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Capítulo Séptimo

El mundo y las relaciones humanas


Las nociones objetivas sobre la vida material de un grupo humano son relativamente fáciles de obtener. Sea que la vida material de los alacalufes actuales conserve ciertos vínculos con la tradición, sea que haya sido modificada por el contacto con formas superiores de cultura, para establecer su inventario completo basta observar sus gestos, su destino y su eficiencia. Los hechos se presentan por sí mismos. Llegado el caso, podrían aun ser suscitados, sin que su valor se afectara por ello. La descripción de técnicas, tan simples y tan reducidas en número, en un grupo poco evolucionado, como el de los alacalufes, no exige criterios especiales y es difícil que contenga errores. Cuando es imposible observar tal o cual técnica, los resultados de la investigación no presentarán sino una laguna, sin perjudicar a las otras observaciones. Con un mínimo de conocimientos del lenguaje, una observación profunda originada de una prolongada frecuentación, en caso necesario con informantes bien escogidos, se pueden reunir los elementos de un saber completo y objetivo de las técnicas del grupo alacalufe.
Mientras los hechos estén ligados a la materia, las probabilidades de error, en la reconstitución de técnicas que no están ya en uso, son mínimas. En efecto, el número de hipótesis plausibles sobre la destinación de ciertos gestos, el empleo de ciertas materias, es reducido: los documentos de segunda mano y el uso de la encuesta por interrogatorio siguen siendo válidos o, por lo menos, su verosimilitud es fácilmente verificable. Por lo demás, puesto que existe un fin técnico realizable, nada se opone a la reconstitución o a la experimentación. Pero estos hechos materiales por sí solos no bastan para constituir una civilización.
Las dificultades por vencer son mucho más grandes y los resultados más inciertos, cuando se trata de observaciones que se refieren a una vida mental profundamente modificada por aportes nuevos, a hechos religiosos y sociales caídos en desuso o relegados, apenas comprendidos o tan tenues, en el fondo de la memoria de unos hombres cuya vida está, a la vez, en plena transformación y cerca de su fin. En caso semejante, se peligroso pedir a los indios que reproduzcan una ceremonia o gestos de otro tiempo. El resultado de tales experiencias debe ser considerado como nulo si no se le aplican las reglas de una crítica estricta. Es bien fácil guiar una ceremonia y suscitar reacciones que se registran en seguida como auténticas. En todo lo que se refiere a la vida mental, es preferible eliminar las narraciones de segunda mano, y los interrogatorios son, a lo sumo, utilizables para conocerla existencia o las grandes líneas de un hecho, pero de nada valen en cuanto a los detalles. El único lote de documentos valiosos es suministrado por la conversación espontánea y la experiencia directa, por un conocimiento en profundidad, aun cuando, al fin de cuentas, los resultados obtenidos presenten más lagunas que adquisiciones.
En los dos capítulos que siguen, vamos a pasar revista a lo que subsiste, en forma accesible al observador, de la mentalidad, la organización social y los fenómenos religiosos de la antigua cultura alacalufe. Aunque la sociedad actual, formada por los alacalufes en declinación, haya perdido casi todas sus instituciones tradicionales, existen supervivencias en una forma u otra. Los hechos observados tienen, pues, una doble pertenencia: en cierta medida, a la tradición: a fenómenos de transculturación o, más simplemente, de disgregación, por otra parte, y no es simple fácil distinguir una cosa de otra. Esto es tanto más difícil cuando los datos antiguos no tiene ya a los ojos de los interesados ningún sentido: son inorgánicos. Los indios continúan viviendo de ellos, pero todo vínculo racional entre los actos y las creencia, completas o fragmentarias, ha desaparecido irremediablemente de su espíritu. Lejos de constituirse sobre bases diferentes, la vida étnica de los alacalufes se ha desintegrado desde hace tiempo.

1. Observaciones de los navegantes


¿Cuáles son los rasgos de la psicología primitiva de los alacalufes antes de sus contactos de última hora con los blancos? Es casi cierto que nunca sabremos nada de ello, pues los navegantes que vieron a los indios de los archipiélagos, viviendo a menudo meses enteros a su lado, o no prestaron jamás atención al problema, o, cosa que se produjo a partir del siglo XVIII, consideraron a estos salvajes bajo un ángulo particular. Su opinión se expresa siempre de la misma manera: los indios son salvajes, repugnantes, que apenas pueden ser distinguidos de los animales. Las opiniones de Darwin y de algunos otros sabios no revelan tampoco la actitud serena del hombre de ciencia, aunque ellos mismos lo fueran. Por otra parte, los indios actuales no están ya ligados a su vida de otro tiempo. Ya no poseen la personalidad que se había formado libremente en el curso de siglos de vida aislada. El contacto con los blancos ha determinado un corte irreversible con el pasado. Aun aquellos alacalufes que no acepten el estado de cosa actual sino con reticencia, han perdido el vínculo que los unía a su vida étnica y, en consecuencia, su mentalidad, su vida psicológica, tienen poca relación, o relaciones muy débiles, con la vida de sus antepasados, que fueron conocidos por los navegantes del Estrecho y los archipiélagos.
Los fueguinos, tanto yaganes como alacalufes, merecían ciertamente el título de salvajes que se les atribuía, no sólo por su aspecto, sino también por su conducta. "Salvajes y sin razón", según el decir de Ladrillero, mostraron ante las primeras tripulaciones una agresividad feroz, que da que pensar, por otra parte, que hubo acaso provocaciones frecuentes de parte de los blancos. La tripulación holandesa de Simón de Cordes y de Sebald de Weert (1598-99) fue acogida con una granizada de piedras. Los holandeses respondieron y mataron a 4 ó 5 "salvajes". Pero estos últimos no se quedaron tranquilos. Como algunos marineros se apartaron del grupo, los atacaron inopinadamente y mataron a tres, a quienes sus compañeros enterraron en el mismo sitio. Los "salvajes" los sacaron de su sepultura, se encarnizaron con los cadáveres, los atravesaron a flechazos, les aplastaron la cabeza a golpes de maza, los mutilaron, y, aun, se llevaron un cuerpo, que nunca más fue encontrado.
Mas, en general, durante las primeras décadas que siguieron al descubrimiento del Estrecho, los indios huían a la vista de un buque, abandonando sus canoas y sus chozas para ocultarse en el bosque. Sarmiento (1579-1584) cuenta que, habiéndolos hallado en el mar, debió usar la astucia para acercárseles y ofrecerles perlas, cascabeles y peines. Esta clase de cebos era frecuentemente empleada por los navegantes de los archipiélagos y, mientras se distribuían menudos regalos, capturaban prestamente a algunos de los indios y lo llevaban a bordo, donde tenían la esperanza de usarlo como intérpretes. A menudo el cautivo, cuyo espanto debía no conocer límites, recargado con vestiduras extrañas y de un hedor insoportable, sabía esperar el momento en que podía engañar la vigilancia de que era objeto, se arrojaba al agua y lograba distanciarse de sus perseguidores, más diestro que ellos en el caminar sobre las rocas o en internarse en la selva virgen.
Inversamente, los indios usaban a veces astucias para sorprender a las tripulaciones. Ladrillero, náufrago por varios meses en el Canal Picton, con toda su gente, debió mantenerse constantemente alerta. Lo que podían conseguir por la fuerza, los indios trataban de obtenerlo por vías indirectas. "Nos llegaban canoas con indios a los cuales dábamos mantas y otras cosas, a cambio de las cuales nos daban mariscos y aves marinas. Pero, cuando creían que estábamos sin desconfianza hacia ellos, simulaban partir, y cuando estaban fuera de nuestra vista, saltaban a tierra y venían a quitarnos las piezas (servidores de color a bordo de las naves españolas) que lavaban la ropa en un arroyo. Era imposible apoderarse de estos indios, pues era difícil agarrar su piel impregnada de aceite, y, cuando se los cogía por su vestidura de cuero, lo dejaban en manos de los perseguidores y escapaban desnudos".
Un día, Cavendish (1587 - 1592), que acababa de recoger al único sobreviviente de Puerto de Hambre, que consintió en embarcarse en un buque herético, iba con algunos marineros a renovar su provisión de agua en un río del Estrecho. Los indios simpatizaron con ellos, les regalaron una pieza de caza y con su actitud trataron de comprometerlos a venir al mismo sitio al día siguiente. Los ingleses volvieron y, si no hubieran contado con la experiencia del sobreviviente español, que estaba al corriente de las emboscadas de los indios, se habrían hecho cercar y masacrar. Abrieron a tiempo un fuego nutrido de arcabuces y obligaron a los indios a huir a través del bosque, abandonando unas veinte canoas que Cavendish quemó, y un refugio, bajo el cual encontraron toda una reserva de armas de metal quitadas a los españoles en la ciudad arruinada de Rey Felipe.
Otras veces los indios sabían permanecer en buena inteligencia con los intrusos. La tripulación de Spilbergen (1614 - 1618) pasó una semana en el Estrecho " con una grupo de indios que vivía allí, haciéndose mutuamente regalos, como cuchillos y vino de España, que los naturales encontraban muy bueno". A cambio de eso, los holandeses recibían collares y diversas provisiones. Pero ocho días después, cuando el barco volvió al mismo sitio y unos marineros bajaron a cazar a tierra, los naturales hicieron irrupción y mataron a dos hombres.
A veces, pero tal vez mucho más tarde, hacia fines del siglo XVIII, los indios parecían francamente pacíficos frente a los extranjeros. Lo eran también entre ellos, según parece. "Las disputas, manifestaciones de cólera o de venganza no parecen existir", según el autor de la relación de viaje de la Santa María de la Cabeza (1785 - 1786). Este, a pesar de una larga permanencia entre los indios del Estrecho, a caso no pudo observar la vida íntima del grupo, aún con todo el deseo que tenía de hacerlo. Sin embargo, el hecho sigue siendo posible. Los alacalufes actuales son bastante pacíficos entre sí y las escenas de violencia no existen sino con ciertos motivos determinados.
Sería, sin duda, injustificado considerar como característica de los alacalufes de los siglos pasados esos actos de violencia, de traición y de astucia, con los cuales se enfrentaban a grupos más poderosos que ellos. A menudo acogieron de este modo a los blancos que desembarcaban en otras comarcas. Se trata de una reacción muy general que no expresa sino la defensa y el miedo. Los intrusos que, insólitamente, con el intervalo de una o dos generaciones humanas, venían a turbar la quietud de los archipiélagos, eran, tal vez, a los ojos de los indios seres de tal modo diferentes, que no correspondían a su noción de hombre, a la noción que enemigos de razas vecinas que tienen que combatirse tienen unos de otros. Es posible también que la piel descolorada de los europeos les haya inspirado una especie de repugnancia incoercible. Esta sensibilidad al color de la piel se ha manifestado, aunque en sentido inverso, un día de 1947: los alacalufes de Edén fueron presa de un pánico súbito a la vista de la tripulación hindú de un barco británico. El sentimiento de hospitalidad natural espontánea que pueden mostrar ciertos pueblos, es el producto de largos siglos de cultura.
Entre los demás rasgos de carácter que resaltan de las relaciones de viaje, es muchas veces citada la protección celosa de los indios con respecto a sus mujeres, celos que no podían los marinos dejar de observar. Casi siempre eran los hombres solos, o acompañados por niños, quienes subían a bordo, como si estuvieran solos en el mundo. Por cierto, apenas advertían un barco a lo lejos, las mujeres se eclipsaban sin dejar huellas, en el bosque o en las rocas, tal vez con los perros. Aun actualmente no les gusta ser sorprendidas cuando están solas en la pesca. Cuando un buque entraba en una bahía donde los indios estaban ya instalados, las mujeres se retiraban a una sola choza para estar al reparo y mejor defendidas en caso de necesidad. Los marinos de Bougainville (1766) excitaron en los indios un vivo descontento, tratando de ver lo que pasaba en la choza en que se habían amontonado todas las mujeres del grupo. Sin embargo, los indios invitaron a los franceses a venir a las otras chozas, "donde ofrecieron a esos señores choros que ellos chupaban antes de regalarlos".
Wallis (1766 - 1768) cuenta un episodio análogo. Mientras unos indios estaban a bordo, echaron al agua una chalupa del barco, para ir a la playa a buscar la provisión de agua y leña. Algunos indios habían permanecido en sus canoas: "éstos mantuvieron los ojos fijos en la chalupa, mientras la echaban al agua y, desde el momento en que se alejó del barco, llamaron con grandes gritos a los que estaban a bordo. Estos, vivamente alarmados, saltaron con prisa a sus canoas después de haber echo bajar a sus hijos y se alejaron sin haber pronunciado una sola palabra. Nadie podía adivinar la causa de una emoción tan repentina. Los indios remaban detrás de la chalupa lanzando grandes gritos, mostrando un trastorno y espanto extraordinario. La chalupa era más rápida que la canoa. Cuando llegó a la orilla, los marinos divisaron a algunas mujeres que recogían mariscos en las rocas. Todo el misterio se explicaba: los indios temían que estos extranjeros atentaran por la fuerza o por la seducción a los derechos de los maridos, de los cuales parecían mucho más celosos que los habitantes de muchos otros países, en apariencia menos salvajes y menos groseros que éstos. Para tranquilizarlos, los marinos permanecieron en la chalupa sin remar y se dejaron pasar por las canoas. Por su lado, los indios no paraban de gritar para hacerse oír de sus mujeres hasta el instante que ellas mismas se alarmaron y desaparecieron de la vista. Apenas los maridos estuvieron en tierra, dejaron sus canoas en la playa y siguieron a sus mujeres con la mayor celeridad".
El comportamiento de los indios a la vista de un buque y de todo lo que a bordo podía suscitar su asombro, ha sido relatado en varias oportunidades. Las descripciones que de ellos tenemos podían datar de nuestros días. Podrían presentarles las cosas más extraordinarias con el fin de asombrarlos y, sobre todo, de gozar con su asombro, y los indios se quedaban impávidos. Como en nuestros días, sin duda debían sonreír, murmurando algo entre dientes. Si los marinos los hubieran comprendidos, se habrían dado cuenta que lo que ellos manifestaban no tenía la menor relación con lo que les era presentado. Cuando los dejaban solos, su admiración iba a cosas mucho más simples, como espejos o ropas. "Cuando pusieron allí los ojos por primera vez, se volvieron de inmediato, mirándonos primero y mirándose entre ellos. Volvieron a mirar, bruscamente y como por sorpresa, volviéndose como antes. Después de lo cual iban a mirar detrás del espejo, con aire de urgencia. Cuando se familiarizaron por grados con este objeto, sonreían ante el espejo y, viendo sonreír a la imagen, manifestaban su alegría con grandes carcajadas. Parecieron, sin embargo, dejar lo que habían visto con la más completa indiferencia. Al parecer, lo poco que poseían bastaba a sus deseos" (Wallis, 1766).
Refiriéndose a lo mismo Bougainville agrega a sus observaciones consideraciones filosóficas propias de su época. Colma a estos "salvaje" de todas las atenciones que pueda ofrecerles a bordo, y trata también, sin éxito, de asombrarlos, "pero no manifiestan ninguna sorpresa, ni a la vista de los buques, ni ante los objetos diversos que ofrecían a sus miradas. Ocurre, sin duda, que, para sorprenderse ante las obras de arte, es preciso tener algunas ideas elementales sobre ellas. Estos hombres brutos trataban a las obras maestras de la industria humana tal como trataban a las leyes de la naturaleza y sus fenómenos".
A veces los indios ponían toda su buena voluntad en ayudar a los europeos que, en el siglo XVIII, les manifestaron un cierto respeto que los navegantes no habían guardado hacia ellos 200 años antes. Byron, en su segundo viaje (1765), aunque siempre distante, va a tierra sólo con alguno de sus oficiales, para no asustar a los indios. A cambio de algunos abalorios, cintas, etc., que los encantaba, los indios ofrecían moluscos y bayas. Como los marinos de Byron se pusieron espontáneamente a cortar pasto para los últimos corderos de a bordo, los indios se pusieron espontáneamente a ayudarlos y en pocos instantes el bote estuvo lleno.
Sin duda, antes de Byron, ningún alacalufe oyó nunca ningún instrumento musical. Un oficial del Dolfin les tocó el violín y algunos marineros danzaron. Los indios estaban maravillados ante ese espectáculo. Uno de ellos bajo rápidamente a su canoa y volvió a subir con un pequeño saco que contenía grasa roja, con la que frotó la cara del tocador de violín e insistió para hacer otro tanto en el rostro del propio Byron. En muchas circunstancias, los indios marcaban su preferencia por el color rojo de sus vestidos, hecho que fue señalado por Wood y por Frézier. A pesar de la amistad demostrativa que a veces los europeos les manifestaban, los indios, sin embargo, continuaban la mayor parte del tiempo en actitud desafiante. Estas demostraciones les parecían más bien sospechosas. Ante de subir a bordo de la Jane de Weddell (1823)[27] , conversaron interminablemente con mucha vivacidad a unas diez brazas de la nave, y dieron una vuelta de ella ante de decidirse a abordarla. "Como había mujeres en la canoa, probablemente la seguridad de estas últimas era lo que motivaba tales conciliábulos. Finalmente los hombre subieron a bordo y las mujeres se quedaron en la canoa". "Los hombres mostraron asombro ante todo lo que veían, y las obras de hierro llamaban su atención más que cualquier otra cosa. Una olla de fundición de 200 galones los sorprendió hasta el punto de que no se atrevían a acercárseles. Al ver su predilección por este metal y como tenía a bordo una cantidad de aros de hierro, di uno cada uno, con lo cual se sintieron plenamente satisfechos y, apenas recibieron estos presentes, nos dejaron y volvieron a su wigwam".
Los indios aprendieron rápidamente, si es que antes no la conocían la noción del tráfico. "A cambio de ciertas herramientas de su fabricación, cuenta aún Weddell, pedían cosas brillantes, como botones, pero los pedazos de aros de hierro eran los objetos particulares de su estimación". La propensión de los alacalufes por el robo era también muy grande y su habilidad para apoderarse de un objeto era sin igual, cualquiera que fuese la vigilancia que ejerciera sobre ellos. A penas había pasado un día desde que Weddell les distribuyó zunchos de hierro, fueron a buscar a otro grupo de indios para venir a visitar el Beaufroy, donde los trataban tan bien. Sin que los marinos se dieran cuenta, desguarnecieron a un barril de sus zunchos y hurtaron una pesada clavija de ensamblaje. Weddell señala también en sus relatos, observaciones y experiencias, que habían en la tribu un bello adolescente de 14 años, a quien le habría gustado dejar con ellos, pero, a penas él comprendió este deseo, volvió a su canoa y nada pudo persuadirlo a regresar otra vez al barco.
Uno de los latrocinios cometidos a bordo del Beaufroy muestra cuan grande era el poder de imitación de los indios. "Un marinero había dado a un fueguino una olla de hojalata llena de café, que él bebió, y en seguida puso en práctica todo su arte para sustraer la olla. Como el marinero recordaba que la olla no había sido devuelta, la reclamó, mas, dijera lo que fuese, todas las palabras que empleaba eran repetidas con una perfecta imitación por el fueguino. El marinero se impacientó al ver sus demandas exactamente copiadas y, tomando una actitud amenazante, le dijo con cólera: "Pícaro, color de cobre, ¿dónde está mi olla de lata?". La imitación era tan perfecta que todos se pusieron a reír, excepto el marinero, que se puso a registrar al indio y le halló bajo el brazo lo que le pedía. Algunos días más tarde, Weddell vio a los indios dejar su campamento con una discreción anormal y sospechosa, bordeando la costa sin una voz y sin un ruido. Tenía alguna razón para sospechar que, a pesar de la vigilancia, se habrían robado algún objeto de a bordo. Lanzó tras ellos una chalupa. Al ver aquello, los indios remaron con todas sus fuerzas, pero fueron pronto alcanzados y, todos corridos, se aprestaron al registro. Para su gran sorpresa, Weddell, en lugar de castigarlos, dio a cada uno de los hombres un pedazo de aro de hierro y a las mujeres una moneda nueva con un hoyo al medio para llevarla a modo de medalla.
Hasta este momento de su relato, Weddell se limitaba a observar. Desgraciadamente, el interés es distinto cuando quiso experimentar. La experiencia que realizó, absurda en sí misma, es curiosa, sin embargo, por las reacciones que suscitó. Weddell reunió a los indios en torno suyo y les leyó un capítulo de la Biblia "haciendo, al mismo tiempo, signos de muerte y resurrección y de invocación al cielo. No me probaron por ningún signo que comprendieran lo que yo quería hacerles entender; mas, como yo leía haciendo los gestos, me imitaron, siguiendo la lectura con un ruido confuso de voces, bajando y elevando el tono, según mi ejemplo. Sin embargo, durante este tiempo, estaban profundamente atentos y me miraban fijamente con marcas visibles de asombro. Uno de ellos apoyó su oreja en el libro y otro mostró el deseo de llevárselo a su canoa".
No se necesitó de mucho, sin embargo, para romper esa armonía. Un indio particularmente astuto había logrado subir al palo mayor y se dedicaba a arrancar los fierros. Weddell le intimó la orden de bajar. El indio no consintió en ello sino bajo la amenaza de la pistola apuntando sobre él para asustarlo. Bajó por fin, con expresión de cólera en el rostro. Apenas hubo tocado el puente, recogió un tornillo y lo arrojo a la cara del capitán. Weddell lo amenazo de nuevo con su arma. Esta vez, toda la tropa de indios se apelotonó en la proa del barco, profiriendo gritos de espanto. Este malentendido había roto para siempre la armonía. Weddell trató de hacer paces, pero los indios se retiraron a su campamento mucho más temprano que de costumbre. Al otro día, toda una tropa de indios, 40 ó 50, hizo irrupción a bordo, amenazado a la tripulación, con el designio visible de apoderarse de la nave. Pero retrocedieron ante la sola presencia de Weddell y se mantuvieron tranquilos. Otra cosa habría sucedido si la tripulación misma se hubiera aterrorizado ante la amenaza y hubiera tratado de rechazar a los indios. Ante la expresión de la fuerza, ellos volvieron, por lo menos aparentemente, a una actitud inofensiva.
Hacia la misma época, los indios que veían los capitanes Fitz Roy y Parker King (1826-1836), en el Estrecho y los archipiélagos, parecían más familiarizados aún con los blancos. Los buques que pasaban por esa zona eran, sin embargo, muy escasos. Diez, veinte años y aun más podían pasar sin que se organizara ninguna expedición a esa parte del mundo. Es probable que se estableciera una tradición oral entre los indios. La visita de un buque y de hombres blancos siguió constituyendo un gran suceso en su vida, pero no les inspiró ya el temor de los primeros encuentros. La presencia de extranjeros de mejores maneras que los de otro tiempo, menos agresivos y que no trataban de aterrorizarlos a tiros de arcabuz y de cañón, dejó de producir entre los indios aun el menor malestar. El relato de Fitz Roy lo atestigua. Las observaciones de los comandantes del Adventure y del Beagle dan cuenta de los mismos rasgos de carácter, descontando ahora la agresividad, que anotaron Weddell y los otros. "Nos divertimos mucho con la sorpresa que mostraron los indios ante las cosa que teníamos y por el efecto producido en ellos por todo lo extraordinario que veían. Su expresión no era de alegría o de sorpresa, sino una especie de mirada vacía, estupefacta. Se miraban unos a oros. Debían sospechar de nuestras intenciones, o estar muy excitados por lo que habían visto ese día, pues toda la noche escuchábamos en su campamento su incesante parloteo, interrumpido por el ladrido de los perros". Parker king, que relata el hecho, encuentra a los indios del Estrecho más tímidos y desconfiados que los tehuelches de las Pampas, lo que indicaría, según él, que eran más desagradables. Es verdad que en esa época los tehuelches eran poseedores de una gran cultura: hablaban español, poseían caballos, comerciaban con los buques y no vivían en el extremo sur sino unos cuantos meses al año. Los indios nómades marinos se entregaban menos fácilmente. Al lado de observaciones muy justas, Fitz Roy cuenta también sus ingenuas experiencias. La idea de las creencias de este pequeño grupo de indios que frecuentaban familiarmente el buque durante casi cuatro años, lo preocupaba. “Puse mi reloj en su oreja. Se asombraron mucho y cada uno vino a su vez a escuchar su tic tac. Mostré el reloj y después el cielo; sacudieron la cabeza y de pronto parecieron tan graves que, por sus maneras y por todo lo que pude comprender de sus signos, sentí con certidumbre que tenían la idea de un ser superior, aunque ellos no tuvieran nada semejante a una imagen y no nos parecieran poseer ninguna forma de adoración".
El don de imitación, señalado por todos los navegantes, asombró también a Fitz Roy. Este don tenía su lado pintoresco y sus cosas cómicas, pero presentaba también inconvenientes para los que querían informarse, pues, "en lugar de fijar su atención sobre nuestros esfuerzos para tratar de informarlos, no hacían otra cosa que repetir nuestras palabras y nuestros gestos". (Relación del viaje de la Santa María de la Cabeza, 1785-86).
En cuanto a los misioneros, sus observaciones de orden psicológico son bastante escasas. Las del P. García Martí (1766-67) se limitan a comprobar, en hombres y mujeres, la ausencia del sentimiento "de ese natural pudor que produce la desnudez. Les era absolutamente indiferente que yo los viera desnudos".
En cuanto al período que se extiende de 1870 hasta nuestros días, sobre el cual se posee el menor número de documentos, es preciso dejar al margen una cantidad de leyendas tan absurdas, tan inverosímiles, que no pueden merecer ningún crédito. Parecen haber sido construidas pieza por pieza, acaso para disculpar a sus autores de algunas villanías. Según lo que se cuenta aún en ciertas estancias de Tierra del Fuego, los alacalufes habrían masacrado, en la costa del Seno del Almirantazgo, a un grupo de blancos que inspeccionaban los pastizales y se los habrían comido. El autor de la leyenda, uno de los primeros colonos ingleses o escoceses, el único sobreviviente de la aventura, habría sido testigo de la escena. El hecho debe de ser invención pura, o tuvo por fundamento una pequeña emboscada de indios o acaso un simple encuentro, y en este caso es bien probable que no fueran los blancos las víctimas.
Como entre los yaganes, lo que desde el punto de vista que nos interesa, no tiene importancia esencial. Un cierto número de relatos, más o menos fabulosos, y exagerados en cada etapa de la transmisión oral, muestra que, hace 50 años, los alacalufes no vacilaban en atacar a los más débiles. Uno de esos hechos, que es preciso retener, porque presenta mejores garantías, es relatado por el primer colono alemán del actual departamento de Ultima Esperanza, el capitán Eberhardt. Los indios frecuentaban mucho esos parajes, atraídos, sin duda, por el nuevo establecimiento aislado y sin relación con el resto del mundo. No había que dudar, por cierto, de sus intenciones cuando rondaban en buen número por el pequeño canal marítimo que se extiende delante de la estancia. El capitán Eberhardt debía de mantenerse en guardia. Otro alemán, de humor bastante misantrópico, vivía solo en un rancho alejado de la estancia Eberhardt, a donde venía regularmente de visita. Como no se lo había visto desde hacía varías semanas, el capitán Eberhardt fue a ver lo que hubiera podido pasarle. El rancho del viejo alemán estaba vacío. Sólo mucho más tarde, a unos 60 kilómetros de allí, se encontró su cadáver. Nadie, fuera de los alacalufes, habría podido transportarlo por mar y es bastante probable que ellos mismos fueran los autores del crimen.
Otras veces los alacalufes se han apoderado o han tratado de apoderarse por la astucia de las chalupas de los loberos. El resto de los robos que pudieron cometer contra gentes que disponían de una fuerza superior a la suya, no representa sino latrocinios insignificantes, que ellos, sin embargo, pagaron a menudo con una represión sin piedad. Tan grande era el temor que inspiraban en los primeros tiempos de la colonización del estrecho de Magallanes. Una leyenda tenaz los hacía ser siempre considerados como seres crueles, hasta antropófagos. Crueles, habrían podido serlo si hubieran tenido fuerza. En cuanto a la antropofagia, para hallarla mencionada tenemos que remontarnos a la relación de Darwin, sujeta a beneficio de inventarlo, y a los testimonios más antiguos y un tanto inquietantes de los marinos holandeses de comienzos del siglo XVII[28] . Para hallar pruebas verdaderamente válidas, tenemos que remontarnos todavía más lejos y atenernos a los datos proporcionados por la arqueología. En los montones de conchas de las costas y las islas del Seno Skyring, hemos hallado, entre la masa de restos alimenticios, una cierta cantidad de osamentas humanas fracturadas, dispersas, mezcladas a los huesos de animales y que representan, como éstos, marcas de quebraduras intencionales. Por cierto, estas osamentas son poco numerosas, pues a lo sumo pertenecían a cuatro cadáveres distintos. Un cráneo de mujer, privado de su mandíbula, había sido abierto por medio de un instrumento de piedra. Estos pocos fragmentos de huesos largos y de huesos de caja craneana parecerían indicar que la población fueguina que tenía sus lugares de campamento en una terraza baja del Seno Skyring, hace dos o tres milenarios, podía ser, por lo menos ocasionalmente, antropófaga. Desde este lejano período, ningún documento arqueológico prueba formalmente que esta tradición de antropofagia, ritual o simplemente alimenticia, haya sido continuada. Sea como fuere, era interesante plantear este problema, tan a menudo abierto, que continúa subsistiendo en estado difuso.

2. La oposición entre las nuevas y las viejas generaciones


Es evidente que el carácter de los alacalufes ha cambiado a causa de su prolongado contacto con los blancos. Se podría afirmar tal cosa a priori, como una especie de necesidad, como una fase del proceso de transculturación. En todos los casos, nada hay de común entre lo que pueden denotar las pocas briznas acerca de la vida psicológica de los indios recogidas desde Magallanes, con la mentalidad de un alacalufe actual. Los rasgos de audacia, de ferocidad aun, han desaparecido hoy. ¿Cómo habrían podido subsistir en una comunidad tan reducida? Estas modificaciones de la mentalidad pueden observarse en la escala de las tres generaciones agrupadas en torno a Puerto Edén.
Las diferencias entre los viejos y los jóvenes son sorprendentes. Esta observación tiene acaso un alcance menor de lo que a primera vista parece, porque en todas las sociedades estas diferencias existen de una manera más o menos sensible. Entre los alacalufes se pueden determinar cuatro estadios en la evolución de la mentalidad. Aquellos que podrían ser llamado antiguos, de los que, desgraciadamente, no hemos alcanzado a conocer a ninguno, que han debido desaparecer hacia 1930, y que eran los representantes auténticos del grupo. En el espíritu de los alacalufes actuales, su leyenda está nimbada de una admiración sin reservas. Se alaban sus hazañas de caza, su habilidad, su audacia. Ellos sabían pintarse; ellos sabían encontrar ballenas varadas en torno de las cuales se organizaban las fiestas o se danzaba durante la noche, en Puerto Bueno, en el Canal Fallos, en grandes cabañas comunes, de las que las mujeres eran mantenidas alejadas. Todo eso constituía lo que no se sabrá nunca en el ritual de iniciación de los alacalufes. La tradición no se extinguió lentamente. Hubo una brusca ruptura. Los blancos determinaron la pérdida rápida y total de las tradiciones. De algunos de esos antiguos quedan en los archivos privados unas pocas fotografías de aficionados, en las que aparecen hirsutos, con el rostro hundido en una inmensa cabellera, deambulando completamente desnudos y muy a sus anchas sobre el puente de un buque, fumando un cigarrillo con supremo desdén por los espectadores.
Los descendientes de estos antiguos son los de más edad entre los alacalufes actualmente vivos. A fines de 1953, no eran más que 2 ó 3. Pero, entre 1946 y 1948, su número era de unos 1, cuyo género de vida era ya muy diferente al de sus descendientes inmediatos. Esta vida estaba marcada sobre todo por la no transmisión de las tradiciones, que se habían disipado en un tiempo anormalmente breve. Sin embargo, como la vida material casi no había evolucionado, los viejos alacalufes de Edén conservaban aún intactos en su memoria los recuerdos de los que fueron el modo de vida y las técnicas tradicionales del grupo. La ruptura completa y definitiva había afectado sobre todo a la vida social, que no era vivida ya por nadie, que había llegado a ser cosa muerta y cuyos despojos estaban desligados de todo sistema.
En cuanto a la generación siguiente, la de los adultos escalonados entre 20 y 40 años, está también en discordancia profunda con las anteriores. Participan, por cierto, de una vida material más o menos ligada a las tradiciones, pero interiormente están liberados de ellas. Aspiran salir de ellas y su ideal, aquello a lo cual sienten que podrán llegar, es la vida de sus propios vecinos, loberos, cazadores de pieles o leñadores. Lo que buscan, en suma, es la vida independiente y la ruptura con el grupo. Estos sentimientos eran ya precisos en 1948. En 1953, un gran número había debido ya realizar parcialmente sus deseos. Casi todos los adultos, sea en grupo, bajo la dirección de Lautaro, sea de una manera independiente, hacían la vida de los cazadores de pieles o habían ligado su suerte a la de los chilotes. En este estadio, el lazo, ya tan tenue, con la vida tradicional del grupo se había roto. De las tradiciones que hubieran podido recoger, no saben nada y, aún más, no desean saber nada.
Los hechos genealógicos son uno de los temas inagotables de conversación y comentarios. En este punto se denota el profundo foso que ahora separa a los viejos de los jóvenes: éstos escuchan con indiferencia, no toman parte en la conversación y, por lo demás, ignoran de qué se trata. Estos relatos genealógicos tienen un valor profundo, que muestra hasta qué punto los antiguos alacalufes tienen conciencia de los vínculos que los unían al grupo. Este sentimiento de participación es la misma naturaleza que el que acompaña al tchas, o donaciones a la colectividad.
Los viejos han sido suficientemente impregnados del mundo de la tradición, al cual han tenido acceso en otro tiempo, como para conservar todavía un cierto conocimiento de ella y no sentir la necesidad de cambiarla. Por lo demás, este cambio no sería posible para ellos. Por su edad y por su vida, están fijados en ese mundo que es el suyo y del cual hoy tratan de escapar sus descendientes. La nueva actitud de los jóvenes no se debe solo a la ignorancia de una época desaparecida, sino también a la adquisición de una nueva mentalidad.
Los jóvenes, por la simple frecuentación de los blancos, han adquirido una especie de sentido práctico que no poseen los viejos. Abandonado voluntariamente todo lo que pueden de la vida tradicional, no han extraído de la nueva forma de civilización sino sus aspectos materiales, que se esfuerzan, en cierta medida, por imitar, aun cuando les sean totalmente inútiles. Se los ve, por ejemplo, confeccionar perchas o esbozos de guitarras, que atestiguan un excelente don de imitación y un cierto entendimiento de la música. Han adquirido o confeccionado cofres de madera para guardar sus cosas, y estos cofres están adornados por dentro con recortes de revistas americanas. Los jóvenes son menos perezosos que sus padres, en cuanto se crean una actividad diferente a la del grupo, desinteresándose definitivamente de ésta. Tampoco tienen más gusto por la mendicidad que los viejos. Por el contrario, sienten una especie de vergüenza y se refuerzan por disfrazarla bajo una forma aceptable. Por ejemplo, no les gusta acercarse a los buques en tránsito en sus canoas, para esperar a lo largo del casco que les arrojen desde arriba pan, vestidos y cigarrillos. Prefieren hallar un pretexto para subir a bordo, sea porque deben de ayudar en alguna maniobra, sea con cualquier otro pretexto fútil, y pedir a los marineros de la cocina lo que necesiten. Se sienten molestos si deben, como los otros miembros del grupo, esperar sentados en la canoa los efectos de la buena voluntad de a bordo, si, como sucede, se les ha prohibido el acceso al puente del barco. Sobre todo, y es esto lo que los diferencia más de los viejos, tienen la noción precisa de que llegarán a salir de esa vida, de la cual están moralmente separados. Esta esperanza no habría podido siquiera rozar a la generación de sus padres.
Esta actitud de desprendimiento crea, sin embargo, en numerosos planos un empobrecimiento muy neto de los jóvenes frente a los viejos. Lo poco de español que han podido aprender entra muy difícilmente en las categorías de su espíritu y se superpone mal a la expresión de su pensamiento acostumbrado, cuyo soporte sigue siendo el alacalufe. En esto no marcan ningún progreso y bajo muchos respectos los viejos son mucho más finos y expresivos, con un sentido de la poesía que los jóvenes han perdido. Son también menos aptos y más lentos en captar el pensamiento personal. Como los jóvenes repudian voluntariamente todo lo que ante el extranjero los pudiera presentar demasiado incorporados al grupo, sus posibilidades de expresión se han limitado, sin haberse enriquecido, sin embargo, con ningún aporte nuevo. Algunos llegan al extremo de hablar de los otros, tratándolos de indios. Ahora somos civilizados y vestidos como los demás. Se puede oír a veces frases de este tipo en la boca de jóvenes de unos 20 años que, bajo la chaqueta que los llena de orgullo, viven en la promiscuidad de la choza y se alimentan de mariscos.
Toda la vida de los jóvenes está vuelta hacia el exterior. Hacen proyectos, discuten acerca de las ocasiones favorables que podrían presentarse, de tal o cual lobero que podría contrastarlos, de tal o cual maderero con el cual podrían trabajar. Se dejan deslumbrar por los atractivos de una nueva vida y, después de muchas vacilaciones, negativas, ocasiones frustradas seguidas de arrepentimiento, algún día uno de ellos realiza el gran deseo y desaparece sin posibilidad de retorno. Las mujeres jóvenes esperan también la evasión, pero bajo una forma bien definida: estarán listas para dejarse raptar en la primera ocasión favorable.

3. El espacio, el tiempo, los números y los nombres


Las divisiones del tiempo y del espacio. La división más elemental del tiempo es para los alacalufes, como para el resto de los humanos, la del día y la noche, el corte más natural en la serie de sus actividades normales. La palabra lafk, que indica el día de hoy, significa también el momento presente, joven, fresco, reciente o pronto. El día transcurrido o el día por venir se confunden en la misma designación, aswalek: el pasado o el futuro se indican por la forma del verbo. Los días pasados o venideros se designan por la repetición de la palabra. Anteayer o pasado mañana se dicen tawaswalek (taw=otro). Para decir "hace dos días" o "en dos días más", se emplea aswalek taw aswalek. Para tiempos más antiguos o más lejanos, el juego de los dedos ayuda a precisar el número de los días de que se trata. La misma palabra lafk puede también estar asociada a aswalek para significar mañana -o ayer, según el caso- temprano en el día. Los diferentes momentos del día están indicados por la posición del sol: aswal lafk, el sol levante; aswal oykyemna, el sol alto; aswal akyewena, el sol muy bajo, cerca de la noche.
Las expresiones que indican el momento de acciones o acontecimientos que deberán hacerse o que se han producido ya, con respecto al momento presente, son muy numerosas. El instante inmediato que sigue o precede al momento presente, el instante en que se producirá una acción que no podrá producirse sino después de otra, los diferentes tiempos que debe durar una espera, etc., para no citar sino algunas, tienen su forma particular en esta gradación muy matizada del tiempo.
Durante un mismo día, la alternativa de las mareas sirve también de referencia necesaria para la evaluación del tiempo. En efecto, las mareas condicionan una parte de los actos de la vida, como la pesca o ciertos trayectos, que son favorecidos o retardados por los cambios de corriente. Las mareas dividen al día en cuatro partes con respecto a las cuales se sitúan las actividades del grupo: las mujeres volverán de la pesca antes de la marea alta, nosotros partiremos cuando la marea comience a subir, etc., son las maneras más frecuentes de expresar la hora del día.
El ciclo más importante es el ciclo lunar que sirve para evaluar intervalos de tiempo más largos. El que debe partir del campamento indicará por lunas el tiempo de su ausencia, cuando salen gira de caza: tákso arkakseles yerfaláy, partir por una luna. Con la ayuda de los dedos se llega a expresar intervalos de tiempo considerables, seis, ocho, diez lunas. Duraciones mayores que no corresponden en ninguna necesidad de la vida, no se expresan.
La vuelta de las estaciones marca ciertos acontecimientos, da ritmo a la vida, pero no sirve para apreciar intervalos de tiempo. El término estación no posee, por lo demás significación que bajo otras latitudes. Una estación no corresponde a una modificación climática importante ni a una detención marcada en el régimen de lluvias ni a una renovación sensible en la vegetación. Sólo dos acontecimientos marcan realmente el ritmo estacional para los alacalufes: la postura de los huevos y el nacimiento de los polluelos, por una parte, y la parición de las focas, por la otra. Estos acontecimientos se sitúan entre octubre y enero. En otro tiempo, este período correspondía a un cambio en la vida de los alacalufes. Era el momento de las grandes excursiones en busca de nidos a lo largo de los acantilados de los canales y sobre las rocas desnudas del Pacífico, la caza fácil y fructífera de focas en las playas, donde se juntan por miles. La vuelta del verano marcaba la multiplicación de la vida animal y era la época de una gran agitación en el grupo.
Para marcar la sucesión de los acontecimientos en el pasado, los alacalufes tienen un cierto número de puntos de referencia, escalonados en la memoria de un antiguo a través de unos 40 años, tales como el naufragio de tal o cual buque, las excursiones de ciertas goletas de loberos en tiempos en que la caza de focas era fructuosa, etc.
A causa de su propia existencia de nómades, los alacalufes tienen una percepción muy nítida del espacio en el cual viven. Llegan hasta orientarse con la mayor facilidad en el laberinto insular que forma el marco de sus correrías. Todos los detalles topográficos de los archipiélagos les son familiares. La precisión de sus acontecimientos relativos a lugares asombra al europeo. ¿Que género de representación poseen del espacio, de la situación de un lugar situado a veces a varios centenares de kilómetros de distancia? ¿Por qué proceso mental pueden representarse, decidir, explicar un itinerario? Evidentemente, no lo aprehenden en su conjunto, sino de una manera fragmentaria, yuxtaponiendo en el orden las diferentes etapas sucesivas, de lugar de campamento en lugar de campamentos escalonados a través del viaje. Con respecto a cada una de estas etapas, ellos aprecian la duración del trayecto y los sucesivos cambios de orientación que lo señalan. Cada etapa es apreciada según el tiempo necesario para cubrirla, según el ritmo habitual de la navegación en canoa. Finalmente, todo ensayo de explicación de un itinerario es siempre largo y embrollado y denota una dificultad extrema para expresar lo que es percibido intuitivamente.
Por el contrario, las diferentes áreas del espacio son designadas por subdivisiones bastante sutiles. El Oeste parece ser la posición fundamental, la dirección del sol poniente y del Pacífico, aquella de donde soplan los vientos dominantes. Con respecto a este punto de referencia, los indios sitúan las otras áreas del espacio desde donde soplan los diferentes vientos: Noroeste, Noreste, Este, Sureste, Sur y Suroeste, cada uno de los cuales tiene su nombre distintivo en alacalufe, que ellos pueden, por otra parte, traducir al español.
Cada detalle de la complicada topografía de los archipiélagos tiene su designación propia en lengua alacalufe, pero el empleo de estos nombres indígenas está ahora en regresión. Los indios adoptaron primero las designaciones topográficas de los loberos, descriptivas o anecdóticas, por ejemplo Puerto Rana, Bahía Escondida, distintas de la nomenclatura oficial de las cartas. El fiordo Eyre, por ejemplo, en lengua de lobero es la Bahía Escarchata. Pero desde que algunas decenas de faros automáticos jalonan la ruta, de los buques, los loberos lo han adoptado como puntos de referencia para sus itinerarios, más cómodos que las diversas particularidades de la ruta. Al mismo tiempo, han adoptado un número cada vez mayor de términos de la nomenclatura oficial. Por imitación, los alacalufes han prohijado también el nombre oficial de cierto número de islas, cabos y canales.
Los alacalufes tienen conocimientos precisos de los menores detalles topográficos de los archipiélagos. Toda modificación de un perfil de costa es inmediatamente interpretada como canoa de indios o chalupa de loberos que pasa a la cuadra. El indio se engaña raras veces. Sabe inmediatamente de qué se trata y a donde se dirige el que pasa. La señal de llamada es el humo denso de una fogata de ramas verdes que indica la presencia de un ser humano y exige un desvío. El método indio ha pasado, por lo demás, al dominio común: los loberos y aun los colonos que viven aislados en las costas desiertas o en las islas del Seno Skyring, lo emplean como sistema de llamada o de socorro. Toda humareda que se eleva desde un punto bien destacado, desde donde puede ser vista por el que pasa a la cuadra, es una señal de reunión. Se insiste encendiendo varios fuegos a la vez. Parker King, primer comandante de la expedición del almirantazgo inglés en la Tierra del Fuego y en los archipiélagos, menciona en las instrucciones náuticas que " los buques que pasan por el Estrecho divisan ordinariamente a pocos indios.
Lámina XIII
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28. Yuras descuartiza una foca 29. Alacalufes en sus canoas junto a una goleta chilota
Lámina XIV
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30. La fabricación de la canoa, separando los dos lados del casco

Pero la rapidez con la cual un centenar de ellos y aun más se reúnen cuando husmean la presencia de un buque o de una pequeña embarcación es increíble. La manera cómo puedan darse cita es un misterio, pero se ven, por millas y millas, fogatas que arden en las costas y de cada caleta parte una canoa que enfila hacia el lugar de reunión".
En cuanto a saber cómo se representan los alacalufes en el tiempo y en el espacio, parece que el problema fuera actualmente de solución imposible. Si han existidos mitos acerca de los origines, no queda de ellos la menor señal. Simplemente, con el tráfico de los barcos a través de los archipiélagos, los alacalufes han adquiridos conciencia de un mundo diferente fuera del cual viven, un mundo que sitúan globalmente den dirección Norte, de donde llegan los buques. La barrera helada de la Cordillera marca el límite por el Este. En cuanto a las dos ciudades de Puerto Natales y Punta Arenas, están situadas en un dominio conocido de la mayoría y no presentan otras particularidades topográficas que el formar dos centros de atracción, a los cuales los más jóvenes sueñan con llegar a incorporarse.
El lenguaje y la conversación. No se trata aquí de un estudio sobre el lenguaje alacalufe, sino sólo de algunas observaciones que se refieren a su vida psicológica. El contacto prolongado con los blancos no ha puesto a los indios en posesión de otro modo de expresión que su propio lenguaje. Han podido aprender, sobre todo los jóvenes, algunas palabras de español que les bastan para cambiar varias expresiones elementales, para dar una respuesta incierta cuando son interrogados y para preguntar lo que desean a bordo de los buques. Pero de ninguna manera conocen suficientemente un vocabulario ni modalidades de expresión tan diferentes de las suyas, para expresarse o para comunicar ideas, por simples que sean, y para traducir adecuadamente las cosas de su universo.
Como, además, su capacidad de atención sostenida y prolongan es mediocre, se hallan en la imposibilidad total de traducir no sólo del alacalufe al español, sino también, lo cual debería ser más simple, del español al alacalufe. Por lo demás, para los alacalufes cada palabra significa algo y no llega a ser concebida fuera de su significación. La palabra no está nunca en reserva, por decirlo así. Es siempre empleada cuando se tiene algo que decir. Ejemplos precisos y reales nos ayudarán a comprender este aspecto de su mentalidad. Se pide a un indio joven, bastante familiarizado con el español como para poder responder, que traduzca alacalufe: "La madre mece a un niño". El responde de inmediato, en alacalufe: "Porque está llorando". Asimismo, a la pregunta: "¿Cómo se dice: mañana saldré de pesca?". La respuesta viene, siempre en alacalufe: " No, no habrá buen tiempo".
En todos los ensayos de vocabulario que fueron intentados en otros tiempos, se observan errores del mismo tipo. La numeración empleada por los alacalufes aparece curiosamente transformada de la manera siguiente en un informe de exploración de fines del siglo XIX[29] : "uno" se traduce por "una mujer", "dos" por "un hombre", "tres" por "otra mujer", "cuatro" por una palabra en la cual se reconoce la palabra "piel", y así sucesivamente. El procedimiento de interrogatorio se deduce bastante bien en las respuestas. El encuestador quiso hacer contar a las personas presentes, y los indios no comprendieron. Otro ejemplo de estos errores es la traducción de la palabra "agua" por aret (balde) por un indio. Este sin duda comprendía la palabra española agua, y deseaba informar a su interlocutor, pero el continente llamaba más la atención que el contenido.
En la vida corriente, la expresión de ciertos sentimientos se traduce por una mímica muy complicada y por verdaderos modismos del lenguaje. Para expresar una cosa asombrosa, anormal, nueva o muy grande, las sílabas de cada palabra son cortadas con lentitud y suavidad, apenas pronunciadas; las vocales son suavemente moduladas en una larga, y la final prolongada en un calderón. La elocución se hace con la punta de los labios. El lenguaje propio de la mofa es también expresivo: se separan lo más posible las comisuras de los labios, con el borde externo replegado hacia los dientes, se inflan los carrillos, se arrugan los párpados. La elocución, moderada en volumen, es, sin embargo, articulada. Unos "clics", que son el acompañamiento de todo lenguaje afectivo, se intercalan rítmicamente. El lenguaje de las madres con sus hijos se manifiesta también por una elocución particular: con las mejillas recogidas y los labios hacia adelante, algunas consonantes son suavizadas con una entonación de ternura: por ejemplo, leyesk (yo veo) se pronuncia yeyesk.
En el lenguaje común, que no es emocional, se pueden distinguir dos modos. El de la conversación corriente es apenas perceptible, lentamente modulado, con "clics" y guturales muy atenuadas. Es una especie de canto en voz baja, acompañado por gestos bien cortados, amplios y lentos. El otro modo es ligeramente enfático. Quiere marcar insistencias y llamar la atención. Sigue el mismo ritmo, pero su volumen es más elevado, las sílabas, los "clics" y los sonidos guturales mejor marcados y a veces vigorosamente cortados.
Existe también una especie de conversación que se podría llamar puramente narrativa. Sus temas son infinitos, y se desarrolla durante largas veladas en la choza. Ella corresponde también a un modo especial. La gente está recostada, agazapada bajo una delgada manta, con la cabeza reposando sobre un brazo. Con la otra mano, armada de un bastón, se aparta a los perros, se remueven los mariscos en la ceniza caliente, se rectifica la posición de los leños. O bien el cuerpo está desnudo, con la espalda vuelta hacia el fuego. La conversación se desliza en voz casi baja, indistinta, por largos períodos, extremadamente suave. Algunos pasajes son aun más lentamente enunciados, pero son entonces marcados silábicamente a golpes de glotis y terminan en calderones. Varias personas expresan así simultáneamente, de un modo casi musical, una especie de monólogo, al cual cada uno de los asistentes tiene que acordarse si desea tomar parte de la conversación.
La numeración y los nombres. La numeración es muy simple. Se limita a la unidad y al dos. La expresión de cantidades superiores es englobada en el vocablo taw (otro), completado por el juego de los dedos. Toda cantidad superior a la que los dedos pueden expresar, o cuya numeración sería inútil, es dada con el término akwal (muchos), si se trata de cosas, o por el término akyay, si se trata de seres vivientes.
Nombrar las cosas es la función de la inteligencia, que las distingue de lo indeterminado, por oposiciones y relaciones. En las categorías de seres humanos que establecen los alacalufes, hay oposición nítida entre ellos y los otros con los cuales están en relación. Existen primero ellos mismos, los kaweskar, los hombres, literalmente los que llevan una piel. La palabra kawes, en efecto, designa la piel, tanto la de los hombres como la de los animales (arkasi o lahaltel: kawes yetapana, la capa de piel de foca o de nutria cosida) y la palabra kar designa todo lo que es materia dura o soporte. Es kaweskar todo lo que se refiere al indio de los archipiélagos; por ejemplo, kaweskar asaré, el alimento indio. Es un término genérico, que se aplica también a los términos hombre, eksenes y mujer, esatap. Por oposición a lo que no es indio, existe lo que es chilote, taporay, y blanco, yema. La persona misma del extranjero es designada con la palabra pektchewé.
Los alacalufes no se designan jamás a sí mismos con este nombre, cuyo origen es desconocido, y parece haber sido empleado por primera vez por Fitz Roy, que designa así a un grupo de indios que halló en las islas del sudoeste del Estrecho. El término fue muchas veces vuelto a usar después y sufrió las numerosas transformaciones fonéticas que le conocemos (alakaluf, alakulof, alikkolif, alakwulup, etc.). Un término cuya consonancia es extrañamente vecina a la palabra alakaluf fue escuchada dos veces en 1946. Estábamos en una choza colocando anzuelos en una lienza, cuando una mujer preguntó si podíamos alakala takso (darle uno) y que, a cambio de eso, ella "alakala" un canasto. Después de varias explicaciones, nos dimos cuenta de que la palabra "alakala" era una deformación de la palabra española regalar. Acaso de alacalufe, que recordaría el tiempo, no tan remoto en que los kaweskar de los archipiélagos subían a bordo de los barcos a pedir hierro y trajes.
El término con el cual los navegantes, siguiendo a Bougainville, designaban a los indios del Estrecho, era la palabra petcheray con todas las deformaciones. Pues bien, como acabamos de ver, la palabra que sirve para designar al extranjero es justamente pektchewe. No ha variado, sin duda, desde 1764, y sin duda ésta era la voz que aullaba los indios cuando rondaban en torno del casco de los barcos de Bougainville. "Los habíamos llamado pecheré porque ésta fue la primera palabra que ellos pronunciaron al vernos", escribe Bougainville. Y agrega: "los pecherés de que he hablado son pequeños, feos, flacos y de un hedor insoportable".
A su nacimiento, los niños no reciben nombre. Sólo cuando comienzan a hablar y caminar el padre les elige uno. Muy a menudo este nombre es un lugar geográfico, un canal, una bahía, un paso vecinos al lugar del nacimiento; a veces también el nombre de un animal (ganso, mosquito, nutria, coipu, etc.). Puede designar también una particularidad corporal (ojos pequeños, ombligo en forma de ojo, brazo tieso, manchas blancas en el cuello), o hacer alusión a objetos extraños. Cada indio se designa, en general, bajo dos o más nombres sea el de un animal, pero el hecho es difícil de verificar, pues a menudo sucede que los indios, junto con reírse, se niegan a decir uno u otro de sus nombres.
Desde que se dictó la ley de protección y después del breve paso de un misionero, se estableció, por lo menos teóricamente, un estado civil, que incluye un nombre y un apellido usuales en el país para cada indio. Se les ha impuesto, según las circunstancias o la fantasía del momento, el nombre de personajes políticos que se interesaban entonces por su suerte, o apellidos corrientes en Chile, como González, Molina, Martínez, Sotomayor, o los nombres de los descubridores de los archipiélagos, como Ladrillero, Ulloa, Magallanes, y hasta nombres geográficos: Messier, Campana, Molinaré, Meidel, Canales, Norte, Wide, Edén, Wellington. . . Pero a los indios les importa bien poco el nombre prestado. Muchos se han apresurado a olvidarlo, puesto que para ellos no evoca nada. A lo sumo conservan el nombre de pila que les ha sido impuesto, pero no se sirven sino raras veces de él cuando se trata de nombrarse entre ellos.
Los perros tienen también un nombre, que es con frecuencia una palabra de la complicada nomenclatura que designa la posición de las manchas de color sobre el pelaje, en combinación con la densidad de la piel, el porte de la cola, la talla del cuerpo, etc. Se puede, también, darles un nombre cualquiera: flaco, lenteja o corbata.

4. La vida social


Las relaciones entre individuos. En el interior del grupo, las relaciones entre individuo e individuo están marcadas por cierta indulgencia. En principio, todo lo que es indio es bueno. No se excluyen de este calificativo sino los ladrones, es decir, los que se apropian de los bienes del vecino, reservándoselos para su uso personal o los que huyen con tales bienes. No se pueden infringir impunemente las leyes del cambio, del tachas, que tolera para cada uno la libre disposición del haber de otro. Usar el arpón, la canoa, el fusil, la ropa de otro es completamente lícito, a condición de que el usuario esté en buenos términos con el propietario. Si no es aprobado es, entonces, un ladrón, y como tal es reprobado por su víctima, y, generalmente, por una porción importante del grupo, si no por todos.
Sea que se trate del robo de una canoa nueva, o del rapto de una mujer, el juicio sobre el acto es el mismo. Pero el interesado es el único que tiene que explicarse con aquel que lo engañó. En toda discusión, los otros se mantienen al margen y se abstienen de tomar partido, por lo menos exteriormente. Los dos interesados son los únicos jueces que arreglarán, aun por la fuerza, un diferendo que no concierne al resto del grupo. Todo robo que afecte a algún extraño al grupo es considerado como un acto que no daña a nadie, y el hecho no sólo no suscita la reprobación, sino, por el contrario, realza el prestigio del que lo ha cometido.
Los hombres arreglan sus diferendos entre ellos y las mujeres entre ellas, y nadie interviene en los asuntos ajenos. Los robos son más frecuentes entre las mujeres, quienes son, por lo demás, liberales para pasarse unas a otros vestidos, adornos, artículos de costura. Sus tesoros son mucho más abundantes que los de los hombres y rellenan sus cajas o canastos, donde cada una guarda sus cosas. Aprovechando una ausencia momentánea, otra mujer puede introducirse en la choza y apoderarse de lo que desea. La explicación entre ladrona y robada no tiene la misma reserva que entre hombres. La reacción es tan inmediata como ruidosa.
La mujer lesionada se deja llevar a un desborde de gritos y palabras, no para expresar su sorpresa, ni para llamar la atención hacia el hecho -pues la ladrona, el objeto y las circunstancias del robo eran ya conocidos por todos-, sino para afrontar al autor del robo. La tensión de todo el grupo al acecho se canaliza y presta al acontecimiento una atmósfera de gravedad. Los hombres continúan atendiendo a sus ocupaciones, simulando indiferencia. Las otras mujeres escuchan en silencio el despliegue verbal que constituye, no el proceso de la ladrona, sino una revista general de todos los actos reprensibles de su vida o, en caso necesario, la exhibición de las propias miserias de la interesada.
La sesión puede alcanzar a una grandeza casi bíblica. Las antagonistas están a veces alejadas una de otra. La mujer está sentada en el suelo, cerca de su cabaña. A los gritos del comienzo, sucede una alocución solemne, amplia, armoniosa casi, puntuada por gestos de los brazos y de las manos, amplios y lentos. El discurso es interrumpido. Sin recuperar aliento ni permitirse una pausa, durante una hora o más, la mujer continúa, hasta el momento en que, los labios babeantes, ebria de sus propias palabras, cae agotada y regresa a su choza. Sólo en ese momento se restablece la vida normal del campamento.
He aquí algunos aspectos del tema oratorio que se desenvuelve sin lágrimas ni contorsiones, en una digna inmovilidad, los ojos fijos en el vacío, como tomando por testigos del hecho al mar y las montañas. Era una pobre vieja, a la sazón en los últimos meses de su vida, a quien habían debido de robar algún andrajo desflecado: "No has cuidado a tus hijos. Tenían hambre, frío y sed. Tú, tú comías. Eras siempre la primera a bordo de los buques para tener los mejores trajes, que guardabas para ti en tu caja; hilo y agujas, que guardabas en tu canasto. Te emborrachabas con los chilotes, y tus hijos no tenían ni agua que beber. Estabas calientita con tu ropa, mientras tus hijos lloraban. Además, no has tenido muchos hijos: tres solamente (y los enumera con sus nombres y en orden, contándolos con los dedos) y tú no eres valiente para pescar. Yo soy vieja y ya no veo y apenas puedo caminar despacio con mi bastón. No tengo a nadie, pues todos los míos murieron. Todos nos tenemos que morir y nadie puede quedarse vivo aquí[30] . Todos mis hijos murieron ahogados en la isla Solitario un día de gran viento (sofhyas kastapoyok+ = viento que arranca los pelos). Mi marido se ahogó. Meseyen (su hijo mayor) fue muerto por un cristiano (volvía a contar con los dedos los seis hijos ahogados: Atarmeroks, Taksé, Aywoneyakanay, . . . Ateskowayera, el más pequeño, que no caminaba todavía. . .) Durante una hora, el campamento escucha esta improvisación épica con una indiferencia que es, por lo demás, del todo convencional.
Fuera de estos períodos de crisis, los alacalufes manifiestan poco sus sentimientos. Se inclinan poco a la ternura. Las caricias que se pueden dedicar a un niño son más de la madre que del padre. De la ternura materna por los hijos se hallan muchos ejemplos contradictorios en los documentos históricos, desde la indiferencia hasta las violentas manifestaciones de dolor ante los raptos de niños que se practicaban en otro tiempo. Durante dos años de observación, en un período de coexistencia reciente, nunca se vieron casos de madres manifestando indiferencia por sus hijos aún pequeños. El hecho señalado por Simón de Cordes y Sebald de Weert de la indiferencia de una madre, a la cual habían quitado su hijita de cuatro años para llevarla a Ámsterdam, donde, por lo demás, murió poco después de su llegada, debe, sin duda, ser atribuido al terror que experimentaba esa india ante los marinos holandeses. Si un niño muere en los primeros días o en las primeras semanas que siguen al nacimiento, el hecho no es acogido con demostraciones de dolor y la pena interna parece limitada. Pero si el niño muere de más edad, su pérdida es vivamente sentida por los padres.
A partir de los primeros días que siguen a su nacimiento, el recién nacido alacalufe está materialmente ligado a todas las idas y venidas de su madre. Bien amarrado en un vestido viejo a su espalda, le deja así las manos libres para remar. En otro tiempo, se apegaba en la misma espalda de su madre, en el interior de una especie de saco que formaba la capa de pieles, amarrada a la cintura y al cuello. El niño está siempre enteramente desnudo, como lo estará en los años venideros hasta que encuentre algún harapo no utilizado por los adultos y siempre desmesurado para su talla, a menos que algunos pasajeros de buques regalen a la madre vestidos para su hijo. En tiempos más antiguos, los recién nacidos no habrían estado enteramente desnudos en el vestido de su madre, sino envueltos en una pequeña piel de foca o de pingüino. En la choza, el niño se agazapa en el pecho de su madre y, si ésta tiene que ausentarse, el padre toma al niño y lo apoya en él con mucha ternura y atenciones. Cuando está un poco más grande, el padre juega de buenas ganas con él, lo hace saltar en sus brazos, le sonríe, le habla suavemente canturreando.
Cuando el niño crece, no se ejerce sobre él coacción de ninguna especie. Nadie le corrige las acciones, aunque sean causa de molestia para los padres. Sin embargo, tales hechos no son frecuentes, pues los niños no se entrometen en el dominio de los grandes. En el lapso de dos años, una sola vez un niño penetró al dominio separado de los adultos y se permitió soltar la canoa de su padre, que partió a la deriva. El padre pidió otra canoa y se fue mar adentro a recuperar la suya, pero no hizo ningún reproche al niño. Los padres pueden pedir algunos pequeños servicios a los niños, como ir a buscar agua o mariscos a una choza vecina. Suele suceder, aunque raras veces, que el niño ponga oídos sordos y, en este caso los padres, más generalmente la madre, se incomoda sin recriminar, o protestando de un modo tan leve que no produce efectos en el comportamiento del niño.
En la edad en que el niño puede participar eficazmente en la vida familiar, lo hace de buen grado. Ayuda a remar, acompaña a los adultos en las salidas de caza o va con ellos a buscar leña. Pero sólo los niños de poca edad son llevados por los adultos a la pesca.
Los indios manifiestan ante los pequeños animales una ternura que llega a ser conmovedora. Antes de destruir una pollada de pájaros nuevos, contemplan sonriendo a los pequeños seres que pían estirando el cuello, que un instante después van a retorcer con la más perfecta indiferencia. A veces traen al campamento algún polluelo de ganso o de gaviota, una pequeña nutria o un pequeño coipu. Lo alimentan, lo acarician, se entretienen, se regocijan con su torpeza. Tienen una especie de ternura por los perros recién nacidos, y las mujeres llegan a darle el seno si su madre no basta para alimentarlos.
Manifestaciones estéticas. Las manifestaciones estéticas de los alacalufes son escasas. Ellos ignoran, actualmente, toda creación artística, por tosca o elemental que sea. Acaso no haya sido siempre así, pues en varios sitios arqueológicos, verosímilmente antiguos, que datan de 2.000 ó 3.000 años tal vez, se hallan algunos arpones gravados con finas incisiones geométricas. Estas formas de arte han desaparecido. En cuanto a las pinturas corporales que han subsistido por más largo tiempo, correspondían más a manifestaciones religiosas que a necesidades estéticas. Los alacalufes no son, sin embargo, indiferentes a las bellezas naturales, aunque no sean ya capaces de crear objetos bellos. Saben percibir la belleza de los colores de una puesta de sol, por ejemplo. La expresión verbal de los colores, sin embargo, es pobre, y está limitada al blanco (yerarya), al negro (semen), al rojo (keyero) y al azul (arka). Estas denominaciones van más allá de los colores: el negro significa también ofensa, era en otro tiempo el color de la guerra, y afseksta semen, significa "decir palabras ofensivas", "hablar negro". El azul, arka, significa también lo que está de pie, lo que se levanta, lo que esta lejos.
Los alacalufes sobresalen en la imitación de las actitudes de todos los animales. En este juego, son notables actores y saben expresar a la perfección el carácter más típico de un animal, desde la ballena al zorro, sin olvidar a los pájaros. Esta imitación de los animales forma el tema de la mayoría de sus cantos, que son pantomimas completas, pues no sólo se representan las actitudes por los movimientos correspondientes del cuerpo del actor, sino, además, por la descripción de esas actitudes que forman el texto de cada canto y que son subrayadas por una modulación de canto apropiada. Existía un gran número de tales cantos. Muchos han sido, ciertamente, olvidados, pero se recuperada todavía el tema de gran número de ellos, retazos de música, mímicas de circunstancias. Los alacalufes cantaban así a todos los animales de los archipiélagos, en cortas frases indefinidamente vueltas a tomar con ritmos diferentes[31] :
El huemul
(PENTAGRAMA)
-el fil- fil: este pájaro negro, de pecho blanco, con patas y largo pico rojos, rectilíneo, que se pasea con
paso un tanto solemne por las playas abandonadas por la marea: "Peyeycka, tiene un cuchillo que usa para comer". Y Peyeyeka es imitado por el cantor, que agacha la cabeza, simula el pico del pájaro poniéndose la mano extendida a la altura de la boca, imitando el movimiento de la cabeza del fil-fil en cada uno de sus pasos.
-Tereksat, el coipu, seguido por sus pequeños, va de una planta a otra en el pantano, coge una hierba con la manita, la saborea, la bota y elige otra: "Tereksat combina cortando la hierba con sus dientes para los pequeños". El propio ritmo del canto imita los movimientos de vaivén de las mandíbulas del tereksat, armadas con sus cuatro enormes incisivos[32] .
-Yasoep, el carancho, es un ave rapaz de gran talla que, para comer gusanos, "rasca con sus uñas, mientras combina, la arena de la playa a lo lejos, kwol, kwol, kwol". Aquí también el ritmo indica el movimiento rabioso de las patas del pájaro, y el canto termina imitando el grito que lanza girando la cabeza.
El carancho
(PENTAGRAMA)
-kuntcar, el zorro: "La piel del zorro es vieja: él endereza su cola que en otro tiempo estaba enrojecida".
El zorro
(PENTAGRAMA)
-Lahaltel, la nutria "que sigue su sendero, las patas separadas, por las ramas que lo rasmillan, aw, aw, aw". Existen aún muchos otros cantos: el del pingüino, cuyo grito es como una llamada; el de la foca, que berrea sobre sus roquerios; el de la rata, de la araña, de atayoesap, el ganso; el palpal, el loro. . . En los cantos mimados se insertan también el canto y la danza de las piedras de fuego. El danzarín, sujetando en las manos sus dos piedras las golpea una contra otra, puntuando cada sílaba con la percusión de las piedras y el movimiento de sus pies: "Yo danzo firme (lanzo lejos mis piernas) para que tú me des fuego".
El fuego
(PENTAGRAMA)
Se canta también la rojez del cielo en el poniente, que indica el fin del mal tiempo. Algunos de estos cantos son de invención reciente, como el del tabaco, que se ejecuta fingiendo presentar una pipa imaginaria a quien posee el tabaco. "Mi tabaco ha disminuido; dame algo para que yo no robe".
El tabaco
(PENTAGRAMA)
Los juegos y las distracciones. La existencia actual de los alacalufes es sombría y carece de relieve. La vida del grupo no tiene ya la homogeneidad ni la cohesión de antaño. El puesto de edén ha tratado de suministrarles una distracción, la más popular de Chile, la pelota. Cuando eran numerosos, agrupados en torno al puesto, casi todos los jóvenes jugaban a lanzar la pelota al campo contrario. Después de un período de excitación que se debió a la novedad del juego, la pelota cayó en el olvido y la indiferencia.
Los niños juegan poco: bajar corriendo la pendiente del talud, luchar a quien echa al otro a tierra, rodar sobre la pendiente o vagar en equipo por la playa, son las distracciones ordinarias. Por períodos, se asiste a juegos nuevos: por ejemplo, hacer bogar embarcaciones pequeñas de cortezas, lanzar sobre montones de tierra arpones en miniatura, confeccionados por los padres. Sólo las niñas construyen pequeñas cabañas en las cuales hacen fuego y cuecen mariscos. Imitando la división del trabajo de los padres, los niños cazan pájaros a pedradas o capturan pequeños roedores. Es probable que se traten estos casos de juegos auténticos. Todos estos juegos de niños son graves, apenas ruidosos. No hay gritos, ni carreras locas ni disputas. Los niños manifiestan ya la gravedad y la reserva que caracterizan la vida de los adultos.
Entre los grandes, no subsiste sino un juego tranquilo, que se practica ordinariamente en posición horizontal. Consiste en fingir que se amarra lo más rápido posible la canoa a uno de los postes de la choza y se juega por medio de juncos o de cabos de cuerda. A una señal dada, cada uno se amarra el dedo o la muñeca, que representan la canoa, a un poste de la choza. A la segunda señal, "desamarrad la canoa", se trata de deshacer rápidamente el nudo, y el que se atrasa en liberarse, pierde. El juego puede así durar horas.
Pero las risas y los juegos son escasos. La nota dominante del grupo es una vida silenciosa, que no implica, por lo demás, necesariamente la tristeza. Simplemente, las manifestaciones exteriores de alegría o de contentamiento, tanto como de dolor, son siempre mesuradas. Esta propensión natural explica tal vez el gran placer que los alacalufes experimentan con el uso del tabaco, que puede ser fumado lenta y tranquilamente en la choza, al lado del fuego.
El uso del tabaco no debe de remontarse a una época muy lejana. Hacia 1880, como lo advirtió Coppinger, cirujano del Alert, la adaptación de los indios del Canal Trinidad al tabaco debió de ser difícil. "Las mujeres truecan sus capas de pieles por paquetes de tabaco". Es difícil de comprender que esta gente conceda valor al tabaco, pues no sólo no poseen ninguna pipa indígena, en la cual puedan fumar, sino, además, en la medida en que podamos juzgar, nunca han disfrutado de ocasiones suficientes para hacer a este hábito agradable. Sin embargo, la expectativa del tabaco les procura, ciertamente, un gran placer. En el hecho, una o dos bocanadas les bastan para poner a un hombre en ese estado de molestia del corazón y aturdimiento, familiar a todo estudiante que hace su primera prueba con el tabaco".
Los alacalufes actuales piden tabaco sin cesar, pero son indiferentes a su calidad. No fuman sino en reposo, en la choza, o bien si están fuera en compañía de extraños. Pero el fumar no ha llegado a ser aún para ellos un gesto automático y soportan muy bien la privación de tabaco. Las mujeres son menos moderadas que los hombres. Mujeres u hombres sacan algunas bocanadas de un cigarrillo o de una pipa y los pasan después al vecino. Después de una o dos vueltas, si no está terminada, la apagan y guardan el resto para otra ocasión. Como los regalos de pipas son raros, los indios las fabrican ellos mismos, haciendo una buena imitación tallada, con cuchillo, en un pedazo de madera excavada con un alambre de hierro al rojo.
La organización social. Todo lo que se conoce de la vida antigua y actual de los alacalufes no evoca, a primera vista, ninguna sociedad muy estructurada. Es posible que esta última fase desorganizada de su vida no tenga mucha relación con las antiguas estructuras. No se puede casi hablar de sociedad al referirse a esta reunión artificial creada en Edén desde fuera, a esta agrupación que, junto con desaparecer, se desmembrar y rompe con la tradición. Un parte de los alacalufes no tiene otras relaciones con el grupo que el lenguaje y la pertenencia, pero no se sienten ligados a él. A pesar de todo, es posible que el despojos recogido acerca de la sociedad alacalufe no sean sólo el producto de la disgregación, sino también el reflejo fragmentario y a menudo incomprensible de una organización muy antigua.
La agrupación fundamental, la unidad básica del grupo, es la familia, en sentido estricto, cuyos lazos se fundan en la consanguinidad real, y cuya cohesión está asegurada por la subordinación de los miembros a la autoridad del jefe de familia que, por su vigor físico, impone su voluntad a su o sus mujeres, a su descendencia menor y a los ascendentes, que son puestos bajo su guardia. Actualmente, no hay por encima del jefe de familia ningún jefe de grupo y parece que ha sido siempre así. Hace cerca de dos siglos, en el diario de bitácora de la Santa María de la Cabeza, se señala que nada entre los indios "denota subordinación, comando o superioridad". Esta ausencia de jefe es igualmente mencionada por Darwin. El grupo actual está formado por la simple yuxtaposición de familias independientes. Ninguna autoridad viene a interponerse entre el grupo y las familias. A consecuencia de la cohabitación voluntaria o accidental de varias familias en un mismo lugar, se crean relaciones más o menos complejas, pero éstas son voluntariamente aceptadas y no impuestas. Por simple decisión de su jefe, cada familia puede recobrar su independencia cuando quiera ir a establecerse a otra parte.
La autoridad del jefe de familia se aplica directamente, sobre todo, a la mujer. La violencia es escasa, pero algunas veces estallan querellas y llueven los golpes por motivos tan insignificantes, como la pérdida de una aguja. Por el contrario, los hombres no parecen mostrar autoridad para impedir las infidelidades de sus mujeres con los loberos. Por lo demás, se las arreglan para obtener algunas compensaciones y están dispuestos a todo si la moneda de cambio es una botella de alcohol.
La autoridad incumbe al jefe de familia mientras conserva las fuerzas necesarias para las excursiones en canoa. En caso de vejez o enfermedad prolongada, se pone bajo la protección de uno de sus hijos o bajo la del algún otro grupo amigo. Algunos ancianos, muy fastidiosos, pueden ser puestos al margen por su grupo familiar, cuando son elementos de trastorno o de disputa, por ejemplo cuando sus gemidos o sus discursos durante sus insomnios impiden dormir a los demás, o cuando se hacen demasiado irritables. Se les construyen chozas aparte, suficientes para una sola persona. El viejo o la vieja expulsado del grupo puede, sin embargo, obtener leña o alimento de las personas con quienes vivía anteriormente. A veces alguna mujer, sobre todo una mujer soltera, si no puede entenderse con otra mujer de la choza, construye su propia vivienda, donde vive sola, por lo menos durante algún tiempo.
La vida familiar, tal como la sobrellevan los alacalufes actuales, no está ya regida -cosa que, por lo demás, se repite en la mayoría de los cactos de su existencia- ni por las creencias ni por la tradición. En lo que concierne al matrimonio, no queda ningún vestigio de las ceremonias que debían de existir en otro tiempo. Esta desaparición debe de ser de antigua data, y la memoria de los antiguos, que es la única fuente de informaciones sobre los restos de la vida tradicional del grupo, no ha conservado huellas. Durante el período 1946-48, la mayoría de las uniones entre jóvenes se ha efectuado, en el campamento de Edén o en el curso de largas excursiones de caza, sin ningún acto público. Las visitas del joven a la choza de los padres de la muchacha se transformaban, en un plazo más o menos largo, en cohabitación definitiva en esa misma choza, si el entendimiento con sus padres no presentaba dificultades. Tal era el caso más frecuente. El día en que surgía algún diferendo, o, bien, simplemente, por razones de convivencia personal, el marido llevaba a su mujer a la choza de sus propios padres. Muy raras veces, al comienzo de su unión, la pareja se separa de los grupos familiares. La vida entre dos es difícilmente practicable, mientras no hay niños en edad de proporcionar una ayuda eficaz a sus padres. En efecto, se necesitan varias personas para maniobrar la canoa. Por eso los nuevos cónyuges se unen a uno de sus grupos familiares o aun a un grupo extraño.
Una sola vez se efectuaron preparativos que podían parecerse a una ceremonia de matrimonio. El hecho no tenía ningún carácter público y concernía solamente al grupo familiar de la joven. Se trataba del matrimonio de un joven de 17 años y de una muchacha de más o menos la misma edad. Esta había vivido durante un tiempo con un grupo de loberos y había vuelto embarazada al campamento de Edén. Se instaló de nuevo en la choza de sus padres: su madre vivía con otro hombre, pero bajo el mismo techo que su antiguo marido. Desde la llegada de Kayekyo al campamento, Lucho comenzó sus asiduidades. Al cabo de algunos días, barrió completamente la choza de los padres de ella, puso en orden las pieles que cubrían el suelo, renovó la cama de ramajes de todos los ocupantes. Después de eso, se instaló definitivamente[33].
Lámina XV
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32. Canoas alacalufes. 33. Cobertura de la choza: pieles de focas, sacos, vestidos, planchas metálicas.
Lámina XVI
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34. La choza en la nieve. 35. Campamento alacalufe en un día de invierno.

En el estado actual de las cosas, el asentimiento de los padres de uno u otro cónyuge no es tomado en cuenta. El joven escoge él mismo a su mujer y trata de hacerse aceptar por la familia de ésta. Puede suceder, y el caso se produjo en varias oportunidades, que el joven rechace los avances de su pretendiente. En este caso, nadie trata de influir sobre su decisión ni de obligarla a aceptar. Ella es libre para elegir. Como en todos los actos de su existencia, desde la primera infancia, los niños son absolutamente libres y ninguna orden o coacción de los padres interviene en su vida, con un carácter absoluto que exija obediencia. Ciertamente, puede producirse una falta de entendimiento entre los suegros y la pareja. En este caso, la pareja resuelve la dificultad yéndose a vivir en otra parte o agregándose a otra familia no muy numerosa, o adoptando a algún aislado que no pida otra cosa que afiliarse a un grupo. Estos aislados son, en general, viudos o jóvenes que no han sido aceptados por las mujeres o alguna mujer abandonada por su marido. Existen, en el pequeño grupo de los últimos alacalufes, algunos abandonados, a quienes se denomina a menudo con el término español botado, adoptado en el vocabulario alacalufe, desdeñados por las mujeres o que no han sabido conservar la suya. Estos viven con una familia o con otra, y están siempre dispuestos a arreglárselas con alguna pareja que se halla en dificultades.
La estabilidad de las uniones es muy variable. A menudo, tras un período más o menos largo de vida común, las parejas se separan. Generalmente, es el hombre quien, hallando otra mujer a su gusto, se v a vivir con ella. Sucede que el marido de esta última, aunque frustrado, se preste a la transacción, y en este caso, todo pasa normalmente. La mujer abandonada y el marido bonachón cansado no tienen más que agregarse a algún grupo de su elección, si desean vivir solos, o actuar como mejor les parezca. Si, por el contrario, un hombre está profundamente amarrado a su mujer, se opondrá a su partida por todos los medios y estos pueden llegar hasta el asesinato del nuevo pretendiente demasiado audaz. Cuando una mujer no puede librarse de la tutela de su marido para seguir a otro hombre que desea vivir con ella, les queda a los dos cómplices el recurso de la fuga clandestina. Durante meses, no reaparecerán en el campamento, por precaución contra posibles represalias. Suele suceder, también, que un hombre, al cabo de cierto tiempo de vida común, abandone a su mujer y vuelva por su entera voluntad a la vida de soltero. Cuando hay separación, bajo cualquiera forma, los niños siguen con su madre.
Sin embargo, en el pequeño grupo de un centenar de personas que formaban el último de los campamentos alacalufes, la mayoría de las parejas de edad eran uniones estables, que a veces databan de varias decenas de años, lo no impedía, por lo demás, que se admitiesen algunas licencias pasajeras de una y de otra parte. a veces la mujer iba de visita a los campamentos de loberos y el hombre, si tenía la posibilidad, hallaba, por su lado, algunos consuelos. Mientras tales relaciones no fueran sino pasajeras, mientras no adquirieran el carácter de una fuga o no se prolongaran demasiado, no afectaban a la estabilidad de la pareja.
la edad del matrimonio se sitúa hacia los 15 ó 16 años para los muchachos y 13 ó 14 años para la mujeres, es decir, para los unos y los otros, un año después de la pubertad. Esta empieza entre los muchachos, en la medida en que nos pudimos dar cuenta, hacia los 14 años, tal vez un poco antes. Desde esta edad dejan de andar desnudos. Entre las muchachas, la pubertad tiene lugar hacia los 12 ó 13 años. Las relaciones sexuales empiezan muy pronto entre los muchachos, hacia los 14 años, y tienen, generalmente, como pareja a muchachas de más edad, pero nunca muy jóvenes. Estas últimas, mucho antes de la pubertad, han sido ya partenaires de los botados o de los hombres que han roto su matrimonio.
Aunque la homosexualidad no parezca habitual, hemos podido comprobar, sin embargo, varios casos de relaciones de hombres que han roto su matrimonio, con muchachos. El matrimonio y todas las relaciones sexuales entre hermanos y hermanas y primos hermanos, padres e hijos, probablemente en línea materna, tanto como en línea paterna, están prohibidos, pero el grupo era ya tan pequeño, que es imposible extraer conclusiones generales de las observaciones que se hicieron.
Por lo demás, todo lo que se relaciona con el matrimonio gira en un grupo minúsculo, en el cual, desde hace tiempo, las posibilidades de combinaciones son muy reducidas. En consecuencia, el estado actual de las cosas puede no corresponder a las instituciones del pasado.
Según lo que dicen los antiguos alacalufes, la poligamia parece haber sido la regla general, por lo menos en la medida en que tal estado de cosas era posible. Cada uno de los ancianos de Puerto Edén y sus ascendentes de la generación anterior, han tenido dos mujeres simultáneamente y tres en un solo caso. La poligamia era objeto de consideración, pero cierto número de hombres eran, por necesidad, monógamos y otros permanecían solteros. En 1946, la poligamia había desaparecido del grupo, espontáneamente, sin que este hecho se pueda imputar a la breve estada de dos semanas de un misionero en Edén. En 1953, la poligamia hizo una cierta reaparición en el grupo, pues se presentaron dos casos: uno era el de Lautaro Wellington, ex suboficial de aviación, que en su calidad de jefe se adjudicó tres mujeres, y el otro era el de una familia cuyo jefe recogió a la mujer de su hermano menor después de la muerte de este último.
La poligamia correspondía siempre a una cierta superioridad, fuerza física o habilidad, por ejemplo. Los polígamos de otro tiempo habían logrado imponerse en el grupo. Todavía se habla de ellos con admiración, designándolos, no por su nombre indio, sino por el nombre que les habían dado los blancos, Santiago Grande, por ejemplo. En cambio, la situación del botado, el que nunca logró tener o conservar mujer, correspondía a los más enclenques, a los enfermos, a los torpes. Entre ellas, las mujeres se burlan de estos hombres pero con una especie de conmiseración. El ocupa, ciertamente, su lugar en el grupo, pero reducido y sin prestigio. Su estado deficiente es para él un estigma del que ni siquiera trata de librarse. Acepta su estado de inferioridad y se satisface de su condición menor. Por lo demás, los otros lo dejan tranquilo. Ocupa su sitio en una choza, sea con sus padres, de edad avanzada, al lado de los cuales sigue como un niño, o bien se las arregla con algún matrimonio de su conveniencia que le ofrezca hospitalidad y en cuya vida participa, pero sin autoridad ninguna.
El matrimonio confiere al hombre un estatuto social nuevo que lo libera de la sujeción a sus padres. En adelante tiene la posibilidad de vivir independiente, es decir, de tener su propia canoa, de adoptar decisiones de partida y de campamento cuando le parezca. Si lo desea puede vivir por un tiempo con otra familia, con sus padres o con los de su mujer, junto con conservar su libertad, mientras se construye su canoa. La posesión de la canoa confiere al individuo su independencia absoluta, mucho más que la construcción de la choza personal. La joven pareja puede vivir con cualquiera de su elección que consienta en albergarla, con tal que aporte su contribución de cueros de foca para cubrir la choza. Si ésta es insuficiente para albergar a dos nuevos ocupantes, la agrandan. El día en que los nuevos ocupantes deciden hacerse a la mar, vuelven a tomar sus pieles, las ponen en su canoa para el próximo campamento y los que se quedan reducen las dimensiones de la choza, de modo que sus propias pieles bastan para recubrirla. Pero, mientras no haya logrado construir su canoa, el recién casado se pone, necesariamente, bajo la tutela de otro jefe de familia. La construcción de la canoa y de la choza personales se acompaña, necesariamente, de la adquisición de perros.
El tchas. En los archipiélagos, el conflicto del hombre y su ambiente es, por cierto, más arduo que en muchos otros sitios del mundo. El indio de los canales extrae de este medio la totalidad de su subsistencia, según un modo que le es propio y es bien evidente que el conocimiento que el blanco puede tener de ese medio, aun cuando lo conozca perfectamente, es muy diverso al de los indios. Por lo demás, para el indio el conocimiento de su ambiente incluye una especie de personalización de los elementos de ese medio. los guijarros de la playa no son simples pedruscos, sino algo que no puede mover a voluntad, o mezclar a otros elementos, tales como el fuego, sin arriesgar los castigos de Ayayema. El peligro de los vastos pantanos, que es preciso atravesar para ir a cazar huemules en la montaña no reside en el hecho de que se trate de un terreno inestable que puede hundirse bajo el peso de un hombre, lo que, con un poco de habilidad, se puede evitar fácilmente, sino en la presencia de espíritus subterráneos, de los cuales no es posible defenderse. El medio está mucho más directamente ligado al hombre y su conocimiento es mucho más complejo que lo que se puede imaginar desde fuera. el indio vive allí en una participación más total que cualquier otro ser extranjero a los mismos lugares. Las ocasiones de defenderse contra el medio son mucho más complejas y ramificadas que lo exigiría la simple búsqueda de subsistencia.
En este género la sociedad en que la división del trabajo, excepto la división sexual, prácticamente no existe, y en que el saber vital del grupo es exactamente igual al saber del individuo, la existencia de éste depende mucho más del ambiente que de los otros hombres. En teoría, las únicas relaciones sociales obligatorias existen en el interior de la familia. En el hecho, ellas son reforzadas, durante la cohabitación espontánea en un mismo lugar, por una serie de trueques, sea bajo forma de cooperación que une las fuerzas físicas de varios individuos para un trabajo, sea bajo la forma de l transmisión de individuo a individuo de objetos materiales, como alimentos
o vestidos, sea todavía por el libre uso de lo que pertenece al vecino, especie de fondo común de los medios de subsistencia, para la duración del vínculo territorial que se forma entre varias familias. Aislada de nuevo, cada familia recupera su independencia y no conserva sino sus relaciones, obligaciones y dependencias hacia el ambiente.
Existe en el interior del grupo, y de una manera más precisa, entre las diferentes familias que acampan en un mismo lugar, una serie de ofrendas, llamadas tchas, a las cuales cada uno se somete espontáneamente. Se ofrece, se da (tal es la traducción de la palabra tchas, ofrenda, dádiva, intercambio), aunque no háyanla que esperar en trueque por el momento. Se trata, ante todo, de un acto gratuito, un acto de correspondencia, de participación entre los individuos o las familias del grupo del momento. Por ejemplo, el alimento es repartido entre todas las familias del grupo sin que el que lo proporciona sea objeto de un reconocimiento especial por el esfuerzo o el trabajo que le ha costado. Es el tchas colectivo, al cual cada uno, según las circunstancias, se somete libremente y que admite por beneficiarios a todos los miembros del grupo provisional. Ya Darwin había señalado este espíritu de participación: "Cuando se da a uno de ellos un pedazo de tela, la despedaza, para que cada uno tenga su parte".
Existe también un tchas individual, trueque o regalo, de individuo a individuo, sin reciprocidad inmediata, ni aun necesariamente intercambio posterior de valor igual con la persona que ha hecho el regalo. El beneficiario no está obligado a una dádiva equivalente hacia quien lo ha gratificado ni hacia alguna otra persona del grupo. No existe plazo fijo para cumplir con la reciprocidad de un tchas. Basta que cada uno se integre en el ciclo de los cambios en el interior del grupo, corresponda en la medida de su elección con otro y de algún modo acepte participar en la vida del grupo. El tchas se manifiesta también por lo que se podría llamar el espíritu de visita y se halla en la base de un continuo ir y venir de unos y otros durante el día, cuando se dirigen a las chozas vecinas para charlar, comer y dormir. Bajo esta forma, ahora un poco tosca, parece cierto que el tchas es el vestigio de una institución que en otro tiempo era mucho más importante[34] .
La vida de relación entre alacalufes y chilotes no presenta ninguna dificultad particular. Por su género de vida, los dos grupos están muy cerca. Los chilotes se sienten más próximos a los indios que a los blancos. Los loberos entran casi en el círculo del tchas y suele ocurrir que los indios les lleven espontáneamente mariscos o les proporcionen leña para su campamento. Pero se producen también a menudo verdaderos intercambios, en los cuales los alacalufes desempeñan con frecuencia el papel de víctimas. Los chilotes saben a las mil maravillas hacer espejear ante los ojos de los indios ciertas posibilidades de trueque, un fusil viejo corroído por el agua de mar o harina, contra pieles de nutria o de foca. A veces el negocio es exorbitante: veinte pieles de nutria contra un fusil viejo fuera de uso y para el cual no es posible obtener municiones. Los alacalufes se preocupan poco de la contraparte, con tal de tener una satisfacción.
Las relaciones con los blancos son de muy otra naturaleza. No son más que una simple yuxtaposición y no implican ninguna participación real. El indio se coloca momentáneamente bajo la dependencia del blanco, hasta que haya obtenido de él lo que desea, o de una manera de aprovechar lo que él dejará a su partida. Pero su primera actitud es la desconfianza y su intención más nítida es siempre recobrar su independencia apenas haya alcanzado el fin que persigue.
Las ocasiones de tráfico con los blancos son bastante limitadas, pues éstos frecuentan poco los archipiélagos. Fuera de los pasajeros y de las tripulaciones de los barcos que hacen escala en Puerto Edén, esta posibilidad es prácticamente nula. Desde hace ya mucho tiempo las mujeres preparan por adelantado una cantidad de pequeños canastos de juncos, que regalarán como recuerdo a los pasajeros a cambio de cigarrillos, vestidos y aún rouge para los labios. Bruscamente, hacia 1947, apareció una nueva moda, la de botellas recubiertas con cestería de juncos. Es probable que no nos hallemos ante una innovación espontánea, sino ante la respuesta a un encargo y a explicaciones y botellas suministradas por los marinos. La moda de las botellas no tuvo sino un tiempo, pues los pasajeros prefirieron los pequeños canastos que tenían un aspecto de recuerdos indios más auténticos y más personales. En 1953, las botellas rodeadas de cestería habían desaparecido completamente, pero fueron reemplazadas por minúsculas canoas de cortezas, aproximadamente de las mismas formas y dimensiones que los que los yaganes ofrecen a los viajeros del Canal Beagle, pero de un trabajo mucho más ordinario. Trátese de cestas, botellas o canoas en miniatura, son las mujeres quienes se encargan de la confección y del comercio a bordo. Los hombres se presentan con las manos vacías. Las mujeres, en espera de la próxima visita de un barco tienen también una pequeña provisión de mariscos que les servirán como moneda de cambio.
En 1948, el uso del dinero era aún ignorado de los alacalufes. En cambio, en 1953, los hombres pedían claramente dinero o alcohol, a cambio de pieles de nutria o de foca. Estas proposiciones eran clandestinas y se hacían en los pasadizos del buque o en los puestos de la tripulación, y con marinos muchas veces encontrados antes. Los loberos fueron los instigadores de este nuevo sistema de cambio. Ellos actúan a veces como intermediarios en favor de los indios o controlan el producto de la venta. Como el negocio de los chilotes, desconfiados por naturaleza, está siempre rodeado de misterio, los alacalufes jóvenes actúan del mismo modo.

[27] Los relatos de Weddell son a veces difíciles de localizar y pueden relatar hechos que han pasado tanto entre los alacalufes
[28] La misma acusación de antropofagia es mencionada como probable en una obra poco conocida del P. Sánchez Labrador (Ed. Viau y Zona, Buenos Aires, 1936), fechada en 1772. Ella habría sido la causa de la ruina de las dos colonias españolas de Sarmiento en el Estrecho.
[29] Capitán JUAN JOSÉ LATORRE: Exploraciones de las aguas del Skyring y de la parte austral de la Patagonia. (Dic. 1878
[30] Textual: el resto del discurso es prácticamente textual.
[31] Los alacalufes cantan lentamente, siempre a media voz y con un timbre rasgado. Alguien comienza a cantar primero. Los asistentes se unen poco a poco al cantor: el ritmo se hace entonces más rápido. Todos los cantos conocidos se caracterizan por una acentuación muy fuerte en las sílabas, todas bien cortadas, por grandes contrastes de intensidad y por notas ornamentales.
[32] La palabra kariesré, que designa a los cuatro incisivos cortantes y curvos del coipu, se aplica por analogía para designar el hacha de metal.
[33] Los dos jóvenes murieron dos años después: Kayekyo de un ictus hemipléjico y Lucho a consecuencia de una breve enfermedad acerca de la cual no pudimos obtener noticias. En 1948, Lucho había sido enviado a Santiago a hacer el servicio militar. Murió poco después de volver a Edén.
[34] Institución ciertamente muy antigua, que se prolongó, intacta cerca de tres siglos. El filibustero Jean de la Guilbaudiere, náufrago durante alguno meses probablemente en el archipiélago de la Reina Adelaida, cuenta que en las chozas de los indiosel de más edad reparte los mariscos cocidos y "cuando han matado algún animal o pájaro o pescado peces y mariscos, se lo reparten entre todas las familias, teniendo nosotros la ventaja de que no tienen casi nada sino en común en lo que concierne a la subsistencia".
Cf. GABRIEL MARCEL: Les Fuégiens a la fin du xvii siécle; Congres Internacional des Américanistes. C.R. 8ª sesión, Paris, 1890, p.485.