de propulsión más corriente es el remo. En este ejercicio, los alacalufes, como todos los chilotes, por otra parte, son infatigables. Una vez decidimos a dirigirse a un punto determinado, pueden atravesar, en una sola etapa y fácilmente, unas sesenta millas y a veces más. Más de ordinario prefieren las etapas cortas y un paso más tranquilo. La presencia de una foca, de un pájaro, de un banco de mariscos o la simple fantasía, modifican con gran facilidad sus intenciones primeras y sus itinerarios.
Al mismo tiempo que la canoa de cortezas, los alacalufes han abandonado su accesorio, el pagay. No usan ya sino el remo que se apoya en el borde, entre dos toletes. Durante todo el siglo pasado, los alacalufes ciertamente conocieron la chalupa a remos de los foqueros, pero en esa época aún se usaba la canoa de cortezas. La canoa actual, con sus accesorios, remos y aparejos, no ha sido definitiva y universalmente adoptada sino después de 1925. S e puede decir que todos los accesorios de la actual canoa han sido adquiridos de los chilotes, en particular el remo, que no es, como podría creerse, un pagay adaptado a un nuevo género de embarcación, sino un préstamo hecho por los chilotes. Los alacalufes han llegado a perfeccionar singularmente su modelo. El remo chilote, de 18 pies de largo, es a menudo un instrumento simplemente adelgazado con hacha. Es verdad que son de corta duración. Aunque muy flexible, están sometidos a tales esfuerzos, que se quiebran frecuentemente en los nudos de la madera. Al apoyarse en toletes redondos de hierro, se gastan rápidamente. Los chilotes deben renovarlos a menudo y se contentan con adelgazar palos.
Mucho más corto, el remo de los alacalufes es más firme y su gasto por frotamiento de madera contra madera es menor. La materia prima es siempre un tronco de ciprés de talla media, que presenta la ventaja de una forma natural de la cual es facial sacar partido. El tronco de ciprés es muy ancho en su base y con algunos hachazos lo transforma en un esbozo de pala de remo, que será después adelgazado con un instrumento cualquiera, azuela, cabeza del hacha manejada a mano o cuchillo. Los dos bordes de la paleta son cortados bien paralelos y el extremo inferior es a menudo redondeado. Se tiene buen cuidado de dejar un lomo en el eje de la paleta. El mango del remo es redondeado, más ancho hacia el medio, adelgazado en el extremo para ser bien empuñado. El remo es raspado con sección cortante de un filo de concha hasta obtener un pulimento perfecto.
Aunque de cada banqueta no haya lugar sino para un solo remero, éste dispone de dos chumaceras simétricas, lo que permite a un hombre maniobrar solo la embarcación, sea en la posición ordinaria, sentado, sea remando de pie, cara a la proa, a la manera chilote. De los chilotes también, los alacalufes han aprendido a maniobrar su embarcación cinglando.
El empleo del remo estabiliza bastante bien la embarcación. Una vez cargada y sostenida por amplios puntos de apoyo externos, ella es tan estable como cualquiera otra, aun con mal tiempo. Basta saber maniobrarla con habilidad y no dejarse tomar por las olas de través. La experiencia lo prueba. Por lo demás, se puede suponer que, aparte de su habilidad, los alacalufes tienen sobre cualesquiera otros la superioridad de la inconsciencia del peligro y de la ignorancia del miedo.
La navegación a vela es mucho más delicada y no permite impunemente las mismas audacias. A remo, se puede hacer frente a una ráfaga súbita e imprevisible, y mantenerse remando con todas sus fuerzas sin poder avanzar un palmo. A vela, las consecuencias tendrían un desenlace mucho más rápido. Todos los accidentes trágicos, y son numerosos, se han producido de la misma manera, burlándose de todas las preocupaciones. Una ventolera repentina vuelca el bote. Por eso los alacalufes no navegan a vela sino con buen tiempo, fuerte y aun fresco, pero regular. Los vientos del oeste y del noreste son demasiado violentos y caprichosos y reservan las peores sorpresas. Por el contrario, el viento su es de toda confianza. De aquí que la navegación a vela sea solamente ocasional y practicada sólo en ciertas circunstancias favorables. Sin embargo, toda la familia que se desplace a gran distancia llevará sus aparejos, mástil, vela, guía y un bastón corto que sirve de picocangrejo.
El aparejo es exactamente copiado de las chalupas chilotas: vela trapezoidal, casi triangular, llamada cuchilla, muy ancha en la base, estrecha arriba y más ancha que alta. Los alacalufes utilizan como tela para las velas a sacos que han contenido harina o azúcar y que pueden conseguir a bordo de los barcos que pasan. Los sacos, una vez abiertos y remendados, si es necesario, se unen unos a otros con una costura de hilvanes, si es posible con cáñamo. Refuerzan el contorno de la vela con una bastilla enrollada o bien, si pueden, cosiendo una trenza lisa de cáñamo. Las dimensiones de la vela varían notablemente según la cantidad de tela de que dispongan. Una buena vela tiene ordinariamente dos metros y medio de altura y menudo ocho metros y más en la base. En el campamento, la vela sirve a veces de frazada o, a la manera de los loberos, si faltan las pieles de foca, se la utiliza para recubrir la choza.
El mástil, de ciprés, bien cilíndrico, adelgazado y pulido, es muy liviano. Su extremo inferior está aguzado, para poder apoyarse en el agujero de un listón clavado en el fondo de la canoa. El otro punto de apoyo es la banqueta, igualmente atravesada por un hoyo, y la rigidez del conjunto es mantenida por dos cables, algunas veces de cuero de foca, que se amarra al borde de la canoa.
El aparejo comprende igualmente una guía o botavara, delgada y tan larga como el mástil, fijada a este último por un collar de cuerdas; y un simple bastón o pico, que sirve de cangrejo. Dos drizas de cordaje o de cuero, una para la escota y otra para izar la vela, completan el equipo. La maniobra de izar velas es facilitada si se ha podido obtener una pequeña polea de metal o, si no, una simple argolla en un trozo de cuerda o un anillo, la bigota de madera, que realizarán el mismo servicio. El timón está constituido por un remo bayona, y el que dirige la embarcación sujeta al mismo tiempo la escota.
La confección del aparejo para la canoa no es ya asunto sino de las pocas familias que conservan aún la tendencia a las largas migraciones periódicas. Para las otras, el empleo de la canoa está limitado a algunas salidas cerca del campamento de Edén, en busca de caza o de leña. Las distancias por recorrer son bastantes cortas y es raro que utilicen la vela, en cuyo caso la piden a quienes tengan una. Las mujeres, durante sus frecuentes salidas al mar para aprovisionarse de mariscos, no utilizan nunca la vela.
Entre los accesorios de la canoa, no hay que olvidar el achicador que es un auxiliar de gran importancia. Las fisuras, siempre mal calafateadas dejan filtrarse una gran cantidad de agua, sin hablar de la que entra por el borde, que ha menudo va al ras del agua y de la que las olas suelen vaciar en el interior. Al cabo de poco tiempo, el agua así embarcada podría llegar a ser una sobre carga peligrosa, si no fuera vaciada constantemente. El achicador actual es una vieja lata de conserva, de preferencia un resto de tarro de sección rectangular. Vaciar el agua es de ordinario la faena de los niños, amontonados junto a los perros en la mitad de la canoa. El achicador de la antigua canoa de cortezas está a veces en uso todavía, cuando no hay tarros viejos. El achicador es un cilindro de piel de foca, con un fondo cosido y una empuñadura lateral de cortezas trenzadas, lo que da al conjunto la forma de un chop de dos litros de capacidad.
El cable de atraque es a menudo un buen cable de cañamo o de manila, adquirido a bordo de algún buque, y a falta de él, una trenza plana de trozos de lienza y, en algunos casos raros, una trenza de juncos. En otra época hacían, con raíces finas de copihue, un cable grueso de varias hebras de una pulgada de diámetro, que constituía un notable trabajo de trenzado. De él no queda más que el recuerdo.
No existe ninguna clase de ancla. Las canoas son tan livianas que puede subírselas a la playa a la vuelta de cada salida. Para más precauciones, se amarran a un tronco de árbol, a un poste o a una piedra. Con las altas mareas, el nivel del agua puede alcanzar el umbral de las cabañas y recubrir toda la playa. Las canoas quedan entonces a flote y, si hay un poco de oleaje, para evitar que se deterioren chocando unas con otras, se construyen anclas rudimentarias. Al extremo del cable se amarra un pedazo de madera o una roca que se mantiene en su lugar por medio de un amontonamiento de guijarros.
El transporte de la embarcación. Terminada, la canoa alacalufe pesa unos cien kilos. A pesar de este peso considerable, es posible que sea transportada a través de las tierras. En Puerto Edén, por ejemplo, una canoa fue transportada sobre un lago de montaña. El acceso a todo un paño de cerros frecuentado por los huemules era largo y difícil por el bosque, mientras que, atravesando ese lago, que es un fiordo interior, profundamente encajonado, el trayecto se acortaba considerablemente. Entonces, transportaron una canoa a hombros a través de dos millas de bosques impenetrables, cortados por quebradas y ríos, hasta que la instalaron en el lago.
Este caso de transporte es, sin duda, excepcional. Hay otros que pertenecen a la tradición. Algunos puntos de los archipiélagos son accesibles por mar al precio de un largo desvío, mientras la travesía por istmos estrechos permite alcanzarlos en unas pocas horas, aun usando la canoa a través de los terrenos turbosos. A menudo estos istmos son en el fondo antiguos valles glaciares, por los cuales se comunicaban, en una época en que el nivel de las aguas era más elevado, sistemas marítimos hoy independientes. Estos terrenos están ocupados por turberas y jalonados de lagos. Los indios preferían a menudo estos trayectos, el más conocido de los cuales, en los archipiélagos del Oeste, era el del istmo de Ofqui, entre el Golfo Elefante y el Golfo de Penas, que permitía evitar la temible travesía del golfo, imposible para embarcaciones menores en torno a la península Tres Montes. El guardia marina Byron, que viajó en 1741 con los indios al norte de los archipiélagos, cuenta que al atravesar el istmo de Ofqui, la canoa era desmontada. Cada hombre o mujer se encargaba de una tabla y de una parte del material, y así llegaba, con el barro hasta las rodillas, a la otra ribera del istmo.
Casi todos los otros transportes están localizados en la vecindad del estrecho, donde la fragmentación en islas es poco importante y las masas terrestres están acuchilladas por profundas entradas marinas. Uno de portazgos, que siempre lleva en nombre de Camino de los Indios, de cinco millas de largo, comunica una de las ramificaciones del Seno Ultima Esperanza, el Seno Obstrucción, con el mar de Skyring. Este pasaje evita una vuelta de varios centenares de millas. Otro portazgo comunicaba el golfo Xaultegua con el Canal Jerónimo, acortando así de modo apreciable el camino ordinario por el Estrecho. Había un camino también en pleno bosque, en una región montañosa, entre el Fiordo Silva Palma y el Estrecho. No era ese, por lo demás, un portazgo, pues los indios debían abandonar su canoa en el punto de partida y construir una nueva a la llegada. Utilizaban aún este paso hace unos sesenta años.

2. La caza y la pesca


La caza de focas. En los archipiélagos, las focas no pululan, como bien podría imaginarse, pero existen, sin embargo, un número suficiente para que la alimentación de los alacalufes, en la época en que vivían una vida nómade antes de radicarse en Edén, estuviera asegurada con abundancia y facilidad. La caza es asunto de los hombres, sobre todo cuando se trata de expediciones de caza de focas, otario común o foca de dos pelos.
Aisladas, las focas se encuentran más o menos en todas partes a las horas en que persiguen su alimento en el agua. Es posible que dejen que las embarcaciones se les acerquen tanto como para que lleguen a ser fácil arponearlas. Una vez satisfechas, se retiran a la playa rocosa o sobre rocas a flor de agua cerca de la costa, para digerir y dormir. Ellas ocupan esos paraderos aisladamente o en pequeños grupos de algunas unidades. Son más numerosas, hasta juntarse algunas decenas y aun más, sobre las grandes losas de granito en plano inclinado, en ciertos islotes rocosos o en reforzamientos de la costa, que forman especies de grutas. Son los que los cazadores de pieles llaman las piedras o las cuevas loberas, bien conocidas de los indios. Estos roqueríos de mediana importancia están escalonados en las costas, en el interior de los archipiélagos. Se señalan por el olor sofocantes de los excrementos acumulados sobre las rocas y que las lluvias no llegan a lavar. Los machos viejos, husmeando el aire y gruñendo, montan guardia en los alrededores del lugar de descanso, mientras el resto del rebaño se refocila o duerme. Si el rebaño ha sido molestado por la presencia del hombre, emigra a otra parte. Los cazadores de pieles chilotes actúan sin adoptar la menor precaución. Cuando descubren una gruta de focas, se gozan espantándolas, disparando sobre el rebaño, sea por simple placer, sea para procurarse carne para ellos o para sus perros. La gruta de focas se despuebla de inmediato. Decenas y decenas de animales se deslizan al agua, se alzan hasta medio cuerpo examinando con sus ojos turbios a los intrusos y se marchan hacia otras grutas u otras playas más tranquilas. Pasarán semanas o meses antes de que estos lugares sean ocupados de nuevo.
En el momento de la parición, las agrupaciones alcanzan a varios miles de individuos, no en el interior de los archipiélagos, sino sólo en la franja de islas que bordean el Pacífico. Los cazadores de focas, y los indios antes que ellos, irrumpían allí armados sólo con rebenques, se precipitaban en medio del rebaño, le bloqueaban el paso y podían hacer verdaderas hecatombes de popitos o focas recién nacidas. Los cazadores asestaban golpes de rebenques sobre el hocico del animal, sin tomar otras precauciones que la de defenderse de los machos cuando pasaban junto a ellos. La carne de los popitos es muy apreciada por los indios.
Fuera del rebenque, el arma de casa de los alacalufes es el arpón. Aun ahora en Edén, cada alacalufe tiene en su cofre una serie de arpones para cazar focas. Cuando se halla un hueso de ballena en la playa, lo recogen para fabricar un arpón más, aunque sepan, por otra parte, que probablemente nunca va a servirles. En efecto la mayoría de los indios de Edén no hace una salida de caza por los alrededores, por un día o dos, sino para romper la monotonía de los días y el embotamiento de la inacción completa. Sólo las dos familias que se han negado a plegarse a este género de vida y que parten periódicamente en giras de caza, que pueden durar varios meses, poseen el instrumental completo del cazador: diversos juegos de arpones y de lienzas, redes para focas y trampas.
La materia prima del arpón es hueso de ballena. En los fragmentos que encuentran en la playa, la parte más apta, es decir, todo lo que no es hueso esponjoso, la separan con hacha. Para hacerla más manejable, sacan el mango del hacha y con el hierro en la mano adelgazan el trozo de hueco y lo tallan sobre un yunque de madera, inmovilizando con el pie la pieza que trabajan. La cabeza del arpón es terminada y pulida mediante la arista aguda de una concha gruesa rota cuya faz convexa se apoya en la palma de la mano. Con este instrumento rudimentario afilan la punta, adelgazan el filo lateral, desprendiendo cuidadosamente las barbaduras simétricas y aplanando la paleta que servirá de mango. Excepcionalmente, la cabeza de arpón puede ser tallada en un cuerno de huemul. Es necesario anotar que los arpones actuales no presentan la perfección de las piezas que se descubren en las excavaciones. La forma de esta última es más regular, más esbelta, y el filo, las puntas y las barbaduras revelan una eficacia superior. Las familias nómades tienen arpones adaptados a las diversas clases de caza o de pesca: el arpón para focas, macizo y corto; el arpón para peces con una sola fila de barbaduras, largo y delgado; una especie de fisga de dos puntas para la nutria, el arpón para huemules, el más largo de todos, con dos filas de barbaduras.
En 1842, James Clark Rosse, durante una escala en la rada de San Martín (St. Martin Cove), cuando partía para la Antártica, señaló, entre los indios que allí acampaban, tres clases de lanzas, de tallas variadas según el uso a que estaban destinadas. La más grande medía nueve pies de largo por una circunferencia de cuatro pulgadas. Terminaba en le extremo de más grosor en una punta de hueso de treces pulgadas de largo, alojada en un mango hueco al cual estaba amarrada por una cuerda de piel de foca. Cuando hería al animal, la punta de hueso se quedaba prendida en su carne por una de las barbaduras, mientras el mango desprendido hacía el papel de boya. El otro tipo de lanza era más largo y más liviano que el anterior. El arma, mancha de ocre rojo, terminaba en una punta barbada y fija y no tenía cuerda. La tercera especie de lanza era de 5 pies de largo y terminaba en una punta de hueso con una serie de barbaduras (tenía 17) que aumentaban de tamaño desde la punta hasta el talón. Los indios poseían, además, flechas terminadas en puntas de obsidiana, de las cuales no querían separarse, y un arco que mantenían oculto.
La cabeza móvil del arpón para focas es fijada a un asta de dos metros de largo. La hacen con madera de canelo. En su extremo dejan una cavidad elíptica destinada a recibir la paleta de inserción. El extremo inferior del asta es hendido en todo el diámetro, ahuecado después y fuertemente ligado por medio de una delgada correa de cuero. La cuerda, que también es de cuero bruto torcido, de 20 ó 30 metros de largo, se fija a la cabeza móvil del arpón sobre el pedúnculo más o menos circular situado entre las barbaduras y la paleta de incersión, amarrada en dos sitios al asta. El resto se enrolla como un lazo. Armado así, el arpón está listo para ser empleado.
La técnica de caza consiste en operar con facilidad, silencio y rapidez. Se localiza primero al animal más cercano o más fácil de alcanzar, en lo posible apartado del rebaño, a fin de no dar la alarma. Tal vez no sea muy exacto lo que sostienen los indios, de que fuera del agua la foca oye y ve muy mal. En efecto, no tiene orejas, pero la acuidad de su olfato es extraordinaria. Habitualmente, el cazador llega en canoa, da una gran vuelta para no pasar por el lado del animal, desembarca en la playa, y el arpón en mano se desliza arrastrándose, invisible y ágil, a través de las rocas. A pocos metros del animal, sobre todo si éste es de gran talla, amarra la extremidad de la cuerda a una piedra saliente. Si se trata de una foca de talla mediana, conserva la cuerda en la mano. La progresión es más y más prudente hasta la proximidad de la foca. Es el momento decisivo. A dos metros del fin, en una brusca parada, el arpón es hincado en el flanco del animal, justo debajo de las costillas, de modo de perforar los pulmones. Con la violencia del choque, el asta de desprende y el animal se precipita al agua. Si la agarradura del arpón es buena y la herida es ya eficaz por sí misma, no le queda al cazador sino contener los primeros sobresaltos violentos de la foca, fatigándola mientras se debate con violencia bajo el agua o en la superficie, hasta llevarla cerca de la costa por movimientos combinados de tracción y relajación de la cuerda. La lucha es a veces larga. Algunos machos, cuya longitud puede alcanzar 2 metros y medio, se debaten con furor. Se sumergen y emergen convulsivamente, tratando de liberarse del arpón. El mar se tiñe de sangre y el animal, con las fauces abiertas, tira con todas sus fuerzas, que se debilitan lentamente. Al fin, agotado, se deja arrastrar.
A veces el arpón es reemplazado por una especie de red cuadrada, de anchas mallas, hecha con tiras de cueros de foca. Este artefacto, de un metro medio por lado, sirve para capturar a las focas de talla pequeña. Para aproximarse, se toman las mismas precauciones que en la caza del arpón. Al llegar detrás del animal, el cazador se levanta bruscamente y lo cubre con su red. El movimiento de fuga que realiza la foca la hace enredarse y amarrarse en la red. Después la rematan con un rebencazo.
La caza al acecho es también conocida por los alacalufes. El cazador deja su canoa bastante lejos de la roca, donde están las bestias e instala en el bosque, en la rápida pendiente que cae hacia el mar, una cabaña de ramajes, desde donde espían las idas y venidas de los animales. En el momento oportuno, se desliza hasta la costa, arponea a uno, lo remata, y después va por tierra a buscar su canoa para embarcarlo. Así es posible capturar a varios animales por el día. En la caza de focas, los perros están de más. Hay que dejarlos en el campamento. El cazador actúa generalmente solo.
El caso es raro, pero a veces es posible arponear a la foca cuando pasa al alcance de la canoa. El guardiamarina Byron tuvo oración de observar la habilidad extraordinaria de los indios para cazar a la foca cuando ésta se hallaba en el agua. La arponean a gran distancia y hieren sin errar nunca el tiro.
También capturan con arpón al delfín en plena agua, cuando pesca, moviéndose lentamente en la cercanía de la playa, entre los sargazos, donde los peces son más abundantes.
No se sabe si el método de caza referido por el P. García Martí, en el relato de sus viajes entre los chonos, era utilizado en tiempos más antiguos por los alacalufes. Según este misionero, los indios caucahués (chonos) se acercaban silenciosamente a la foca con su embarcación. Después se metían al agua, con un rebenque pendiente del cuello, para efectuar la última parte del trayecto ante la vista misma de los animales.
No queda en la memoria de los antiguos ningún recuerdo relativo al empleo de anzuelos, redes ni represas. Por el contrario se acuerdan de haber utilizado en tiempos no tan lejanos arpones barbelados, que mencionaba ya a mediados del siglo XVIII el comodoro Byron, "con los cuales ensartan a los peces a varios pies bajo el agua". Siempre, según Byron, que probablemente asistió a este género de pesca, los indios capturan a los peces por medio de perros especialmente amaestrados. Los perros, probablemente en bahías de poca profundidad, ayudan a los hombres a empujar a los peces hacia la costa, donde son atrapados a mano, con notable habilidad.
La pesca con arpones, represas o perros era trabajo de los hombres. En nuestros días, como en el pasado, parece, la mujer se encarga de la pesca de mariscos. Las técnicas no han variado casi en los tiempos históricos. Las mujeres no utilizan sino instrumentos rudimentarios: un bastón corto, tallado en forma de paleta, con el cual sacan de las rocas las machas y otros mariscos, una especie de gancho de cuatro puntas, de tres a cuatro metros de largo, con el cual aprehenden desde la canoa los erizos y los racimos de cholgas cuando son accesibles. Pero el modo habitual de pescar los erizos y las cholgas es el buceo. Los mariscos más gordos y sabrosos están siempre a una profundidad 7 u 8 metros y aún más, y no son accesibles por ningún otro medio.
Las mujeres parten solas con marea baja a practicar este género de pesca. Llevan consigo en la canoa algunos tizones y se dirigen hacia las rocas que eligieron. Allí encienden fuego, se desvisten y se sumergen, sin nada en las manos, si se trata de remontar a la superficie racimos de cholgas, o con un canasto entre los dientes, si hay erizos. Lo que dura la inmersión varía según los individuos. Al comienzo de la pesca, las mujeres permanecen sumergidas por lo menos durante minuto y medio. Cuando remontan con su pesca, toman aliento y desaparecen de nuevo. Cuando una se fatiga, a menudo violeta de frío, va a calentarse y otra ocupa su lugar. Todas son más sensibles a la mordedura del aire fresco y del viento que a la temperatura del agua, y siempre dicen que "el agua no es nunca fría". Esta clase de salidas es muy apreciada por las mujeres que charlan tranquilas en torno al fuego, lejos de la choza, comiendo mariscos que acaban de pescar, parloteando, dueñas de su tiempo.
A veces también, cuando las mareas son excepcionalmente bajas, ellas parten a pescar machas. Provistas de su canasto y de su bastón de paletas, una de ellas explora una roca en seco, mientras las otras continúan parloteando en la canoa. Cuando la recolección ha terminado en una roca, se pasa a otra. Si el tiempo está bueno, el paseo se prolonga indefinidamente, de isla en isla, para recoger, al mismo tiempo, juncos para los canastos, hierba larga y fina para renovar las camas en la choza o ramas frondosas. En la estación, es decir, entre noviembre y fines de enero, aparecen las centollas en los fondos arenosos y limpios. Las mujeres no dejan de hacerles una visita. Mediante una pértiga terminada en punta, las ensartan hábilmente. Es siempre fructuoso visitar las playas después de un largo período de mal tiempo. La resaca ha arrojado allí grandes caracoles o pequeños piures.
La nutria, el coipu y el huemul. Las nutrias en otro tiempo muy numerosas en los archipiélagos, viven en las bahías ricas en peces, en las costas bajas y boscosas. Establecen sus madrigueras de dos aberturas debajo de rocas o matorrales, bastante lejos de la orilla y sus huellas son fácilmente descubiertas por una especie de sendero bastante ancho y por los desechos que dejan a la entrada de sus cuevas, restos de pescado y excremento. Perseguida por los cazadores chilotes de pieles que destruyen a los animales jóvenes y usan fusiles, la especie está ahora en regresión. Por lo demás, su caza es poco productiva. Después de 5 ó 6 meses de faena, los chilotes vuelven a Punta Arenas con unas 10 pieles, a lo sumo con 15, si todo ha ido bien. Los alacalufes, por su lado, truecan algunas a bordo de los barcos.
Si en la caza de focas la presencia de los perros está proscrita, en la de nutrias y de coipus, por el contrario, el perro adiestrado es un auxiliar indispensable. Según dicen los indios, para este género de trabajo los perros deben estar hambrientos, precaución bien superflua, puesto que viven en estado de hambre permanente.
La nutria se caza en canoa. Primero que nada, el cazador echa sus perros al agua. Estos alcanzan la playa y después, hocico en el suelo, dan una vuelta por la bahía. Desde la canoa se los sigue, junto con observarlos. Si hay una nutria en la madriguera, los perros la despistan fácilmente y montan guardia en las dos aberturas. Si se precipita al agua, los perros las siguen a nado y, por su parte, los hombres de la canoa se esfuerzan, o por arponearla con un arpón de dos puntas o por alcanzarla de un golpe de remo, o por dirigirla de nuevo hacia la costa, donde es atrapada por los perros. En su madriguera el animal se defiende ferozmente y sus mordeduras son terribles. Los perros que han tenido crueles experiencias, puesto que su calidad de nutrieros se juzga según las mutilaciones que han recibido, hocicos colgantes o labios despedazados, son mediosos y no se enardecen hasta tratar de desalojar al animal de su madriguera. Se contentan con guardar las salidas. Es el hombre el que debe destruir la madriguera. En el momento en que la nutria se escapa, recibe un garrotazo o una terrible mordedura de perro sobre el lomo. Varios indios llevan en las manos cicatrices de mordeduras de nutrias. Mediante trueques con los chilotes, varios alacalufes han adquirido fusiles. De ellos se sirven para la caza de nutrias cuando pueden adquirir municiones que les suministran los chilotes a buen precio, a cambio de pieles. Cuando disparan, los indios son de una habilidad notable. Generalmente los fusiles están desprovistos de punto de mira, pero eso no les importa. Casi nunca yerran el golpe.
En la actualidad, algunos alacalufes están igualmente equipados con trampas para nutrias, compradas a los cazadores de pieles. Son trampas ordinarias de resorte, como las que se encuentran en el comercio. La trampa se dispone a la manera chilota sobre el sendero trazado por el animal, con un pedazo de pescado o un marisco por cebo, y a veces sin nada. Lo colocan, no en la mitad del sendero, sino hacia un lado, de manera que la nutria sea capturada en lo posible por una de las patas anteriores, para que su piel no sea deteriorada por las mandíbulas de la trampa. En tierra, el andar de la nutria es bastante lento, con las patas separadas y un poco hacia afuera, y los dedos reposando de plano sobre el suelo. La trampa es amarrada a un árbol por medio de un pedazo de alambre o una pequeña cadena.
El coipu es un roedor de gran tamaño, que vive en colonias en las espesuras pantanosas e impenetrables de los estuarios de los ríos. Es un animal de agua dulce. Está protegido de la desaparición por la depreciación de su piel y por pariciones mucho más prolíficas que las de la nutria. Una camada de coipu puede llegar hasta 9 pequeños, mientras la nutria de los archipiélagos pasa rara vez de 4. Los coipus se refugian en matorrales espesos que los protegen relativamente de los hombres y de los perros. Buscan su alimento en los sitios herbosos de las playas y de las rocas, donde pueden dormir. Los indios cazan los coipus por sorpresa. Los grupos son cercados por los perros o los hombres y los animales son muertos a garrotazos.
La caza del huemul es muy diferente de las anteriores. Su teatro no es ya la orilla del mar, donde los animales viven en madrigueras más o menos conocidas. En las islas y en el continente, el huemul vive en las montañas, en los espacios despejados por encima del límite del bosque, entre musgos y líquenes, cerca de las rocas desnudas y de las nieves eternas. A veces, durante el invierno, vuelve a bajar cerca de la costa. Este cervídeo tiene para sí inmensos espacios, donde vive, al parecer, solitario o en grupos muy reducidos. Es, pues, difícil despistarlo. El indio parte de caza acompañado de sus perros. Se interna por las veredas pantanosas desprovistas de vegetación forestal que lo llevan más arriba del bosque. Trata, entonces, de descubrir las huellas de un paso reciente: pasadas en el terreno móvil de las turberas o en la nieve blanca, algún pedazo de corteza sacado del tronco de un ciprés, una raspadura o un manojo de musgo arrancado. Cuando se descubre una pista cierta y reciente, se suelta a los perros. Con grandes ladridos se ponen a perseguir al animal. Apenas éste es descubierto, el indio se acerca a sus perros. El ciervo, perseguido casi siempre, trata de refugiarse en una roca, desde la cual intenta hacer frente a sus perseguidores. En adelante todo será fácil. Bastará con asestarle un garrotazo en la cabeza o con golpearlo con pedazos de roca. Durante las cacerías invernales, sucede que, cuando vienen a la playa a pacer en la desembocadura de los ríos, los huemules se arrojan al agua y tratan de huir nadando en dirección de otra isla. La persecución se hace en canoa y el animal es capturado por medio de un arpón armado de una larga cabeza con dos filas de dientes.
Hay que señalar también la caza de baguales o animales domésticos que se han vuelto salvajes. Al comienzo de la colonización del extremo sur, se intentaron algunos ensayos de crianza en los archipiélagos. Se fundaron tres estancias, una en el fondo del fiordo Baker, la otra en el fondo del fiordo Eyre, la tercera en Muñoz Gamero. Eran estancias bien pequeñas, y, a causa del clima, de la falta de medios de transporte y de la falta de pastizales, tales ensayos no tardaron en ser abandonados. Algunos animales que allí quedaron llegaron a reproducirse. Así es cómo, de tarde en tarde, los alacalufes pueden permitirse el lujo de cazar a algún descendiente salvaje de bovinos abandonados hace unos 40 años.
La caza de pájaros Los recuerdos ofrecidos por la caza de aves marinas no son desdeñables en la economía alimenticia de los alacalufes. En los archipiélagos, se puede en todo tiempo, pero especialmente en primavera, cazar el pato quetro, más conocido bajo el nombre de pato a vapor. Como todos de los ánades, es particularmente desconfiado, y, aunque no pueda volar, es inútil tratar de perseguirlo en canoa: remando poderosamente con sus alas, deja atrás al bote más rápido.
A veces, especialmente hacia el mes de octubre, cuando estas aves empiezan a construir sus nidos, siempre ocultas en los matorrales, a buena distancia de la orilla, los indios irrumpen bruscamente en la playa y les cortan la retirada hacia el mar. Al sentir el peligro, el quetro se hunde entre las matas o bajo los troncos secos y se hace el muerto. Pero pronto los alacalufes los descubren y les tuercen el cogote. Sin embargo, deben de contar con la vitalidad increíble de este pájaro, que es capaz de recobrar sus sentidos y de escaparse en el momento menos pensado. Los indios le cruzan rápidamente las alas por encima de la espalda y los dejan en su sitio. El ave, aunque vuelva a la vida, no puede levantarse.
Pero más corrientemente la caza se practica de otra manera y es especialmente fructífera en la primavera, en los días tranquilos. En las apacibles bahías donde los quetros se reúnen en gran número, el cazador alacalufe construye muy cerca del agua y, si es posible, sobre un talud a medio metro de altura, una pequeña choza bajo las ramas, apenas suficiente para refugiar a un hombre tendido boca abajo. La trampa está formada por una vara, la más larga y delgada que sea posible hilar. En el extremo se amarra un lazo o nudo corredizo muy abierto, hecho de una liana deshilada. El cazador se coloca detrás de su alero y espera que los pájaros hayan olvidado su presencia. Mantiene una perfecta inmovilidad y extiende su pértiga horizontal sobre el agua. Cuando ha vuelto la calma a la bahía, modula la llamada del macho. Prontos pájaros derivan lentamente en la dirección del que llama. La vara evoluciona sobre ellos y el lazo cae suavemente sobre el cuello de un quetro que es amarrado hacia el refugio y estrangulada. La maniobra recomienza varias veces. Por extraordinario que esto parezca, un solo hombre en su jornada puede capturar sin dificultad una docena de quetros, cada uno de los cuales pesa, por término medio, 7 kilos. El mismo método era empleado hace más de un siglo (W. Webster, 1829), pero en su lugar de la trampa de nudo corredizo, los indios estaban armados con su arco.
La avutarda de los archipiélagos, llamada caiquén colorado, es capturada también en gran número en la época de la muda, es decir, hacia fines de enero. Privadas de sus plumas, las avutardas se reúnen en bandadas miserables y compactas en las playas de las bahías tranquilas. Están flacas y extenuadas. A la menor alarma, se deslizan en el agua, pero los alacalufes las persiguen en canoas, las cercan y dirigen el grupo de nuevo hacia la playa, donde su captura es fácil. Este método ha de ser bien antiguo, pues el P. García Martí lo observó al otro lado del istmo de Ofqui, en la laguna San Rafael, cuando se hallaba ahí con un grupo de indios que conducía a su misión de Chiloé: "Los indios llevan en sus botes un montón de piedrecillas, y cuando ven un grupo de caiquenes, se dirigen hacia él. Lanzando piedras a los pájaros que se apartan, los conducen como rebaño de corderos hacia un acantilado, que domina a una playa sobre la cual los obligan a abandonar el agua y los cogen por centenares".
El mismo misionero describe también una cacería de cormoranes que no se practica ya en nuestros días: "Aquí se efectúa la caza de los patos-liles (cormoranes) (observada en el Canal Messier), más grandes que una gallina, finos y de buen sabor. El cazador va de noche, provisto de un bastón delgado, de 6 a 7 palmos de largo y de una antorcha de cortezas secas infladas, hasta los acantilados donde duermen los pájaros. Estos, deslumbrados por la luz de la antorcha, no huyen, y el cazador les da un bastonazo en la cabeza. El continúa su trabajo y vuelve atrás, en seguida, para recoger su presa. En poco tiempo y sin mayor esfuerzo, llega a un mejor resultado que el que el mejor europeo hubiera obtenido en una jornada, gastando pólvora y municiones". El joven guardiamarina Byron, durante su odisea con los indios que lo llevaron desde el lugar de su naufragio hasta Chiloé, fue también testigo de estas cacerías nocturnas, a la luz brillante y clara de una antorcha de cortezas de haya, agitada ante los cormoran esposados en las grietas de los acantilados a pico. Los pájaros, deslumbrados, caían al agua y eran liquidados a bastonazos. Este modo de cazar ha sido completamente abandonado en nuestros días pero no desde hace mucho tiempo, pues hay aún jóvenes que participaron en estas cacerías nocturnas. Tampoco la caza de pingüinos en la franja de islotes cerca del Pacífico tiene ya adeptos. El pájaro bobo de los archipiélagos, sin duda instruido por la experiencia, no es el ave bondadosa y familiar que se complacen en describir. Salvo en la estación de los nidos, apenas divisa a un ser humano, se echa al agua. Los indios tienen que proceder con astucia, construyendo murallas de piedra o cavando fosos en el roquerío, para retardar la fuga del pájaro y permitir su captura.
Una verdadera excitación se apodera del campamento en primavera, motivando fugas subrepticias, melancolía en los que no parten y conversaciones en las chozas sobre la recolección de huevos y la caza de pájaros jóvenes. Esta era, en otro tiempo, la época de los viajes anuales, durante los cuales visitaban las rocas de la costa del Pacífico, allí donde miles y miles de gaviotas hacían sus niños. Sternes, pingüinos, quetros, caiquenes, fil-fils anidaban por todas partes, a lo largo de la costa. Eran días de segura abundancia. La recolección de huevos no induce ya a largos viajes sino a dos familias. Los que quedan en Edén hacen también alguna excursión corta, hasta los acantilados sembrados de guano donde anidan los cormoranes. Los indios no son siempre accesibles. Los más altos son privados de sus pequeños con ayuda de pértigas, y, los jóvenes, aun desprovistos de plumas, semejantes a pequeños reptiles negros, caen al agua. En este caso, no destruyen sino los nidos que contienen a estos pequeñuelos. Los indios que bordean los acantilados en canoa, al escuchar los gritos de los pájaros nuevos, se dan cuenta de la edad de éstos. Si la hembra del cormorán está todavía echada, el nido es respetado, mientras salen del huevo los polluelos. Si no, es recogido todo lo que esté al alcance de la mano, huevos en todas las fases de la incubación o pequeños pájaros. Para despojar los nidos, los indios no temen escalar acantilados a pico, sin preocuparse por el vértigo ni por el peligro, a menudo con una sola mano libre, pues la otra sujeta un bastón. Algunos se matan al caer sobre las rocas. La recolección de los huevos de quetros es menos peligrosa: basta seguir las costas boscosas, notar la presencia del macho que nunca se aleja mucho del nido, y seguir el sendero que conduce a él, ocultándose en los matorrales. Casi siempre, al mismo tiempo que se encuentran de 6 a 8 huevos de gran tamaño hundidos en un colchón de cálida plumilla, se apoderan del quetro hembra. Aparte los miles de huevos de golondrina de mar, cuyos nidos están agrupados en islotes herbosos, la recolección de los huevos de otras especies de aves marinas es más aleatoria y mucho menos fructífera.
Al mismo tiempo que la recolección de los huevos, se efectúa la caza de los nuevos pájaros de mar, cuando empiezan a nadar. La maniobra consiste en llevar la pollada hacia la playa. Al cabo de algunos días, los pollos de quetros y caiquenes tienen una talla respetable y su carne es muy apreciada.
¿Existían en otro tiempo medios más perfeccionados para cazar pájaros? Imposible saberlo. El abandono del arco, de la honda y del arpón para pájaros ha debido, por cierto, modificar las técnicas.
La honda y el arco. Entre los instrumentos utilizados en otro tiempo por los indios, hay, en efecto, dos, la honda y el arco, cuya importancia debe de retener nuestra atención. La honda subsiste en nuestros días sólo como juguete. Por lo demás, ha perdido su antigua forma. La confeccionan de una manera muy simple: un pequeño mosaico de juncos trenzados y dos largas trenzas de juncos. Con este instrumento rudimentario, los indios, y aun los jóvenes, lanzan piedras a los pájaros o a un trozo de madera que flota en el mar. En este género de ejercicio, son de notable habilidad. Los niños, en particular, en los días nevosos durante los cuales los tordos[26] se reúnen en grupos, llegan a matar una cantidad apreciable. Pero la honda no es utilizada, como en otro tiempo, como instrumento de caza. En las antiguas relaciones de viajes, su uso es pocas veces mencionado. Sin duda, esta arma no debía de atraer mucho la atención pues, cuando no se la usaba, tenía un uso bien definido, el de servir de cinturón, sosteniendo en las caderas la capa de piel. Según la relación de la Santa María de la Cabeza (1785-86), el sitio donde se ponía la piedra era de cuero y las cuerdas, "de tripas de pescado". Según Weddell (1822-24), la honda era el arma de tiro más utilizada. Era de cuero de foca o de nutria y tenía más o menos 3 pies de largo. Las cuerdas estaban hechas de tiras trenzadas y terminaban en nudos de ingenioso trabajo. El comandante Parker King (1826-36) vio con sus propios ojos a un indio que quiso demostrarle su habilidad de la siguiente manera: dio vuelta la espalda al objetivo que se había asignado, en este caso una canoa, tiró la piedra en dirección opuesta, sobre un tronco de árbol, de donde rebotó y pasando por encima de su cabeza, vino a caer al lado del cañón. Según Fitz Roy, un hondazo tiene mayor alcance que un tiro de mosquete, y en manos de tiradores tan hábiles, la honda podía llegar a ser medio de ataque muy eficaz. Eso lo experimentó la tripulación del Beagle, cuando vio llegar al buque una tropa de indios visiblemente malintencionados, hondas en mano y con una provisión de guijarros redondos en los faldones de su capa de piel de foca.
No nos ofrece la historia documentos en que se pueda apreciar la repartición del arco entre las poblaciones nómades de los archipiélagos. Especialmente en lo que concierne a los grupos que vivían entre el Golfo de Penas y el Estrecho, las informaciones nos faltan por completo. En este punto, como en muchos otros, por lo demás, las referencias más interesantes y numerosas conciernen a los indios encontrados en la parte occidental del Estrecho. En 1669, Wood señala que en la isla Isabel y en Agua Fresca, los naturales tenían arcos y flechas. En la parte occidental del estrecho, según la relación de la Santa María de la Cabeza, una de las armas de los indios era "un arco de madera groseramente trabajado, con una cuerda de tripas de pescado. La flecha, de madera lisa, de 2 a 3 pies de largo, estaba armada en un extremo con un trozo de silex bien tallado, en forma de corazón, y llevaba en el otro extremo pedazos de pluma unidos con una ligadura muy fina". Los indios hicieron una demostración: la flecha se clavaba en un árbol, y la piedra se separaba entonces del mástil.
Bougainvilla precisa que los indios encontrados en la bahía Francesa, en 1767, estaban provistos de flechas fabricadas con madera de una berberis con hojas de acebo (que no puede ser otra que el michai, berberis ilicifolia), que da varillas cilíndricas y rectas, armadas de puntas talladas con bastante arte. La cuerda del arco era de tripas. En el cabo Quod y en el Cabo Froward, el comodoro Byron señala en la misma época que, entre los indios que frecuentó, algunos estaban armados de arcos y flechas de madera muy dura que trocaban de buen grado, por lo demás, a bordo del Delfín, por bagatelas y abalorios. Los arcos estaban cuidadosamente alisados y eran muy flexibles y su cuerda era de tripas torcidas. Las flechas tenían 2 pies de largo y terminaban en la base en plumas y en lo alto en una piedra verdusca en forma de arpón, tallada con tanta delicadeza como la que podría poner un lapidario.
Weddell, un poco más tarde, da medidas más precisas: los arcos tienen, generalmente, 3 pies 8 pulgadas de largo y las flechas, 25 pulgadas. Las cuerdas son de piel de foca o de tripa trenzada y las puntas de flecha se hacen con un silex agudo triangular, fijado en una hendidura en el extremo de la flecha. Los indios que vio en el Canal Bárbara estaban equipados de arcos y flechas.
En la misma región (Canal Gabriel), los indios se presentaron muchas veces durante el viaje de Fitz Roy, a bordo del Adventure, armados con sus arcos. Pero ya es esta época, fabricaban en gran número puntas de flecha con vidrios de botella, para cambiarlas con las tripulaciones.
Si, dejando al margen los datos de la historia, nos atenemos a las excavaciones en los sitios recientes de campamento, hallamos puntas de flechas en las costas de los Senos de Otway y de Skyring y en los Senos Última Esperanza y Almirantazgo. Tal vez los nómades marinos utilizaban el arco y la flecha sólo en las regiones vecinas del hábitat del guanaco, pues esta arma se les hacía inútil cuando pasaban a los archipiélagos del Oeste. Sería curioso, sin embargo, que poblaciones tan nómades no hubieran usado esta arma sino en un sector delimitado de su dominio. Se podría explicar esta particularidad por el hecho de que, en los archipiélagos, los seres humanos llegan a ser esencialmente tributarios del mar, ya que las focas y los mariscos forman la base de su alimento. La foca no puede cazarse con arco y la caza del huemul exige una técnica particular. El arco tampoco puede servir en los espesos bosques de los archipiélagos occidentales.
Por cierto, los documentos históricos son escasos, pero sería bien curioso que navegantes como Ladrillero, que invernaron meses en el Canal Picton, no lo hubieran advertido y anotado, si los indios que los visitaban hubieran estado armados con arcos y flechas. Tampoco se pude recurrir a las excavaciones arqueológico, porque en los archipiélagos, hasta los campamentos recientes son rápidamente invadidos por los matorrales. Nos quedamos en una ignorancia casi completa acerca de la antigua repartición del arco.
Sin embargo, el arco no es desconocido para los indios actuales que viven en Edén. Los más antiguos de ellos lo conocieron en su infancia, es decir, hacia 1910, probablemente cuando se encontraban en el Estrecho. Son capaces de construir modelos de ellos en madera de canelo y algunos detalles de factura revelan, no una simple improvisación sobre datos vagos, sino conocimientos precisos, de una forma ciertamente tradicional. Estos datos conciernen, en particular, al tamaño de las extremidades, a la fijación de la cuerda y a la extremidad inferior del mástil de la flecha que reposa sobre la cuerda. Los indios saben también que la emplumadura es de plumas de colas de pájaros, divididas en dos, que las puntas se hacen con vidrios de botella, pero también con láminas afiladas de hueso de ballena. Siempre, según el testimonio de los antiguos, el arco nunca les ha servido, sin embargo, sino como juguete de niños. Pero, ¿no son los juguetes supervivencia de objetos ahora sin uso?
Finalmente, no se sabe si en el pasado el arco y la flecha fueron armas tradicionales de los indios alacalufes, o si éstos los adquirieron ocasionalmente de sus vecinos del sur. Los yaganes, o del este, los tehuelches. Entre todos los pueblos primitivos, los nómades marinos tienen un área de extensión mucho más grande y más contactos con otros pueblos. Se hallan en condiciones de ambiente más variadas que otros. Sus formas técnicas pueden ser, por eso mismo, sujetas a mayores variaciones.
La pesca. De la pesca tradicional, no subsiste nada ya en estado viviente. Es preciso recurrir a los recuerdos de los antiguos. A veces, sin embargo, en radas de suave pendiente, donde desemboca un río, vuelven a hallarse los restos de antiguas pesquerías, constituidas por murillos de piedra que bloquean completamente la entrada. Esta especie de dique permanente no es muy elevada. Tiene unos 30 centímetros a lo sumo y debe ser bastante recubierta por la alta marea, a fin de que los peces puedan entrar cómodamente en el cerco que forma y ser allí retenidos en el momento de reflujo. Tales pesquerías existían en Chiloé a comienzos del siglo XVIII, pero estaban constituidas, según el P. Agueros, por barreras hechas con puntales y ramas entrelazadas. Los pescadores de Chiloé las llamaban corrales, y podían recoger en una sola marea baja hasta 500 róbalos. Se ignora si estas barreras de palos eran igualmente utilizadas en los archipiélagos.
Si nos atenemos a lo que cuenta el narrador de la expedición de la Santa María de la Cabeza, "no se sabe cómo pescan, pues no tienen ni redes ni anzuelos. . .; cuando salen en canoa, llevan pértigas puntiagudas, con las cuales matan a los peces, poniendo en el extremo una carnada pendiente de un pedazo de cuerda. Pero nunca se ha podido obtener que ellos explicaran su manera de pescar y no se ha podido obtener que ellos explicaran su manera de pescar y no se han podido ver nunca tampoco sus astucias a este efecto". Se trata, tal vez, del mismo método señalado 35 años más tarde, en 1829, por Webster, cirujano de la corbeta Chanticler, quien relata un curioso modo de pesca practicada por las mujeres por medio de un artificio que reemplazaba al anzuelo. "Amarran una pequeña lapa en su concha, en el extremo de una cuerda. El pez se traga la carnada y el pescador pone entonces el mayor cuidado en tirar lentamente al pez hasta la superficie del agua, sin dejarle soltar su presa. La mujer espera el momento favorable, y con gran destreza, mientras sujeta con una mano el pescado en el cabo de la cuerda, lo atrapa con la otra y lo arroja rápidamente a la canoa. Es evidente que esta operación exige mucho cuidado y que es difícil mantener la carnada en el interior del pez. Las mujeres son muy expertas en este método de pesca y nos hemos entretenido más de una vez mirándolas".


[24] Sobre la repartición y la historia de la embarcación de tablas cosidas, ver JOHN M. COOPER, 1917, pp. 198 - 204.
[25] Medidas chilotas: una braza = 1m. 80; una vara = 80 cms.
[26] Un ingenioso procedimiento de caza empleado por los yaganes y referido por Fitz Roy merece señalarse. Atrapan un pájaro pequeño, le amarran un lazo en la pata y lo empujan al hoyo donde los petreles azules empollan sus huevos: éstos se precipitan sobre el intruso y son capturados por el lazo. El tordo es un pájaro propio de la falda occidental de la Cordillera. Tiene un hermoso color negro de reflejos metálicos y vive siempre en bandadas numerosas. Es más o menos de la talla del zorzal de Europa.