Capítulo
Séptimo
El
mundo y las relaciones humanas
Las
nociones objetivas sobre la vida material de un grupo humano son relativamente
fáciles de obtener. Sea que la vida material de los alacalufes actuales
conserve ciertos vínculos con la tradición, sea que haya sido
modificada por el contacto con formas superiores de cultura, para establecer su
inventario completo basta observar sus gestos, su destino y su eficiencia. Los
hechos se presentan por sí mismos. Llegado el caso, podrían aun
ser suscitados, sin que su valor se afectara por ello. La descripción de
técnicas, tan simples y tan reducidas en número, en un grupo poco
evolucionado, como el de los alacalufes, no exige criterios especiales y es
difícil que contenga errores. Cuando es imposible observar tal o cual
técnica, los resultados de la investigación no presentarán
sino una laguna, sin perjudicar a las otras observaciones. Con un mínimo
de conocimientos del lenguaje, una observación profunda originada de una
prolongada frecuentación, en caso necesario con informantes bien
escogidos, se pueden reunir los elementos de un saber completo y objetivo de las
técnicas del grupo alacalufe.
Mientras
los hechos estén ligados a la materia, las probabilidades de error, en la
reconstitución de técnicas que no están ya en uso, son
mínimas. En efecto, el número de hipótesis plausibles sobre
la destinación de ciertos gestos, el empleo de ciertas materias, es
reducido: los documentos de segunda mano y el uso de la encuesta por
interrogatorio siguen siendo válidos o, por lo menos, su verosimilitud es
fácilmente verificable. Por lo demás, puesto que existe un fin
técnico realizable, nada se opone a la reconstitución o a la
experimentación. Pero estos hechos materiales por sí solos no
bastan para constituir una civilización.
Las dificultades por vencer son
mucho más grandes y los resultados más inciertos, cuando se trata
de observaciones que se refieren a una vida mental profundamente modificada por
aportes nuevos, a hechos religiosos y sociales caídos en desuso o
relegados, apenas comprendidos o tan tenues, en el fondo de la memoria de unos
hombres cuya vida está, a la vez, en plena transformación y cerca
de su fin. En caso semejante, se peligroso pedir a los indios que reproduzcan
una ceremonia o gestos de otro tiempo. El resultado de tales experiencias debe
ser considerado como nulo si no se le aplican las reglas de una crítica
estricta. Es bien fácil guiar una ceremonia y suscitar reacciones que se
registran en seguida como auténticas. En todo lo que se refiere a la vida
mental, es preferible eliminar las narraciones de segunda mano, y los
interrogatorios son, a lo sumo, utilizables para conocerla existencia o las
grandes líneas de un hecho, pero de nada valen en cuanto a los detalles.
El único lote de documentos valiosos es suministrado por la
conversación espontánea y la experiencia directa, por un
conocimiento en profundidad, aun cuando, al fin de cuentas, los resultados
obtenidos presenten más lagunas que adquisiciones.
En los dos capítulos que
siguen, vamos a pasar revista a lo que subsiste, en forma accesible al
observador, de la mentalidad, la organización social y los
fenómenos religiosos de la antigua cultura alacalufe. Aunque la sociedad
actual, formada por los alacalufes en declinación, haya perdido casi
todas sus instituciones tradicionales, existen supervivencias en una forma u
otra. Los hechos observados tienen, pues, una doble pertenencia: en cierta
medida, a la tradición: a fenómenos de transculturación o,
más simplemente, de disgregación, por otra parte, y no es simple
fácil distinguir una cosa de otra. Esto es tanto más
difícil cuando los datos antiguos no tiene ya a los ojos de los
interesados ningún sentido: son inorgánicos. Los indios
continúan viviendo de ellos, pero todo vínculo racional entre los
actos y las creencia, completas o fragmentarias, ha desaparecido
irremediablemente de su espíritu. Lejos de constituirse sobre bases
diferentes, la vida étnica de los alacalufes se ha desintegrado desde
hace tiempo.
1. Observaciones de los
navegantes
¿Cuáles
son los rasgos de la psicología primitiva de los alacalufes antes de sus
contactos de última hora con los blancos? Es casi cierto que nunca
sabremos nada de ello, pues los navegantes que vieron a los indios de los
archipiélagos, viviendo a menudo meses enteros a su lado, o no prestaron
jamás atención al problema, o, cosa que se produjo a partir del
siglo XVIII, consideraron a estos salvajes bajo un ángulo particular. Su
opinión se expresa siempre de la misma manera: los indios son salvajes,
repugnantes, que apenas pueden ser distinguidos de los animales. Las opiniones
de Darwin y de algunos otros sabios no revelan tampoco la actitud serena del
hombre de ciencia, aunque ellos mismos lo fueran. Por otra parte, los indios
actuales no están ya ligados a su vida de otro tiempo. Ya no poseen la
personalidad que se había formado libremente en el curso de siglos de
vida aislada. El contacto con los blancos ha determinado un corte irreversible
con el pasado. Aun aquellos alacalufes que no acepten el estado de cosa actual
sino con reticencia, han perdido el vínculo que los unía a su vida
étnica y, en consecuencia, su mentalidad, su vida psicológica,
tienen poca relación, o relaciones muy débiles, con la vida de sus
antepasados, que fueron conocidos por los navegantes del Estrecho y los
archipiélagos.
Los
fueguinos, tanto yaganes como alacalufes, merecían ciertamente el
título de salvajes que se les atribuía, no sólo por su
aspecto, sino también por su conducta. "Salvajes y sin razón",
según el decir de Ladrillero, mostraron ante las primeras tripulaciones
una agresividad feroz, que da que pensar, por otra parte, que hubo acaso
provocaciones frecuentes de parte de los blancos. La tripulación
holandesa de Simón de Cordes y de Sebald de Weert (1598-99) fue acogida
con una granizada de piedras. Los holandeses respondieron y mataron a 4 ó
5 "salvajes". Pero estos últimos no se quedaron tranquilos. Como algunos
marineros se apartaron del grupo, los atacaron inopinadamente y mataron a tres,
a quienes sus compañeros enterraron en el mismo sitio. Los "salvajes" los
sacaron de su sepultura, se encarnizaron con los cadáveres, los
atravesaron a flechazos, les aplastaron la cabeza a golpes de maza, los
mutilaron, y, aun, se llevaron un cuerpo, que nunca más fue encontrado.
Mas, en general, durante las
primeras décadas que siguieron al descubrimiento del Estrecho, los indios
huían a la vista de un buque, abandonando sus canoas y sus chozas para
ocultarse en el bosque. Sarmiento (1579-1584) cuenta que, habiéndolos
hallado en el mar, debió usar la astucia para acercárseles y
ofrecerles perlas, cascabeles y peines. Esta clase de cebos era frecuentemente
empleada por los navegantes de los archipiélagos y, mientras se
distribuían menudos regalos, capturaban prestamente a algunos de los
indios y lo llevaban a bordo, donde tenían la esperanza de usarlo como
intérpretes. A menudo el cautivo, cuyo espanto debía no conocer
límites, recargado con vestiduras extrañas y de un hedor
insoportable, sabía esperar el momento en que podía engañar
la vigilancia de que era objeto, se arrojaba al agua y lograba distanciarse de
sus perseguidores, más diestro que ellos en el caminar sobre las rocas o
en internarse en la selva virgen.
Inversamente, los indios usaban a
veces astucias para sorprender a las tripulaciones. Ladrillero, náufrago
por varios meses en el Canal Picton, con toda su gente, debió mantenerse
constantemente alerta. Lo que podían conseguir por la fuerza, los indios
trataban de obtenerlo por vías indirectas. "Nos llegaban canoas con
indios a los cuales dábamos mantas y otras cosas, a cambio de las cuales
nos daban mariscos y aves marinas. Pero, cuando creían que
estábamos sin desconfianza hacia ellos, simulaban partir, y cuando
estaban fuera de nuestra vista, saltaban a tierra y venían a quitarnos
las piezas (servidores de color a bordo de las naves españolas) que
lavaban la ropa en un arroyo. Era imposible apoderarse de estos indios, pues era
difícil agarrar su piel impregnada de aceite, y, cuando se los
cogía por su vestidura de cuero, lo dejaban en manos de los perseguidores
y escapaban desnudos".
Un
día, Cavendish (1587 - 1592), que acababa de recoger al único
sobreviviente de Puerto de Hambre, que consintió en embarcarse en un
buque herético, iba con algunos marineros a renovar su provisión
de agua en un río del Estrecho. Los indios simpatizaron con ellos, les
regalaron una pieza de caza y con su actitud trataron de comprometerlos a venir
al mismo sitio al día siguiente. Los ingleses volvieron y, si no hubieran
contado con la experiencia del sobreviviente español, que estaba al
corriente de las emboscadas de los indios, se habrían hecho cercar y
masacrar. Abrieron a tiempo un fuego nutrido de arcabuces y obligaron a los
indios a huir a través del bosque, abandonando unas veinte canoas que
Cavendish quemó, y un refugio, bajo el cual encontraron toda una reserva
de armas de metal quitadas a los españoles en la ciudad arruinada de Rey
Felipe.
Otras veces los indios
sabían permanecer en buena inteligencia con los intrusos. La
tripulación de Spilbergen (1614 - 1618) pasó una semana en el
Estrecho " con una grupo de indios que vivía allí,
haciéndose mutuamente regalos, como cuchillos y vino de España,
que los naturales encontraban muy bueno". A cambio de eso, los holandeses
recibían collares y diversas provisiones. Pero ocho días
después, cuando el barco volvió al mismo sitio y unos marineros
bajaron a cazar a tierra, los naturales hicieron irrupción y mataron a
dos hombres.
A veces, pero tal
vez mucho más tarde, hacia fines del siglo XVIII, los indios
parecían francamente pacíficos frente a los extranjeros. Lo eran
también entre ellos, según parece. "Las disputas, manifestaciones
de cólera o de venganza no parecen existir", según el autor de la
relación de viaje de la Santa María de la Cabeza (1785 - 1786).
Este, a pesar de una larga permanencia entre los indios del Estrecho, a caso no
pudo observar la vida íntima del grupo, aún con todo el deseo que
tenía de hacerlo. Sin embargo, el hecho sigue siendo posible. Los
alacalufes actuales son bastante pacíficos entre sí y las escenas
de violencia no existen sino con ciertos motivos determinados.
Sería, sin duda,
injustificado considerar como característica de los alacalufes de los
siglos pasados esos actos de violencia, de traición y de astucia, con los
cuales se enfrentaban a grupos más poderosos que ellos. A menudo
acogieron de este modo a los blancos que desembarcaban en otras comarcas. Se
trata de una reacción muy general que no expresa sino la defensa y el
miedo. Los intrusos que, insólitamente, con el intervalo de una o dos
generaciones humanas, venían a turbar la quietud de los
archipiélagos, eran, tal vez, a los ojos de los indios seres de tal modo
diferentes, que no correspondían a su noción de hombre, a la
noción que enemigos de razas vecinas que tienen que combatirse tienen
unos de otros. Es posible también que la piel descolorada de los europeos
les haya inspirado una especie de repugnancia incoercible. Esta sensibilidad al
color de la piel se ha manifestado, aunque en sentido inverso, un día de
1947: los alacalufes de Edén fueron presa de un pánico
súbito a la vista de la tripulación hindú de un barco
británico. El sentimiento de hospitalidad natural espontánea que
pueden mostrar ciertos pueblos, es el producto de largos siglos de cultura.
Entre los demás rasgos de
carácter que resaltan de las relaciones de viaje, es muchas veces citada
la protección celosa de los indios con respecto a sus mujeres, celos que
no podían los marinos dejar de observar. Casi siempre eran los hombres
solos, o acompañados por niños, quienes subían a bordo,
como si estuvieran solos en el mundo. Por cierto, apenas advertían un
barco a lo lejos, las mujeres se eclipsaban sin dejar huellas, en el bosque o en
las rocas, tal vez con los perros. Aun actualmente no les gusta ser sorprendidas
cuando están solas en la pesca. Cuando un buque entraba en una
bahía donde los indios estaban ya instalados, las mujeres se retiraban a
una sola choza para estar al reparo y mejor defendidas en caso de necesidad. Los
marinos de Bougainville (1766) excitaron en los indios un vivo descontento,
tratando de ver lo que pasaba en la choza en que se habían amontonado
todas las mujeres del grupo. Sin embargo, los indios invitaron a los franceses a
venir a las otras chozas, "donde ofrecieron a esos señores choros que
ellos chupaban antes de regalarlos".
Wallis
(1766 - 1768) cuenta un episodio análogo. Mientras unos indios estaban a
bordo, echaron al agua una chalupa del barco, para ir a la playa a buscar la
provisión de agua y leña. Algunos indios habían permanecido
en sus canoas: "éstos mantuvieron los ojos fijos en la chalupa, mientras
la echaban al agua y, desde el momento en que se alejó del barco,
llamaron con grandes gritos a los que estaban a bordo. Estos, vivamente
alarmados, saltaron con prisa a sus canoas después de haber echo bajar a
sus hijos y se alejaron sin haber pronunciado una sola palabra. Nadie
podía adivinar la causa de una emoción tan repentina. Los indios
remaban detrás de la chalupa lanzando grandes gritos, mostrando un
trastorno y espanto extraordinario. La chalupa era más rápida que
la canoa. Cuando llegó a la orilla, los marinos divisaron a algunas
mujeres que recogían mariscos en las rocas. Todo el misterio se
explicaba: los indios temían que estos extranjeros atentaran por la
fuerza o por la seducción a los derechos de los maridos, de los cuales
parecían mucho más celosos que los habitantes de muchos otros
países, en apariencia menos salvajes y menos groseros que éstos.
Para tranquilizarlos, los marinos permanecieron en la chalupa sin remar y se
dejaron pasar por las canoas. Por su lado, los indios no paraban de gritar para
hacerse oír de sus mujeres hasta el instante que ellas mismas se
alarmaron y desaparecieron de la vista. Apenas los maridos estuvieron en tierra,
dejaron sus canoas en la playa y siguieron a sus mujeres con la mayor
celeridad".
El comportamiento de
los indios a la vista de un buque y de todo lo que a bordo podía suscitar
su asombro, ha sido relatado en varias oportunidades. Las descripciones que de
ellos tenemos podían datar de nuestros días. Podrían
presentarles las cosas más extraordinarias con el fin de asombrarlos y,
sobre todo, de gozar con su asombro, y los indios se quedaban impávidos.
Como en nuestros días, sin duda debían sonreír, murmurando
algo entre dientes. Si los marinos los hubieran comprendidos, se habrían
dado cuenta que lo que ellos manifestaban no tenía la menor
relación con lo que les era presentado. Cuando los dejaban solos, su
admiración iba a cosas mucho más simples, como espejos o ropas.
"Cuando pusieron allí los ojos por primera vez, se volvieron de
inmediato, mirándonos primero y mirándose entre ellos. Volvieron a
mirar, bruscamente y como por sorpresa, volviéndose como antes.
Después de lo cual iban a mirar detrás del espejo, con aire de
urgencia. Cuando se familiarizaron por grados con este objeto, sonreían
ante el espejo y, viendo sonreír a la imagen, manifestaban su
alegría con grandes carcajadas. Parecieron, sin embargo, dejar lo que
habían visto con la más completa indiferencia. Al parecer, lo poco
que poseían bastaba a sus deseos" (Wallis, 1766).
Refiriéndose a lo mismo
Bougainville agrega a sus observaciones consideraciones filosóficas
propias de su época. Colma a estos "salvaje" de todas las atenciones que
pueda ofrecerles a bordo, y trata también, sin éxito, de
asombrarlos, "pero no manifiestan ninguna sorpresa, ni a la vista de los buques,
ni ante los objetos diversos que ofrecían a sus miradas. Ocurre, sin
duda, que, para sorprenderse ante las obras de arte, es preciso tener algunas
ideas elementales sobre ellas. Estos hombres brutos trataban a las obras
maestras de la industria humana tal como trataban a las leyes de la naturaleza y
sus fenómenos".
A veces
los indios ponían toda su buena voluntad en ayudar a los europeos que, en
el siglo XVIII, les manifestaron un cierto respeto que los navegantes no
habían guardado hacia ellos 200 años antes. Byron, en su segundo
viaje (1765), aunque siempre distante, va a tierra sólo con alguno de sus
oficiales, para no asustar a los indios. A cambio de algunos abalorios, cintas,
etc., que los encantaba, los indios ofrecían moluscos y bayas. Como los
marinos de Byron se pusieron espontáneamente a cortar pasto para los
últimos corderos de a bordo, los indios se pusieron
espontáneamente a ayudarlos y en pocos instantes el bote estuvo lleno.
Sin duda, antes de Byron,
ningún alacalufe oyó nunca ningún instrumento musical. Un
oficial del Dolfin les tocó el violín y algunos marineros
danzaron. Los indios estaban maravillados ante ese espectáculo. Uno de
ellos bajo rápidamente a su canoa y volvió a subir con un
pequeño saco que contenía grasa roja, con la que frotó la
cara del tocador de violín e insistió para hacer otro tanto en el
rostro del propio Byron. En muchas circunstancias, los indios marcaban su
preferencia por el color rojo de sus vestidos, hecho que fue señalado por
Wood y por Frézier. A pesar de la amistad demostrativa que a veces los
europeos les manifestaban, los indios, sin embargo, continuaban la mayor parte
del tiempo en actitud desafiante. Estas demostraciones les parecían
más bien sospechosas. Ante de subir a bordo de la Jane de Weddell
(1823)
, conversaron interminablemente con mucha vivacidad a unas diez brazas de la
nave, y dieron una vuelta de ella ante de decidirse a abordarla. "Como
había mujeres en la canoa, probablemente la seguridad de estas
últimas era lo que motivaba tales conciliábulos. Finalmente los
hombre subieron a bordo y las mujeres se quedaron en la canoa". "Los hombres
mostraron asombro ante todo lo que veían, y las obras de hierro llamaban
su atención más que cualquier otra cosa. Una olla de
fundición de 200 galones los sorprendió hasta el punto de que no
se atrevían a acercárseles. Al ver su predilección por este
metal y como tenía a bordo una cantidad de aros de hierro, di uno cada
uno, con lo cual se sintieron plenamente satisfechos y, apenas recibieron estos
presentes, nos dejaron y volvieron a su wigwam".
Los
indios aprendieron rápidamente, si es que antes no la conocían la
noción del tráfico. "A cambio de ciertas herramientas de su
fabricación, cuenta aún Weddell, pedían cosas brillantes,
como botones, pero los pedazos de aros de hierro eran los objetos particulares
de su estimación". La propensión de los alacalufes por el robo era
también muy grande y su habilidad para apoderarse de un objeto era sin
igual, cualquiera que fuese la vigilancia que ejerciera sobre ellos. A penas
había pasado un día desde que Weddell les distribuyó
zunchos de hierro, fueron a buscar a otro grupo de indios para venir a visitar
el Beaufroy, donde los trataban tan bien. Sin que los marinos se dieran cuenta,
desguarnecieron a un barril de sus zunchos y hurtaron una pesada clavija de
ensamblaje. Weddell señala también en sus relatos, observaciones y
experiencias, que habían en la tribu un bello adolescente de 14
años, a quien le habría gustado dejar con ellos, pero, a penas
él comprendió este deseo, volvió a su canoa y nada pudo
persuadirlo a regresar otra vez al barco.
Uno de los latrocinios cometidos
a bordo del Beaufroy muestra cuan grande era el poder de imitación de los
indios. "Un marinero había dado a un fueguino una olla de hojalata llena
de café, que él bebió, y en seguida puso en práctica
todo su arte para sustraer la olla. Como el marinero recordaba que la olla no
había sido devuelta, la reclamó, mas, dijera lo que fuese, todas
las palabras que empleaba eran repetidas con una perfecta imitación por
el fueguino. El marinero se impacientó al ver sus demandas exactamente
copiadas y, tomando una actitud amenazante, le dijo con cólera:
"Pícaro, color de cobre, ¿dónde está mi olla de
lata?". La imitación era tan perfecta que todos se pusieron a
reír, excepto el marinero, que se puso a registrar al indio y le
halló bajo el brazo lo que le pedía. Algunos días
más tarde, Weddell vio a los indios dejar su campamento con una
discreción anormal y sospechosa, bordeando la costa sin una voz y sin un
ruido. Tenía alguna razón para sospechar que, a pesar de la
vigilancia, se habrían robado algún objeto de a bordo.
Lanzó tras ellos una chalupa. Al ver aquello, los indios remaron con
todas sus fuerzas, pero fueron pronto alcanzados y, todos corridos, se
aprestaron al registro. Para su gran sorpresa, Weddell, en lugar de castigarlos,
dio a cada uno de los hombres un pedazo de aro de hierro y a las mujeres una
moneda nueva con un hoyo al medio para llevarla a modo de medalla.
Hasta este momento de su relato,
Weddell se limitaba a observar. Desgraciadamente, el interés es distinto
cuando quiso experimentar. La experiencia que realizó, absurda en
sí misma, es curiosa, sin embargo, por las reacciones que suscitó.
Weddell reunió a los indios en torno suyo y les leyó un
capítulo de la Biblia "haciendo, al mismo tiempo, signos de muerte y
resurrección y de invocación al cielo. No me probaron por
ningún signo que comprendieran lo que yo quería hacerles entender;
mas, como yo leía haciendo los gestos, me imitaron, siguiendo la lectura
con un ruido confuso de voces, bajando y elevando el tono, según mi
ejemplo. Sin embargo, durante este tiempo, estaban profundamente atentos y me
miraban fijamente con marcas visibles de asombro. Uno de ellos apoyó su
oreja en el libro y otro mostró el deseo de llevárselo a su
canoa".
No
se necesitó de mucho, sin embargo, para romper esa armonía. Un
indio particularmente astuto había logrado subir al palo mayor y se
dedicaba a arrancar los fierros. Weddell le intimó la orden de bajar. El
indio no consintió en ello sino bajo la amenaza de la pistola apuntando
sobre él para asustarlo. Bajó por fin, con expresión de
cólera en el rostro. Apenas hubo tocado el puente, recogió un
tornillo y lo arrojo a la cara del capitán. Weddell lo amenazo de nuevo
con su arma. Esta vez, toda la tropa de indios se apelotonó en la proa
del barco, profiriendo gritos de espanto. Este malentendido había roto
para siempre la armonía. Weddell trató de hacer paces, pero los
indios se retiraron a su campamento mucho más temprano que de costumbre.
Al otro día, toda una tropa de indios, 40 ó 50, hizo
irrupción a bordo, amenazado a la tripulación, con el designio
visible de apoderarse de la nave. Pero retrocedieron ante la sola presencia de
Weddell y se mantuvieron tranquilos. Otra cosa habría sucedido si la
tripulación misma se hubiera aterrorizado ante la amenaza y hubiera
tratado de rechazar a los indios. Ante la expresión de la fuerza, ellos
volvieron, por lo menos aparentemente, a una actitud inofensiva.
Hacia
la misma época, los indios que veían los capitanes Fitz Roy y
Parker King (1826-1836), en el Estrecho y los archipiélagos,
parecían más familiarizados aún con los blancos. Los buques
que pasaban por esa zona eran, sin embargo, muy escasos. Diez, veinte
años y aun más podían pasar sin que se organizara ninguna
expedición a esa parte del mundo. Es probable que se estableciera una
tradición oral entre los indios. La visita de un buque y de hombres
blancos siguió constituyendo un gran suceso en su vida, pero no les
inspiró ya el temor de los primeros encuentros. La presencia de
extranjeros de mejores maneras que los de otro tiempo, menos agresivos y que no
trataban de aterrorizarlos a tiros de arcabuz y de cañón,
dejó de producir entre los indios aun el menor malestar. El relato de
Fitz Roy lo atestigua. Las observaciones de los comandantes del Adventure y del
Beagle dan cuenta de los mismos rasgos de carácter, descontando ahora la
agresividad, que anotaron Weddell y los otros. "Nos divertimos mucho con la
sorpresa que mostraron los indios ante las cosa que teníamos y por el
efecto producido en ellos por todo lo extraordinario que veían. Su
expresión no era de alegría o de sorpresa, sino una especie de
mirada vacía, estupefacta. Se miraban unos a oros. Debían
sospechar de nuestras intenciones, o estar muy excitados por lo que
habían visto ese día, pues toda la noche escuchábamos en su
campamento su incesante parloteo, interrumpido por el ladrido de los perros".
Parker king, que relata el hecho, encuentra a los indios del Estrecho más
tímidos y desconfiados que los tehuelches de las Pampas, lo que
indicaría, según él, que eran más desagradables. Es
verdad que en esa época los tehuelches eran poseedores de una gran
cultura: hablaban español, poseían caballos, comerciaban con los
buques y no vivían en el extremo sur sino unos cuantos meses al
año. Los indios nómades marinos se entregaban menos
fácilmente. Al lado de observaciones muy justas, Fitz Roy cuenta
también sus ingenuas experiencias. La idea de las creencias de este
pequeño grupo de indios que frecuentaban familiarmente el buque durante
casi cuatro años, lo preocupaba. “Puse mi reloj en su oreja. Se
asombraron mucho y cada uno vino a su vez a escuchar su tic tac. Mostré
el reloj y después el cielo; sacudieron la cabeza y de pronto parecieron
tan graves que, por sus maneras y por todo lo que pude comprender de sus signos,
sentí con certidumbre que tenían la idea de un ser superior,
aunque ellos no tuvieran nada semejante a una imagen y no nos parecieran poseer
ninguna forma de adoración".
El don de imitación,
señalado por todos los navegantes, asombró también a Fitz
Roy. Este don tenía su lado pintoresco y sus cosas cómicas, pero
presentaba también inconvenientes para los que querían informarse,
pues, "en lugar de fijar su atención sobre nuestros esfuerzos para tratar
de informarlos, no hacían otra cosa que repetir nuestras palabras y
nuestros gestos". (Relación del viaje de la Santa María de la
Cabeza, 1785-86).
En cuanto a los
misioneros, sus observaciones de orden psicológico son bastante escasas.
Las del P. García Martí (1766-67) se limitan a comprobar, en
hombres y mujeres, la ausencia del sentimiento "de ese natural pudor que produce
la desnudez. Les era absolutamente indiferente que yo los viera desnudos".
En
cuanto al período que se extiende de 1870 hasta nuestros días,
sobre el cual se posee el menor número de documentos, es preciso dejar al
margen una cantidad de leyendas tan absurdas, tan inverosímiles, que no
pueden merecer ningún crédito. Parecen haber sido construidas
pieza por pieza, acaso para disculpar a sus autores de algunas villanías.
Según lo que se cuenta aún en ciertas estancias de Tierra del
Fuego, los alacalufes habrían masacrado, en la costa del Seno del
Almirantazgo, a un grupo de blancos que inspeccionaban los pastizales y se los
habrían comido. El autor de la leyenda, uno de los primeros colonos
ingleses o escoceses, el único sobreviviente de la aventura,
habría sido testigo de la escena. El hecho debe de ser invención
pura, o tuvo por fundamento una pequeña emboscada de indios o acaso un
simple encuentro, y en este caso es bien probable que no fueran los blancos las
víctimas.
Como
entre los yaganes, lo que desde el punto de vista que nos interesa, no tiene
importancia esencial. Un cierto número de relatos, más o menos
fabulosos, y exagerados en cada etapa de la transmisión oral, muestra
que, hace 50 años, los alacalufes no vacilaban en atacar a los más
débiles. Uno de esos hechos, que es preciso retener, porque presenta
mejores garantías, es relatado por el primer colono alemán del
actual departamento de Ultima Esperanza, el capitán Eberhardt. Los indios
frecuentaban mucho esos parajes, atraídos, sin duda, por el nuevo
establecimiento aislado y sin relación con el resto del mundo. No
había que dudar, por cierto, de sus intenciones cuando rondaban en buen
número por el pequeño canal marítimo que se extiende
delante de la estancia. El capitán Eberhardt debía de mantenerse
en guardia. Otro alemán, de humor bastante misantrópico,
vivía solo en un rancho alejado de la estancia Eberhardt, a donde
venía regularmente de visita. Como no se lo había visto desde
hacía varías semanas, el capitán Eberhardt fue a ver lo que
hubiera podido pasarle. El rancho del viejo alemán estaba vacío.
Sólo mucho más tarde, a unos 60 kilómetros de allí,
se encontró su cadáver. Nadie, fuera de los alacalufes,
habría podido transportarlo por mar y es bastante probable que ellos
mismos fueran los autores del crimen.
Otras
veces los alacalufes se han apoderado o han tratado de apoderarse por la astucia
de las chalupas de los loberos. El resto de los robos que pudieron cometer
contra gentes que disponían de una fuerza superior a la suya, no
representa sino latrocinios insignificantes, que ellos, sin embargo, pagaron a
menudo con una represión sin piedad. Tan grande era el temor que
inspiraban en los primeros tiempos de la colonización del estrecho de
Magallanes. Una leyenda tenaz los hacía ser siempre considerados como
seres crueles, hasta antropófagos. Crueles, habrían podido serlo
si hubieran tenido fuerza. En cuanto a la antropofagia, para hallarla mencionada
tenemos que remontarnos a la relación de Darwin, sujeta a beneficio de
inventarlo, y a los testimonios más antiguos y un tanto inquietantes de
los marinos holandeses de comienzos del siglo
XVII
. Para hallar pruebas verdaderamente válidas, tenemos que remontarnos
todavía más lejos y atenernos a los datos proporcionados por la
arqueología. En los montones de conchas de las costas y las islas del
Seno Skyring, hemos hallado, entre la masa de restos alimenticios, una cierta
cantidad de osamentas humanas fracturadas, dispersas, mezcladas a los huesos de
animales y que representan, como éstos, marcas de quebraduras
intencionales. Por cierto, estas osamentas son poco numerosas, pues a lo sumo
pertenecían a cuatro cadáveres distintos. Un cráneo de
mujer, privado de su mandíbula, había sido abierto por medio de un
instrumento de piedra. Estos pocos fragmentos de huesos largos y de huesos de
caja craneana parecerían indicar que la población fueguina que
tenía sus lugares de campamento en una terraza baja del Seno Skyring,
hace dos o tres milenarios, podía ser, por lo menos ocasionalmente,
antropófaga. Desde este lejano período, ningún documento
arqueológico prueba formalmente que esta tradición de
antropofagia, ritual o simplemente alimenticia, haya sido continuada. Sea como
fuere, era interesante plantear este problema, tan a menudo abierto, que
continúa subsistiendo en estado difuso.
2. La oposición
entre las nuevas y las viejas generaciones
Es
evidente que el carácter de los alacalufes ha cambiado a causa de su
prolongado contacto con los blancos. Se podría afirmar tal cosa a priori,
como una especie de necesidad, como una fase del proceso de
transculturación. En todos los casos, nada hay de común entre lo
que pueden denotar las pocas briznas acerca de la vida psicológica de los
indios recogidas desde Magallanes, con la mentalidad de un alacalufe actual. Los
rasgos de audacia, de ferocidad aun, han desaparecido hoy. ¿Cómo
habrían podido subsistir en una comunidad tan reducida? Estas
modificaciones de la mentalidad pueden observarse en la escala de las tres
generaciones agrupadas en torno a Puerto Edén.
Las
diferencias entre los viejos y los jóvenes son sorprendentes. Esta
observación tiene acaso un alcance menor de lo que a primera vista
parece, porque en todas las sociedades estas diferencias existen de una manera
más o menos sensible. Entre los alacalufes se pueden determinar cuatro
estadios en la evolución de la mentalidad. Aquellos que podrían
ser llamado antiguos, de los que, desgraciadamente, no hemos alcanzado a conocer
a ninguno, que han debido desaparecer hacia 1930, y que eran los representantes
auténticos del grupo. En el espíritu de los alacalufes actuales,
su leyenda está nimbada de una admiración sin reservas. Se alaban
sus hazañas de caza, su habilidad, su audacia. Ellos sabían
pintarse; ellos sabían encontrar ballenas varadas en torno de las cuales
se organizaban las fiestas o se danzaba durante la noche, en Puerto Bueno, en el
Canal Fallos, en grandes cabañas comunes, de las que las mujeres eran
mantenidas alejadas. Todo eso constituía lo que no se sabrá nunca
en el ritual de iniciación de los alacalufes. La tradición no se
extinguió lentamente. Hubo una brusca ruptura. Los blancos determinaron
la pérdida rápida y total de las tradiciones. De algunos de esos
antiguos quedan en los archivos privados unas pocas fotografías de
aficionados, en las que aparecen hirsutos, con el rostro hundido en una inmensa
cabellera, deambulando completamente desnudos y muy a sus anchas sobre el puente
de un buque, fumando un cigarrillo con supremo desdén por los
espectadores.
Los
descendientes de estos antiguos son los de más edad entre los alacalufes
actualmente vivos. A fines de 1953, no eran más que 2 ó 3. Pero,
entre 1946 y 1948, su número era de unos 1, cuyo género de vida
era ya muy diferente al de sus descendientes inmediatos. Esta vida estaba
marcada sobre todo por la no transmisión de las tradiciones, que se
habían disipado en un tiempo anormalmente breve. Sin embargo, como la
vida material casi no había evolucionado, los viejos alacalufes de
Edén conservaban aún intactos en su memoria los recuerdos de los
que fueron el modo de vida y las técnicas tradicionales del grupo. La
ruptura completa y definitiva había afectado sobre todo a la vida social,
que no era vivida ya por nadie, que había llegado a ser cosa muerta y
cuyos despojos estaban desligados de todo sistema.
En cuanto a la generación
siguiente, la de los adultos escalonados entre 20 y 40 años, está
también en discordancia profunda con las anteriores. Participan, por
cierto, de una vida material más o menos ligada a las tradiciones, pero
interiormente están liberados de ellas. Aspiran salir de ellas y su
ideal, aquello a lo cual sienten que podrán llegar, es la vida de sus
propios vecinos, loberos, cazadores de pieles o leñadores. Lo que buscan,
en suma, es la vida independiente y la ruptura con el grupo. Estos sentimientos
eran ya precisos en 1948. En 1953, un gran número había debido ya
realizar parcialmente sus deseos. Casi todos los adultos, sea en grupo, bajo la
dirección de Lautaro, sea de una manera independiente, hacían la
vida de los cazadores de pieles o habían ligado su suerte a la de los
chilotes. En este estadio, el lazo, ya tan tenue, con la vida tradicional del
grupo se había roto. De las tradiciones que hubieran podido recoger, no
saben nada y, aún más, no desean saber nada.
Los hechos genealógicos
son uno de los temas inagotables de conversación y comentarios. En este
punto se denota el profundo foso que ahora separa a los viejos de los
jóvenes: éstos escuchan con indiferencia, no toman parte en la
conversación y, por lo demás, ignoran de qué se trata.
Estos relatos genealógicos tienen un valor profundo, que muestra hasta
qué punto los antiguos alacalufes tienen conciencia de los
vínculos que los unían al grupo. Este sentimiento de
participación es la misma naturaleza que el que acompaña al tchas,
o donaciones a la colectividad.
Los viejos han sido
suficientemente impregnados del mundo de la tradición, al cual han tenido
acceso en otro tiempo, como para conservar todavía un cierto conocimiento
de ella y no sentir la necesidad de cambiarla. Por lo demás, este cambio
no sería posible para ellos. Por su edad y por su vida, están
fijados en ese mundo que es el suyo y del cual hoy tratan de escapar sus
descendientes. La nueva actitud de los jóvenes no se debe solo a la
ignorancia de una época desaparecida, sino también a la
adquisición de una nueva mentalidad.
Los jóvenes, por la simple
frecuentación de los blancos, han adquirido una especie de sentido
práctico que no poseen los viejos. Abandonado voluntariamente todo lo que
pueden de la vida tradicional, no han extraído de la nueva forma de
civilización sino sus aspectos materiales, que se esfuerzan, en cierta
medida, por imitar, aun cuando les sean totalmente inútiles. Se los ve,
por ejemplo, confeccionar perchas o esbozos de guitarras, que atestiguan un
excelente don de imitación y un cierto entendimiento de la música.
Han adquirido o confeccionado cofres de madera para guardar sus cosas, y estos
cofres están adornados por dentro con recortes de revistas americanas.
Los jóvenes son menos perezosos que sus padres, en cuanto se crean una
actividad diferente a la del grupo, desinteresándose definitivamente de
ésta. Tampoco tienen más gusto por la mendicidad que los viejos.
Por el contrario, sienten una especie de vergüenza y se refuerzan por
disfrazarla bajo una forma aceptable. Por ejemplo, no les gusta acercarse a los
buques en tránsito en sus canoas, para esperar a lo largo del casco que
les arrojen desde arriba pan, vestidos y cigarrillos. Prefieren hallar un
pretexto para subir a bordo, sea porque deben de ayudar en alguna maniobra, sea
con cualquier otro pretexto fútil, y pedir a los marineros de la cocina
lo que necesiten. Se sienten molestos si deben, como los otros miembros del
grupo, esperar sentados en la canoa los efectos de la buena voluntad de a bordo,
si, como sucede, se les ha prohibido el acceso al puente del barco. Sobre todo,
y es esto lo que los diferencia más de los viejos, tienen la
noción precisa de que llegarán a salir de esa vida, de la cual
están moralmente separados. Esta esperanza no habría podido
siquiera rozar a la generación de sus padres.
Esta actitud de desprendimiento
crea, sin embargo, en numerosos planos un empobrecimiento muy neto de los
jóvenes frente a los viejos. Lo poco de español que han podido
aprender entra muy difícilmente en las categorías de su
espíritu y se superpone mal a la expresión de su pensamiento
acostumbrado, cuyo soporte sigue siendo el alacalufe. En esto no marcan
ningún progreso y bajo muchos respectos los viejos son mucho más
finos y expresivos, con un sentido de la poesía que los jóvenes
han perdido. Son también menos aptos y más lentos en captar el
pensamiento personal. Como los jóvenes repudian voluntariamente todo lo
que ante el extranjero los pudiera presentar demasiado incorporados al grupo,
sus posibilidades de expresión se han limitado, sin haberse enriquecido,
sin embargo, con ningún aporte nuevo. Algunos llegan al extremo de hablar
de los otros, tratándolos de indios. Ahora somos civilizados y vestidos
como los demás. Se puede oír a veces frases de este tipo en la
boca de jóvenes de unos 20 años que, bajo la chaqueta que los
llena de orgullo, viven en la promiscuidad de la choza y se alimentan de
mariscos.
Toda
la vida de los jóvenes está vuelta hacia el exterior. Hacen
proyectos, discuten acerca de las ocasiones favorables que podrían
presentarse, de tal o cual lobero que podría contrastarlos, de tal o cual
maderero con el cual podrían trabajar. Se dejan deslumbrar por los
atractivos de una nueva vida y, después de muchas vacilaciones,
negativas, ocasiones frustradas seguidas de arrepentimiento, algún
día uno de ellos realiza el gran deseo y desaparece sin posibilidad de
retorno. Las mujeres jóvenes esperan también la evasión,
pero bajo una forma bien definida: estarán listas para dejarse raptar en
la primera ocasión favorable.
3. El espacio, el tiempo,
los números y los nombres
Las
divisiones del tiempo y del espacio. La división más elemental del
tiempo es para los alacalufes, como para el resto de los humanos, la del
día y la noche, el corte más natural en la serie de sus
actividades normales. La palabra lafk, que indica el día de hoy,
significa también el momento presente, joven, fresco, reciente o pronto.
El día transcurrido o el día por venir se confunden en la misma
designación, aswalek: el pasado o el futuro se indican por la forma del
verbo. Los días pasados o venideros se designan por la repetición
de la palabra. Anteayer o pasado mañana se dicen tawaswalek (taw=otro).
Para decir "hace dos días" o "en dos días más", se emplea
aswalek taw aswalek. Para tiempos más antiguos o más lejanos, el
juego de los dedos ayuda a precisar el número de los días de que
se trata. La misma palabra lafk puede también estar asociada a aswalek
para significar mañana -o ayer, según el caso- temprano en el
día. Los diferentes momentos del día están indicados por la
posición del sol: aswal lafk, el sol levante; aswal oykyemna, el sol
alto; aswal akyewena, el sol muy bajo, cerca de la noche.
Las
expresiones que indican el momento de acciones o acontecimientos que
deberán hacerse o que se han producido ya, con respecto al momento
presente, son muy numerosas. El instante inmediato que sigue o precede al
momento presente, el instante en que se producirá una acción que
no podrá producirse sino después de otra, los diferentes tiempos
que debe durar una espera, etc., para no citar sino algunas, tienen su forma
particular en esta gradación muy matizada del tiempo.
Durante un mismo día, la
alternativa de las mareas sirve también de referencia necesaria para la
evaluación del tiempo. En efecto, las mareas condicionan una parte de los
actos de la vida, como la pesca o ciertos trayectos, que son favorecidos o
retardados por los cambios de corriente. Las mareas dividen al día en
cuatro partes con respecto a las cuales se sitúan las actividades del
grupo: las mujeres volverán de la pesca antes de la marea alta, nosotros
partiremos cuando la marea comience a subir, etc., son las maneras más
frecuentes de expresar la hora del día.
El ciclo más importante es
el ciclo lunar que sirve para evaluar intervalos de tiempo más largos. El
que debe partir del campamento indicará por lunas el tiempo de su
ausencia, cuando salen gira de caza: tákso arkakseles yerfaláy,
partir por una luna. Con la ayuda de los dedos se llega a expresar intervalos de
tiempo considerables, seis, ocho, diez lunas. Duraciones mayores que no
corresponden en ninguna necesidad de la vida, no se expresan.
La vuelta de las estaciones marca
ciertos acontecimientos, da ritmo a la vida, pero no sirve para apreciar
intervalos de tiempo. El término estación no posee, por lo
demás significación que bajo otras latitudes. Una estación
no corresponde a una modificación climática importante ni a una
detención marcada en el régimen de lluvias ni a una
renovación sensible en la vegetación. Sólo dos
acontecimientos marcan realmente el ritmo estacional para los alacalufes: la
postura de los huevos y el nacimiento de los polluelos, por una parte, y la
parición de las focas, por la otra. Estos acontecimientos se
sitúan entre octubre y enero. En otro tiempo, este período
correspondía a un cambio en la vida de los alacalufes. Era el momento de
las grandes excursiones en busca de nidos a lo largo de los acantilados de los
canales y sobre las rocas desnudas del Pacífico, la caza fácil y
fructífera de focas en las playas, donde se juntan por miles. La vuelta
del verano marcaba la multiplicación de la vida animal y era la
época de una gran agitación en el grupo.
Para marcar la sucesión de
los acontecimientos en el pasado, los alacalufes tienen un cierto número
de puntos de referencia, escalonados en la memoria de un antiguo a través
de unos 40 años, tales como el naufragio de tal o cual buque, las
excursiones de ciertas goletas de loberos en tiempos en que la caza de focas era
fructuosa, etc.
A causa de su
propia existencia de nómades, los alacalufes tienen una percepción
muy nítida del espacio en el cual viven. Llegan hasta orientarse con la
mayor facilidad en el laberinto insular que forma el marco de sus
correrías. Todos los detalles topográficos de los
archipiélagos les son familiares. La precisión de sus
acontecimientos relativos a lugares asombra al europeo. ¿Que género
de representación poseen del espacio, de la situación de un lugar
situado a veces a varios centenares de kilómetros de distancia? ¿Por
qué proceso mental pueden representarse, decidir, explicar un itinerario?
Evidentemente, no lo aprehenden en su conjunto, sino de una manera fragmentaria,
yuxtaponiendo en el orden las diferentes etapas sucesivas, de lugar de
campamento en lugar de campamentos escalonados a través del viaje. Con
respecto a cada una de estas etapas, ellos aprecian la duración del
trayecto y los sucesivos cambios de orientación que lo señalan.
Cada etapa es apreciada según el tiempo necesario para cubrirla,
según el ritmo habitual de la navegación en canoa. Finalmente,
todo ensayo de explicación de un itinerario es siempre largo y embrollado
y denota una dificultad extrema para expresar lo que es percibido
intuitivamente.
Por el
contrario, las diferentes áreas del espacio son designadas por
subdivisiones bastante sutiles. El Oeste parece ser la posición
fundamental, la dirección del sol poniente y del Pacífico, aquella
de donde soplan los vientos dominantes. Con respecto a este punto de referencia,
los indios sitúan las otras áreas del espacio desde donde soplan
los diferentes vientos: Noroeste, Noreste, Este, Sureste, Sur y Suroeste, cada
uno de los cuales tiene su nombre distintivo en alacalufe, que ellos pueden, por
otra parte, traducir al español.
Cada detalle de la complicada
topografía de los archipiélagos tiene su designación propia
en lengua alacalufe, pero el empleo de estos nombres indígenas
está ahora en regresión. Los indios adoptaron primero las
designaciones topográficas de los loberos, descriptivas o
anecdóticas, por ejemplo Puerto Rana, Bahía Escondida, distintas
de la nomenclatura oficial de las cartas. El fiordo Eyre, por ejemplo, en lengua
de lobero es la Bahía Escarchata. Pero desde que algunas decenas de
faros automáticos jalonan la ruta, de los buques, los loberos lo han
adoptado como puntos de referencia para sus itinerarios, más
cómodos que las diversas particularidades de la ruta. Al mismo tiempo,
han adoptado un número cada vez mayor de términos de la
nomenclatura oficial. Por imitación, los alacalufes han prohijado
también el nombre oficial de cierto número de islas, cabos y
canales.
Los
alacalufes tienen conocimientos precisos de los menores detalles
topográficos de los archipiélagos. Toda modificación de un
perfil de costa es inmediatamente interpretada como canoa de indios o chalupa de
loberos que pasa a la cuadra. El indio se engaña raras veces. Sabe
inmediatamente de qué se trata y a donde se dirige el que pasa. La
señal de llamada es el humo denso de una fogata de ramas verdes que
indica la presencia de un ser humano y exige un desvío. El método
indio ha pasado, por lo demás, al dominio común: los loberos y
aun los colonos que viven aislados en las costas desiertas o en las islas del
Seno Skyring, lo emplean como sistema de llamada o de socorro. Toda humareda que
se eleva desde un punto bien destacado, desde donde puede ser vista por el que
pasa a la cuadra, es una señal de reunión. Se insiste encendiendo
varios fuegos a la vez. Parker King, primer comandante de la expedición
del almirantazgo inglés en la Tierra del Fuego y en los
archipiélagos, menciona en las instrucciones náuticas que " los
buques que pasan por el Estrecho divisan ordinariamente a pocos indios.
Lámina
XIII
|
28.
Yuras descuartiza una foca 29. Alacalufes en sus canoas junto a una goleta
chilota
|
Lámina
XIV 
|
30. La
fabricación de la canoa, separando los dos lados del casco
|
Pero la rapidez con la cual
un centenar de ellos y aun más se reúnen cuando husmean la
presencia de un buque o de una pequeña embarcación es
increíble. La manera cómo puedan darse cita es un misterio, pero
se ven, por millas y millas, fogatas que arden en las costas y de cada caleta
parte una canoa que enfila hacia el lugar de reunión".
En
cuanto a saber cómo se representan los alacalufes en el tiempo y en el
espacio, parece que el problema fuera actualmente de solución imposible.
Si han existidos mitos acerca de los origines, no queda de ellos la menor
señal. Simplemente, con el tráfico de los barcos a través
de los archipiélagos, los alacalufes han adquiridos conciencia de un
mundo diferente fuera del cual viven, un mundo que sitúan globalmente den
dirección Norte, de donde llegan los buques. La barrera helada de la
Cordillera marca el límite por el Este. En cuanto a las dos ciudades de
Puerto Natales y Punta Arenas, están situadas en un dominio conocido de
la mayoría y no presentan otras particularidades topográficas que
el formar dos centros de atracción, a los cuales los más
jóvenes sueñan con llegar a incorporarse.
El
lenguaje y la conversación. No se trata aquí de un estudio sobre
el lenguaje alacalufe, sino sólo de algunas observaciones que se refieren
a su vida psicológica. El contacto prolongado con los blancos no ha
puesto a los indios en posesión de otro modo de expresión que su
propio lenguaje. Han podido aprender, sobre todo los jóvenes, algunas
palabras de español que les bastan para cambiar varias expresiones
elementales, para dar una respuesta incierta cuando son interrogados y para
preguntar lo que desean a bordo de los buques. Pero de ninguna manera conocen
suficientemente un vocabulario ni modalidades de expresión tan diferentes
de las suyas, para expresarse o para comunicar ideas, por simples que sean, y
para traducir adecuadamente las cosas de su universo.
Como,
además, su capacidad de atención sostenida y prolongan es
mediocre, se hallan en la imposibilidad total de traducir no sólo del
alacalufe al español, sino también, lo cual debería ser
más simple, del español al alacalufe. Por lo demás, para
los alacalufes cada palabra significa algo y no llega a ser concebida fuera de
su significación. La palabra no está nunca en reserva, por decirlo
así. Es siempre empleada cuando se tiene algo que decir. Ejemplos
precisos y reales nos ayudarán a comprender este aspecto de su
mentalidad. Se pide a un indio joven, bastante familiarizado con el
español como para poder responder, que traduzca alacalufe: "La madre mece
a un niño". El responde de inmediato, en alacalufe: "Porque está
llorando". Asimismo, a la pregunta: "¿Cómo se dice: mañana
saldré de pesca?". La respuesta viene, siempre en alacalufe: " No, no
habrá buen tiempo".
En
todos los ensayos de vocabulario que fueron intentados en otros tiempos, se
observan errores del mismo tipo. La numeración empleada por los
alacalufes aparece curiosamente transformada de la manera siguiente en un
informe de exploración de fines del siglo
XIX
: "uno" se traduce por "una mujer", "dos" por "un hombre", "tres" por "otra
mujer", "cuatro" por una palabra en la cual se reconoce la palabra "piel", y
así sucesivamente. El procedimiento de interrogatorio se deduce bastante
bien en las respuestas. El encuestador quiso hacer contar a las personas
presentes, y los indios no comprendieron. Otro ejemplo de estos errores es la
traducción de la palabra "agua" por aret (balde) por un indio. Este sin
duda comprendía la palabra española agua, y deseaba informar a su
interlocutor, pero el continente llamaba más la atención que el
contenido.
En
la vida corriente, la expresión de ciertos sentimientos se traduce por
una mímica muy complicada y por verdaderos modismos del lenguaje. Para
expresar una cosa asombrosa, anormal, nueva o muy grande, las sílabas de
cada palabra son cortadas con lentitud y suavidad, apenas pronunciadas; las
vocales son suavemente moduladas en una larga, y la final prolongada en un
calderón. La elocución se hace con la punta de los labios. El
lenguaje propio de la mofa es también expresivo: se separan lo más
posible las comisuras de los labios, con el borde externo replegado hacia los
dientes, se inflan los carrillos, se arrugan los párpados. La
elocución, moderada en volumen, es, sin embargo, articulada. Unos
"clics", que son el acompañamiento de todo lenguaje afectivo, se
intercalan rítmicamente. El lenguaje de las madres con sus hijos se
manifiesta también por una elocución particular: con las mejillas
recogidas y los labios hacia adelante, algunas consonantes son suavizadas con
una entonación de ternura: por ejemplo, leyesk (yo veo) se pronuncia
yeyesk.
En el lenguaje
común, que no es emocional, se pueden distinguir dos modos. El de la
conversación corriente es apenas perceptible, lentamente modulado, con
"clics" y guturales muy atenuadas. Es una especie de canto en voz baja,
acompañado por gestos bien cortados, amplios y lentos. El otro modo es
ligeramente enfático. Quiere marcar insistencias y llamar la
atención. Sigue el mismo ritmo, pero su volumen es más elevado,
las sílabas, los "clics" y los sonidos guturales mejor marcados y a veces
vigorosamente cortados.
Existe
también una especie de conversación que se podría llamar
puramente narrativa. Sus temas son infinitos, y se desarrolla durante largas
veladas en la choza. Ella corresponde también a un modo especial. La
gente está recostada, agazapada bajo una delgada manta, con la cabeza
reposando sobre un brazo. Con la otra mano, armada de un bastón, se
aparta a los perros, se remueven los mariscos en la ceniza caliente, se
rectifica la posición de los leños. O bien el cuerpo está
desnudo, con la espalda vuelta hacia el fuego. La conversación se desliza
en voz casi baja, indistinta, por largos períodos, extremadamente suave.
Algunos pasajes son aun más lentamente enunciados, pero son entonces
marcados silábicamente a golpes de glotis y terminan en calderones.
Varias personas expresan así simultáneamente, de un modo casi
musical, una especie de monólogo, al cual cada uno de los asistentes
tiene que acordarse si desea tomar parte de la conversación.
La
numeración y los nombres. La numeración es muy simple. Se limita a
la unidad y al dos. La expresión de cantidades superiores es englobada en
el vocablo taw (otro), completado por el juego de los dedos. Toda cantidad
superior a la que los dedos pueden expresar, o cuya numeración
sería inútil, es dada con el término akwal (muchos), si se
trata de cosas, o por el término akyay, si se trata de seres vivientes.
Nombrar
las cosas es la función de la inteligencia, que las distingue de lo
indeterminado, por oposiciones y relaciones. En las categorías de seres
humanos que establecen los alacalufes, hay oposición nítida entre
ellos y los otros con los cuales están en relación. Existen
primero ellos mismos, los kaweskar, los hombres, literalmente los que llevan una
piel. La palabra kawes, en efecto, designa la piel, tanto la de los hombres como
la de los animales (arkasi o lahaltel: kawes yetapana, la capa de piel de foca o
de nutria cosida) y la palabra kar designa todo lo que es materia dura o
soporte. Es kaweskar todo lo que se refiere al indio de los
archipiélagos; por ejemplo, kaweskar asaré, el alimento indio. Es
un término genérico, que se aplica también a los
términos hombre, eksenes y mujer, esatap. Por oposición a lo que
no es indio, existe lo que es chilote, taporay, y blanco, yema. La persona misma
del extranjero es designada con la palabra pektchewé.
Los
alacalufes no se designan jamás a sí mismos con este nombre, cuyo
origen es desconocido, y parece haber sido empleado por primera vez por Fitz
Roy, que designa así a un grupo de indios que halló en las islas
del sudoeste del Estrecho. El término fue muchas veces vuelto a usar
después y sufrió las numerosas transformaciones fonéticas
que le conocemos (alakaluf, alakulof, alikkolif, alakwulup, etc.). Un
término cuya consonancia es extrañamente vecina a la palabra
alakaluf fue escuchada dos veces en 1946. Estábamos en una choza
colocando anzuelos en una lienza, cuando una mujer preguntó si
podíamos alakala takso (darle uno) y que, a cambio de eso, ella "alakala"
un canasto. Después de varias explicaciones, nos dimos cuenta de que la
palabra "alakala" era una deformación de la palabra española
regalar. Acaso de alacalufe, que recordaría el tiempo, no tan remoto en
que los kaweskar de los archipiélagos subían a bordo de los barcos
a pedir hierro y trajes.
El
término con el cual los navegantes, siguiendo a Bougainville, designaban
a los indios del Estrecho, era la palabra petcheray con todas las deformaciones.
Pues bien, como acabamos de ver, la palabra que sirve para designar al
extranjero es justamente pektchewe. No ha variado, sin duda, desde 1764, y sin
duda ésta era la voz que aullaba los indios cuando rondaban en torno del
casco de los barcos de Bougainville. "Los habíamos llamado pecheré
porque ésta fue la primera palabra que ellos pronunciaron al vernos",
escribe Bougainville. Y agrega: "los pecherés de que he hablado son
pequeños, feos, flacos y de un hedor insoportable".
A su nacimiento, los niños
no reciben nombre. Sólo cuando comienzan a hablar y caminar el padre les
elige uno. Muy a menudo este nombre es un lugar geográfico, un canal, una
bahía, un paso vecinos al lugar del nacimiento; a veces también el
nombre de un animal (ganso, mosquito, nutria, coipu, etc.). Puede designar
también una particularidad corporal (ojos pequeños, ombligo en
forma de ojo, brazo tieso, manchas blancas en el cuello), o hacer alusión
a objetos extraños. Cada indio se designa, en general, bajo dos o
más nombres sea el de un animal, pero el hecho es difícil de
verificar, pues a menudo sucede que los indios, junto con reírse, se
niegan a decir uno u otro de sus nombres.
Desde que se dictó la ley
de protección y después del breve paso de un misionero, se
estableció, por lo menos teóricamente, un estado civil, que
incluye un nombre y un apellido usuales en el país para cada indio. Se
les ha impuesto, según las circunstancias o la fantasía del
momento, el nombre de personajes políticos que se interesaban entonces
por su suerte, o apellidos corrientes en Chile, como González, Molina,
Martínez, Sotomayor, o los nombres de los descubridores de los
archipiélagos, como Ladrillero, Ulloa, Magallanes, y hasta nombres
geográficos: Messier, Campana, Molinaré, Meidel, Canales, Norte,
Wide, Edén, Wellington. . . Pero a los indios les importa bien poco el
nombre prestado. Muchos se han apresurado a olvidarlo, puesto que para ellos no
evoca nada. A lo sumo conservan el nombre de pila que les ha sido impuesto, pero
no se sirven sino raras veces de él cuando se trata de nombrarse entre
ellos.
Los
perros tienen también un nombre, que es con frecuencia una palabra de la
complicada nomenclatura que designa la posición de las manchas de color
sobre el pelaje, en combinación con la densidad de la piel, el porte de
la cola, la talla del cuerpo, etc. Se puede, también, darles un nombre
cualquiera: flaco, lenteja o corbata.
4. La vida social
Las
relaciones entre individuos. En el interior del grupo, las relaciones entre
individuo e individuo están marcadas por cierta indulgencia. En
principio, todo lo que es indio es bueno. No se excluyen de este calificativo
sino los ladrones, es decir, los que se apropian de los bienes del vecino,
reservándoselos para su uso personal o los que huyen con tales bienes. No
se pueden infringir impunemente las leyes del cambio, del tachas, que tolera
para cada uno la libre disposición del haber de otro. Usar el
arpón, la canoa, el fusil, la ropa de otro es completamente
lícito, a condición de que el usuario esté en buenos
términos con el propietario. Si no es aprobado es, entonces, un
ladrón, y como tal es reprobado por su víctima, y, generalmente,
por una porción importante del grupo, si no por todos.
Sea
que se trate del robo de una canoa nueva, o del rapto de una mujer, el juicio
sobre el acto es el mismo. Pero el interesado es el único que tiene que
explicarse con aquel que lo engañó. En toda discusión, los
otros se mantienen al margen y se abstienen de tomar partido, por lo menos
exteriormente. Los dos interesados son los únicos jueces que
arreglarán, aun por la fuerza, un diferendo que no concierne al resto del
grupo. Todo robo que afecte a algún extraño al grupo es
considerado como un acto que no daña a nadie, y el hecho no sólo
no suscita la reprobación, sino, por el contrario, realza el prestigio
del que lo ha cometido.
Los
hombres arreglan sus diferendos entre ellos y las mujeres entre ellas, y nadie
interviene en los asuntos ajenos. Los robos son más frecuentes entre las
mujeres, quienes son, por lo demás, liberales para pasarse unas a otros
vestidos, adornos, artículos de costura. Sus tesoros son mucho más
abundantes que los de los hombres y rellenan sus cajas o canastos, donde cada
una guarda sus cosas. Aprovechando una ausencia momentánea, otra mujer
puede introducirse en la choza y apoderarse de lo que desea. La
explicación entre ladrona y robada no tiene la misma reserva que entre
hombres. La reacción es tan inmediata como ruidosa.
La mujer lesionada se deja llevar
a un desborde de gritos y palabras, no para expresar su sorpresa, ni para llamar
la atención hacia el hecho -pues la ladrona, el objeto y las
circunstancias del robo eran ya conocidos por todos-, sino para afrontar al
autor del robo. La tensión de todo el grupo al acecho se canaliza y
presta al acontecimiento una atmósfera de gravedad. Los hombres
continúan atendiendo a sus ocupaciones, simulando indiferencia. Las otras
mujeres escuchan en silencio el despliegue verbal que constituye, no el proceso
de la ladrona, sino una revista general de todos los actos reprensibles de su
vida o, en caso necesario, la exhibición de las propias miserias de la
interesada.
La sesión
puede alcanzar a una grandeza casi bíblica. Las antagonistas están
a veces alejadas una de otra. La mujer está sentada en el suelo, cerca de
su cabaña. A los gritos del comienzo, sucede una alocución
solemne, amplia, armoniosa casi, puntuada por gestos de los brazos y de las
manos, amplios y lentos. El discurso es interrumpido. Sin recuperar aliento ni
permitirse una pausa, durante una hora o más, la mujer continúa,
hasta el momento en que, los labios babeantes, ebria de sus propias palabras,
cae agotada y regresa a su choza. Sólo en ese momento se restablece la
vida normal del campamento.
He
aquí algunos aspectos del tema oratorio que se desenvuelve sin
lágrimas ni contorsiones, en una digna inmovilidad, los ojos fijos en el
vacío, como tomando por testigos del hecho al mar y las montañas.
Era una pobre vieja, a la sazón en los últimos meses de su vida, a
quien habían debido de robar algún andrajo desflecado: "No has
cuidado a tus hijos. Tenían hambre, frío y sed. Tú,
tú comías. Eras siempre la primera a bordo de los buques para
tener los mejores trajes, que guardabas para ti en tu caja; hilo y agujas, que
guardabas en tu canasto. Te emborrachabas con los chilotes, y tus hijos no
tenían ni agua que beber. Estabas calientita con tu ropa, mientras tus
hijos lloraban. Además, no has tenido muchos hijos: tres solamente (y los
enumera con sus nombres y en orden, contándolos con los dedos) y
tú no eres valiente para pescar. Yo soy vieja y ya no veo y apenas puedo
caminar despacio con mi bastón. No tengo a nadie, pues todos los
míos murieron. Todos nos tenemos que morir y nadie puede quedarse vivo
aquí
. Todos mis hijos murieron ahogados en la isla Solitario un día de gran
viento (sofhyas kastapoyok+ = viento que arranca los pelos). Mi marido se
ahogó. Meseyen (su hijo mayor) fue muerto por un cristiano (volvía
a contar con los dedos los seis hijos ahogados: Atarmeroks, Taksé,
Aywoneyakanay, . . . Ateskowayera, el más pequeño, que no caminaba
todavía. . .) Durante una hora, el campamento escucha esta
improvisación épica con una indiferencia que es, por lo
demás, del todo convencional.
Fuera
de estos períodos de crisis, los alacalufes manifiestan poco sus
sentimientos. Se inclinan poco a la ternura. Las caricias que se pueden dedicar
a un niño son más de la madre que del padre. De la ternura materna
por los hijos se hallan muchos ejemplos contradictorios en los documentos
históricos, desde la indiferencia hasta las violentas manifestaciones de
dolor ante los raptos de niños que se practicaban en otro tiempo. Durante
dos años de observación, en un período de coexistencia
reciente, nunca se vieron casos de madres manifestando indiferencia por sus
hijos aún pequeños. El hecho señalado por Simón de
Cordes y Sebald de Weert de la indiferencia de una madre, a la cual
habían quitado su hijita de cuatro años para llevarla a
Ámsterdam, donde, por lo demás, murió poco después
de su llegada, debe, sin duda, ser atribuido al terror que experimentaba esa
india ante los marinos holandeses. Si un niño muere en los primeros
días o en las primeras semanas que siguen al nacimiento, el hecho no es
acogido con demostraciones de dolor y la pena interna parece limitada. Pero si
el niño muere de más edad, su pérdida es vivamente sentida
por los padres.
A partir de los
primeros días que siguen a su nacimiento, el recién nacido
alacalufe está materialmente ligado a todas las idas y venidas de su
madre. Bien amarrado en un vestido viejo a su espalda, le deja así las
manos libres para remar. En otro tiempo, se apegaba en la misma espalda de su
madre, en el interior de una especie de saco que formaba la capa de pieles,
amarrada a la cintura y al cuello. El niño está siempre
enteramente desnudo, como lo estará en los años venideros hasta
que encuentre algún harapo no utilizado por los adultos y siempre
desmesurado para su talla, a menos que algunos pasajeros de buques regalen a la
madre vestidos para su hijo. En tiempos más antiguos, los recién
nacidos no habrían estado enteramente desnudos en el vestido de su madre,
sino envueltos en una pequeña piel de foca o de pingüino. En la
choza, el niño se agazapa en el pecho de su madre y, si ésta tiene
que ausentarse, el padre toma al niño y lo apoya en él con mucha
ternura y atenciones. Cuando está un poco más grande, el padre
juega de buenas ganas con él, lo hace saltar en sus brazos, le
sonríe, le habla suavemente canturreando.
Cuando el niño crece, no
se ejerce sobre él coacción de ninguna especie. Nadie le corrige
las acciones, aunque sean causa de molestia para los padres. Sin embargo, tales
hechos no son frecuentes, pues los niños no se entrometen en el dominio
de los grandes. En el lapso de dos años, una sola vez un niño
penetró al dominio separado de los adultos y se permitió soltar la
canoa de su padre, que partió a la deriva. El padre pidió otra
canoa y se fue mar adentro a recuperar la suya, pero no hizo ningún
reproche al niño. Los padres pueden pedir algunos pequeños
servicios a los niños, como ir a buscar agua o mariscos a una choza
vecina. Suele suceder, aunque raras veces, que el niño ponga oídos
sordos y, en este caso los padres, más generalmente la madre, se incomoda
sin recriminar, o protestando de un modo tan leve que no produce efectos en el
comportamiento del niño.
En la edad en que el niño
puede participar eficazmente en la vida familiar, lo hace de buen grado. Ayuda a
remar, acompaña a los adultos en las salidas de caza o va con ellos a
buscar leña. Pero sólo los niños de poca edad son llevados
por los adultos a la pesca.
Los
indios manifiestan ante los pequeños animales una ternura que llega a ser
conmovedora. Antes de destruir una pollada de pájaros nuevos, contemplan
sonriendo a los pequeños seres que pían estirando el cuello, que
un instante después van a retorcer con la más perfecta
indiferencia. A veces traen al campamento algún polluelo de ganso o de
gaviota, una pequeña nutria o un pequeño coipu. Lo alimentan, lo
acarician, se entretienen, se regocijan con su torpeza. Tienen una especie de
ternura por los perros recién nacidos, y las mujeres llegan a darle el
seno si su madre no basta para alimentarlos.
Manifestaciones
estéticas. Las manifestaciones estéticas de los alacalufes son
escasas. Ellos ignoran, actualmente, toda creación artística, por
tosca o elemental que sea. Acaso no haya sido siempre así, pues en varios
sitios arqueológicos, verosímilmente antiguos, que datan de 2.000
ó 3.000 años tal vez, se hallan algunos arpones gravados con finas
incisiones geométricas. Estas formas de arte han desaparecido. En cuanto
a las pinturas corporales que han subsistido por más largo tiempo,
correspondían más a manifestaciones religiosas que a necesidades
estéticas. Los alacalufes no son, sin embargo, indiferentes a las
bellezas naturales, aunque no sean ya capaces de crear objetos bellos. Saben
percibir la belleza de los colores de una puesta de sol, por ejemplo. La
expresión verbal de los colores, sin embargo, es pobre, y está
limitada al blanco (yerarya), al negro (semen), al rojo (keyero) y al azul
(arka). Estas denominaciones van más allá de los colores: el negro
significa también ofensa, era en otro tiempo el color de la guerra, y
afseksta semen, significa "decir palabras ofensivas", "hablar negro". El azul,
arka, significa también lo que está de pie, lo que se levanta, lo
que esta lejos.
Los
alacalufes sobresalen en la imitación de las actitudes de todos los
animales. En este juego, son notables actores y saben expresar a la
perfección el carácter más típico de un animal,
desde la ballena al zorro, sin olvidar a los pájaros. Esta
imitación de los animales forma el tema de la mayoría de sus
cantos, que son pantomimas completas, pues no sólo se representan las
actitudes por los movimientos correspondientes del cuerpo del actor, sino,
además, por la descripción de esas actitudes que forman el texto
de cada canto y que son subrayadas por una modulación de canto apropiada.
Existía un gran número de tales cantos. Muchos han sido,
ciertamente, olvidados, pero se recuperada todavía el tema de gran
número de ellos, retazos de música, mímicas de
circunstancias. Los alacalufes cantaban así a todos los animales de los
archipiélagos, en cortas frases indefinidamente vueltas a tomar con
ritmos
diferentes
:
- -
la ballena: "la ballena ha pescado peces: se hunde en el agua con la cola
levantada". Este canto es dicho de una manera enfática. Como si los
cantores tuvieran ante sus ojos el espectáculo de la ballena
hundiéndose majestuosamente.
- -
el ciervo (huemul) que, "sobre la montaña, a lo lejos, vigila los
alrededores y come". Se canta yektcal, apuntando con el dedo en dirección
a la montaña, con la cabeza inclinada y el ojo arrugado, como para decir:
el ciervo pasta, inquieto, y se interrumpe a cada instante para asegurarse de
que está en seguridad, pero nosotros también lo observamos.
El
huemul
(PENTAGRAMA)
-el
fil- fil: este pájaro negro, de pecho blanco, con patas y largo pico
rojos, rectilíneo, que se pasea con
paso un tanto solemne por
las playas abandonadas por la marea: "Peyeycka, tiene un cuchillo que usa para
comer". Y Peyeyeka es imitado por el cantor, que agacha la cabeza, simula el
pico del pájaro poniéndose la mano extendida a la altura de la
boca, imitando el movimiento de la cabeza del fil-fil en cada uno de sus pasos.
-Tereksat,
el coipu, seguido por sus pequeños, va de una planta a otra en el
pantano, coge una hierba con la manita, la saborea, la bota y elige otra:
"Tereksat combina cortando la hierba con sus dientes para los pequeños".
El propio ritmo del canto imita los movimientos de vaivén de las
mandíbulas del tereksat, armadas con sus cuatro enormes
incisivos
.
-Yasoep,
el carancho, es un ave rapaz de gran talla que, para comer gusanos, "rasca con
sus uñas, mientras combina, la arena de la playa a lo lejos, kwol, kwol,
kwol". Aquí también el ritmo indica el movimiento rabioso de las
patas del pájaro, y el canto termina imitando el grito que lanza girando
la cabeza.
El carancho
(PENTAGRAMA)
-kuntcar,
el zorro: "La piel del zorro es vieja: él endereza su cola que en otro
tiempo estaba enrojecida".
El zorro
(PENTAGRAMA)
-Lahaltel,
la nutria "que sigue su sendero, las patas separadas, por las ramas que lo
rasmillan, aw, aw, aw". Existen aún muchos otros cantos: el del
pingüino, cuyo grito es como una llamada; el de la foca, que berrea sobre
sus roquerios; el de la rata, de la araña, de atayoesap, el ganso; el
palpal, el loro. . . En los cantos mimados se insertan también el canto y
la danza de las piedras de fuego. El danzarín, sujetando en las manos sus
dos piedras las golpea una contra otra, puntuando cada sílaba con la
percusión de las piedras y el movimiento de sus pies: "Yo danzo firme
(lanzo lejos mis piernas) para que tú me des fuego".
El fuego
(PENTAGRAMA)
Se
canta también la rojez del cielo en el poniente, que indica el fin del
mal tiempo. Algunos de estos cantos son de invención reciente, como el
del tabaco, que se ejecuta fingiendo presentar una pipa imaginaria a quien posee
el tabaco. "Mi tabaco ha disminuido; dame algo para que yo no robe".
El
tabaco
(PENTAGRAMA)
Los
juegos y las distracciones. La existencia actual de los alacalufes es
sombría y carece de relieve. La vida del grupo no tiene ya la
homogeneidad ni la cohesión de antaño. El puesto de edén ha
tratado de suministrarles una distracción, la más popular de
Chile, la pelota. Cuando eran numerosos, agrupados en torno al puesto, casi
todos los jóvenes jugaban a lanzar la pelota al campo contrario.
Después de un período de excitación que se debió a
la novedad del juego, la pelota cayó en el olvido y la indiferencia.
Los
niños juegan poco: bajar corriendo la pendiente del talud, luchar a quien
echa al otro a tierra, rodar sobre la pendiente o vagar en equipo por la playa,
son las distracciones ordinarias. Por períodos, se asiste a juegos
nuevos: por ejemplo, hacer bogar embarcaciones pequeñas de cortezas,
lanzar sobre montones de tierra arpones en miniatura, confeccionados por los
padres. Sólo las niñas construyen pequeñas cabañas
en las cuales hacen fuego y cuecen mariscos. Imitando la división del
trabajo de los padres, los niños cazan pájaros a pedradas o
capturan pequeños roedores. Es probable que se traten estos casos de
juegos auténticos. Todos estos juegos de niños son graves, apenas
ruidosos. No hay gritos, ni carreras locas ni disputas. Los niños
manifiestan ya la gravedad y la reserva que caracterizan la vida de los adultos.
Entre los grandes, no subsiste
sino un juego tranquilo, que se practica ordinariamente en posición
horizontal. Consiste en fingir que se amarra lo más rápido posible
la canoa a uno de los postes de la choza y se juega por medio de juncos o de
cabos de cuerda. A una señal dada, cada uno se amarra el dedo o la
muñeca, que representan la canoa, a un poste de la choza. A la segunda
señal, "desamarrad la canoa", se trata de deshacer rápidamente el
nudo, y el que se atrasa en liberarse, pierde. El juego puede así durar
horas.
Pero las risas y los
juegos son escasos. La nota dominante del grupo es una vida silenciosa, que no
implica, por lo demás, necesariamente la tristeza. Simplemente, las
manifestaciones exteriores de alegría o de contentamiento, tanto como de
dolor, son siempre mesuradas. Esta propensión natural explica tal vez el
gran placer que los alacalufes experimentan con el uso del tabaco, que puede ser
fumado lenta y tranquilamente en la choza, al lado del fuego.
El uso del tabaco no debe de
remontarse a una época muy lejana. Hacia 1880, como lo advirtió
Coppinger, cirujano del Alert, la adaptación de los indios del Canal
Trinidad al tabaco debió de ser difícil. "Las mujeres truecan sus
capas de pieles por paquetes de tabaco". Es difícil de comprender que
esta gente conceda valor al tabaco, pues no sólo no poseen ninguna pipa
indígena, en la cual puedan fumar, sino, además, en la medida en
que podamos juzgar, nunca han disfrutado de ocasiones suficientes para hacer a
este hábito agradable. Sin embargo, la expectativa del tabaco les
procura, ciertamente, un gran placer. En el hecho, una o dos bocanadas les
bastan para poner a un hombre en ese estado de molestia del corazón y
aturdimiento, familiar a todo estudiante que hace su primera prueba con el
tabaco".
Los
alacalufes actuales piden tabaco sin cesar, pero son indiferentes a su calidad.
No fuman sino en reposo, en la choza, o bien si están fuera en
compañía de extraños. Pero el fumar no ha llegado a ser
aún para ellos un gesto automático y soportan muy bien la
privación de tabaco. Las mujeres son menos moderadas que los hombres.
Mujeres u hombres sacan algunas bocanadas de un cigarrillo o de una pipa y los
pasan después al vecino. Después de una o dos vueltas, si no
está terminada, la apagan y guardan el resto para otra ocasión.
Como los regalos de pipas son raros, los indios las fabrican ellos mismos,
haciendo una buena imitación tallada, con cuchillo, en un pedazo de
madera excavada con un alambre de hierro al rojo.
La
organización social. Todo lo que se conoce de la vida antigua y actual
de los alacalufes no evoca, a primera vista, ninguna sociedad muy estructurada.
Es posible que esta última fase desorganizada de su vida no tenga mucha
relación con las antiguas estructuras. No se puede casi hablar de
sociedad al referirse a esta reunión artificial creada en Edén
desde fuera, a esta agrupación que, junto con desaparecer, se desmembrar
y rompe con la tradición. Un parte de los alacalufes no tiene otras
relaciones con el grupo que el lenguaje y la pertenencia, pero no se sienten
ligados a él. A pesar de todo, es posible que el despojos recogido acerca
de la sociedad alacalufe no sean sólo el producto de la
disgregación, sino también el reflejo fragmentario y a menudo
incomprensible de una organización muy antigua.
La
agrupación fundamental, la unidad básica del grupo, es la familia,
en sentido estricto, cuyos lazos se fundan en la consanguinidad real, y cuya
cohesión está asegurada por la subordinación de los
miembros a la autoridad del jefe de familia que, por su vigor físico,
impone su voluntad a su o sus mujeres, a su descendencia menor y a los
ascendentes, que son puestos bajo su guardia. Actualmente, no hay por encima del
jefe de familia ningún jefe de grupo y parece que ha sido siempre
así. Hace cerca de dos siglos, en el diario de bitácora de la
Santa María de la Cabeza, se señala que nada entre los indios
"denota subordinación, comando o superioridad". Esta ausencia de jefe es
igualmente mencionada por Darwin. El grupo actual está formado por la
simple yuxtaposición de familias independientes. Ninguna autoridad viene
a interponerse entre el grupo y las familias. A consecuencia de la
cohabitación voluntaria o accidental de varias familias en un mismo
lugar, se crean relaciones más o menos complejas, pero éstas son
voluntariamente aceptadas y no impuestas. Por simple decisión de su jefe,
cada familia puede recobrar su independencia cuando quiera ir a establecerse a
otra parte.
La autoridad del jefe
de familia se aplica directamente, sobre todo, a la mujer. La violencia es
escasa, pero algunas veces estallan querellas y llueven los golpes por motivos
tan insignificantes, como la pérdida de una aguja. Por el contrario, los
hombres no parecen mostrar autoridad para impedir las infidelidades de sus
mujeres con los loberos. Por lo demás, se las arreglan para obtener
algunas compensaciones y están dispuestos a todo si la moneda de cambio
es una botella de alcohol.
La
autoridad incumbe al jefe de familia mientras conserva las fuerzas necesarias
para las excursiones en canoa. En caso de vejez o enfermedad prolongada, se pone
bajo la protección de uno de sus hijos o bajo la del algún otro
grupo amigo. Algunos ancianos, muy fastidiosos, pueden ser puestos al margen por
su grupo familiar, cuando son elementos de trastorno o de disputa, por ejemplo
cuando sus gemidos o sus discursos durante sus insomnios impiden dormir a los
demás, o cuando se hacen demasiado irritables. Se les construyen chozas
aparte, suficientes para una sola persona. El viejo o la vieja expulsado del
grupo puede, sin embargo, obtener leña o alimento de las personas con
quienes vivía anteriormente. A veces alguna mujer, sobre todo una mujer
soltera, si no puede entenderse con otra mujer de la choza, construye su propia
vivienda, donde vive sola, por lo menos durante algún tiempo.
La vida familiar, tal como la
sobrellevan los alacalufes actuales, no está ya regida -cosa que, por lo
demás, se repite en la mayoría de los cactos de su existencia- ni
por las creencias ni por la tradición. En lo que concierne al matrimonio,
no queda ningún vestigio de las ceremonias que debían de existir
en otro tiempo. Esta desaparición debe de ser de antigua data, y la
memoria de los antiguos, que es la única fuente de informaciones sobre
los restos de la vida tradicional del grupo, no ha conservado huellas. Durante
el período 1946-48, la mayoría de las uniones entre jóvenes
se ha efectuado, en el campamento de Edén o en el curso de largas
excursiones de caza, sin ningún acto público. Las visitas del
joven a la choza de los padres de la muchacha se transformaban, en un plazo
más o menos largo, en cohabitación definitiva en esa misma choza,
si el entendimiento con sus padres no presentaba dificultades. Tal era el caso
más frecuente. El día en que surgía algún diferendo,
o, bien, simplemente, por razones de convivencia personal, el marido llevaba a
su mujer a la choza de sus propios padres. Muy raras veces, al comienzo de su
unión, la pareja se separa de los grupos familiares. La vida entre dos es
difícilmente practicable, mientras no hay niños en edad de
proporcionar una ayuda eficaz a sus padres. En efecto, se necesitan varias
personas para maniobrar la canoa. Por eso los nuevos cónyuges se unen a
uno de sus grupos familiares o aun a un grupo extraño.
Una
sola vez se efectuaron preparativos que podían parecerse a una ceremonia
de matrimonio. El hecho no tenía ningún carácter
público y concernía solamente al grupo familiar de la joven. Se
trataba del matrimonio de un joven de 17 años y de una muchacha de
más o menos la misma edad. Esta había vivido durante un tiempo con
un grupo de loberos y había vuelto embarazada al campamento de
Edén. Se instaló de nuevo en la choza de sus padres: su madre
vivía con otro hombre, pero bajo el mismo techo que su antiguo marido.
Desde la llegada de Kayekyo al campamento, Lucho comenzó sus asiduidades.
Al cabo de algunos días, barrió completamente la choza de los
padres de ella, puso en orden las pieles que cubrían el suelo,
renovó la cama de ramajes de todos los ocupantes. Después de eso,
se instaló
definitivamente.
Lámina
XV
32.
Canoas alacalufes. 33. Cobertura de la choza: pieles de focas, sacos, vestidos,
planchas metálicas.
Lámina
XVI
34. La choza en la nieve. 35.
Campamento alacalufe en un día de invierno.
En
el estado actual de las cosas, el asentimiento de los padres de uno u otro
cónyuge no es tomado en cuenta. El joven escoge él mismo a su
mujer y trata de hacerse aceptar por la familia de ésta. Puede suceder, y
el caso se produjo en varias oportunidades, que el joven rechace los avances de
su pretendiente. En este caso, nadie trata de influir sobre su decisión
ni de obligarla a aceptar. Ella es libre para elegir. Como en todos los actos de
su existencia, desde la primera infancia, los niños son absolutamente
libres y ninguna orden o coacción de los padres interviene en su vida,
con un carácter absoluto que exija obediencia. Ciertamente, puede
producirse una falta de entendimiento entre los suegros y la pareja. En este
caso, la pareja resuelve la dificultad yéndose a vivir en otra parte o
agregándose a otra familia no muy numerosa, o adoptando a algún
aislado que no pida otra cosa que afiliarse a un grupo. Estos aislados son, en
general, viudos o jóvenes que no han sido aceptados por las mujeres o
alguna mujer abandonada por su marido. Existen, en el pequeño grupo de
los últimos alacalufes, algunos abandonados, a quienes se denomina a
menudo con el término español botado, adoptado en el vocabulario
alacalufe, desdeñados por las mujeres o que no han sabido conservar la
suya. Estos viven con una familia o con otra, y están siempre dispuestos
a arreglárselas con alguna pareja que se halla en dificultades.
La estabilidad de las uniones es
muy variable. A menudo, tras un período más o menos largo de vida
común, las parejas se separan. Generalmente, es el hombre quien, hallando
otra mujer a su gusto, se v a vivir con ella. Sucede que el marido de esta
última, aunque frustrado, se preste a la transacción, y en este
caso, todo pasa normalmente. La mujer abandonada y el marido bonachón
cansado no tienen más que agregarse a algún grupo de su
elección, si desean vivir solos, o actuar como mejor les parezca. Si, por
el contrario, un hombre está profundamente amarrado a su mujer, se
opondrá a su partida por todos los medios y estos pueden llegar hasta el
asesinato del nuevo pretendiente demasiado audaz. Cuando una mujer no puede
librarse de la tutela de su marido para seguir a otro hombre que desea vivir con
ella, les queda a los dos cómplices el recurso de la fuga clandestina.
Durante meses, no reaparecerán en el campamento, por precaución
contra posibles represalias. Suele suceder, también, que un hombre, al
cabo de cierto tiempo de vida común, abandone a su mujer y vuelva por su
entera voluntad a la vida de soltero. Cuando hay separación, bajo
cualquiera forma, los niños siguen con su madre.
Sin embargo, en el pequeño
grupo de un centenar de personas que formaban el último de los
campamentos alacalufes, la mayoría de las parejas de edad eran uniones
estables, que a veces databan de varias decenas de años, lo no
impedía, por lo demás, que se admitiesen algunas licencias
pasajeras de una y de otra parte. a veces la mujer iba de visita a los
campamentos de loberos y el hombre, si tenía la posibilidad, hallaba, por
su lado, algunos consuelos. Mientras tales relaciones no fueran sino pasajeras,
mientras no adquirieran el carácter de una fuga o no se prolongaran
demasiado, no afectaban a la estabilidad de la pareja.
la edad del matrimonio se
sitúa hacia los 15 ó 16 años para los muchachos y 13
ó 14 años para la mujeres, es decir, para los unos y los otros, un
año después de la pubertad. Esta empieza entre los muchachos, en
la medida en que nos pudimos dar cuenta, hacia los 14 años, tal vez un
poco antes. Desde esta edad dejan de andar desnudos. Entre las muchachas, la
pubertad tiene lugar hacia los 12 ó 13 años. Las relaciones
sexuales empiezan muy pronto entre los muchachos, hacia los 14 años, y
tienen, generalmente, como pareja a muchachas de más edad, pero nunca muy
jóvenes. Estas últimas, mucho antes de la pubertad, han sido ya
partenaires de los botados o de los hombres que han roto su matrimonio.
Aunque la homosexualidad no
parezca habitual, hemos podido comprobar, sin embargo, varios casos de
relaciones de hombres que han roto su matrimonio, con muchachos. El matrimonio y
todas las relaciones sexuales entre hermanos y hermanas y primos hermanos,
padres e hijos, probablemente en línea materna, tanto como en
línea paterna, están prohibidos, pero el grupo era ya tan
pequeño, que es imposible extraer conclusiones generales de las
observaciones que se hicieron.
Por lo demás, todo lo que
se relaciona con el matrimonio gira en un grupo minúsculo, en el cual,
desde hace tiempo, las posibilidades de combinaciones son muy reducidas. En
consecuencia, el estado actual de las cosas puede no corresponder a las
instituciones del pasado.
Según lo que dicen los
antiguos alacalufes, la poligamia parece haber sido la regla general, por lo
menos en la medida en que tal estado de cosas era posible. Cada uno de los
ancianos de Puerto Edén y sus ascendentes de la generación
anterior, han tenido dos mujeres simultáneamente y tres en un solo caso.
La poligamia era objeto de consideración, pero cierto número de
hombres eran, por necesidad, monógamos y otros permanecían
solteros. En 1946, la poligamia había desaparecido del grupo,
espontáneamente, sin que este hecho se pueda imputar a la breve estada de
dos semanas de un misionero en Edén. En 1953, la poligamia hizo una
cierta reaparición en el grupo, pues se presentaron dos casos: uno era el
de Lautaro Wellington, ex suboficial de aviación, que en su calidad de
jefe se adjudicó tres mujeres, y el otro era el de una familia cuyo jefe
recogió a la mujer de su hermano menor después de la muerte de
este último.
La poligamia
correspondía siempre a una cierta superioridad, fuerza física o
habilidad, por ejemplo. Los polígamos de otro tiempo habían
logrado imponerse en el grupo. Todavía se habla de ellos con
admiración, designándolos, no por su nombre indio, sino por el
nombre que les habían dado los blancos, Santiago Grande, por ejemplo. En
cambio, la situación del botado, el que nunca logró tener o
conservar mujer, correspondía a los más enclenques, a los
enfermos, a los torpes. Entre ellas, las mujeres se burlan de estos hombres pero
con una especie de conmiseración. El ocupa, ciertamente, su lugar en el
grupo, pero reducido y sin prestigio. Su estado deficiente es para él un
estigma del que ni siquiera trata de librarse. Acepta su estado de inferioridad
y se satisface de su condición menor. Por lo demás, los otros lo
dejan tranquilo. Ocupa su sitio en una choza, sea con sus padres, de edad
avanzada, al lado de los cuales sigue como un niño, o bien se las arregla
con algún matrimonio de su conveniencia que le ofrezca hospitalidad y en
cuya vida participa, pero sin autoridad ninguna.
El matrimonio confiere al hombre
un estatuto social nuevo que lo libera de la sujeción a sus padres. En
adelante tiene la posibilidad de vivir independiente, es decir, de tener su
propia canoa, de adoptar decisiones de partida y de campamento cuando le
parezca. Si lo desea puede vivir por un tiempo con otra familia, con sus padres
o con los de su mujer, junto con conservar su libertad, mientras se construye su
canoa. La posesión de la canoa confiere al individuo su independencia
absoluta, mucho más que la construcción de la choza personal. La
joven pareja puede vivir con cualquiera de su elección que consienta en
albergarla, con tal que aporte su contribución de cueros de foca para
cubrir la choza. Si ésta es insuficiente para albergar a dos nuevos
ocupantes, la agrandan. El día en que los nuevos ocupantes deciden
hacerse a la mar, vuelven a tomar sus pieles, las ponen en su canoa para el
próximo campamento y los que se quedan reducen las dimensiones de la
choza, de modo que sus propias pieles bastan para recubrirla. Pero, mientras no
haya logrado construir su canoa, el recién casado se pone,
necesariamente, bajo la tutela de otro jefe de familia. La construcción
de la canoa y de la choza personales se acompaña, necesariamente, de la
adquisición de perros.
El
tchas. En los archipiélagos, el conflicto del hombre y su ambiente es,
por cierto, más arduo que en muchos otros sitios del mundo. El indio de
los canales extrae de este medio la totalidad de su subsistencia, según
un modo que le es propio y es bien evidente que el conocimiento que el blanco
puede tener de ese medio, aun cuando lo conozca perfectamente, es muy diverso al
de los indios. Por lo demás, para el indio el conocimiento de su ambiente
incluye una especie de personalización de los elementos de ese medio. los
guijarros de la playa no son simples pedruscos, sino algo que no puede mover a
voluntad, o mezclar a otros elementos, tales como el fuego, sin arriesgar los
castigos de Ayayema. El peligro de los vastos pantanos, que es preciso atravesar
para ir a cazar huemules en la montaña no reside en el hecho de que se
trate de un terreno inestable que puede hundirse bajo el peso de un hombre, lo
que, con un poco de habilidad, se puede evitar fácilmente, sino en la
presencia de espíritus subterráneos, de los cuales no es posible
defenderse. El medio está mucho más directamente ligado al hombre
y su conocimiento es mucho más complejo que lo que se puede imaginar
desde fuera. el indio vive allí en una participación más
total que cualquier otro ser extranjero a los mismos lugares. Las ocasiones de
defenderse contra el medio son mucho más complejas y ramificadas que lo
exigiría la simple búsqueda de subsistencia.
En
este género la sociedad en que la división del trabajo, excepto la
división sexual, prácticamente no existe, y en que el saber vital
del grupo es exactamente igual al saber del individuo, la existencia de
éste depende mucho más del ambiente que de los otros hombres. En
teoría, las únicas relaciones sociales obligatorias existen en el
interior de la familia. En el hecho, ellas son reforzadas, durante la
cohabitación espontánea en un mismo lugar, por una serie de
trueques, sea bajo forma de cooperación que une las fuerzas
físicas de varios individuos para un trabajo, sea bajo la forma de l
transmisión de individuo a individuo de objetos materiales, como
alimentos
o
vestidos, sea todavía por el libre uso de lo que pertenece al vecino,
especie de fondo común de los medios de subsistencia, para la
duración del vínculo territorial que se forma entre varias
familias. Aislada de nuevo, cada familia recupera su independencia y no conserva
sino sus relaciones, obligaciones y dependencias hacia el ambiente.
Existe
en el interior del grupo, y de una manera más precisa, entre las
diferentes familias que acampan en un mismo lugar, una serie de ofrendas,
llamadas tchas, a las cuales cada uno se somete espontáneamente. Se
ofrece, se da (tal es la traducción de la palabra tchas, ofrenda,
dádiva, intercambio), aunque no háyanla que esperar en trueque por
el momento. Se trata, ante todo, de un acto gratuito, un acto de
correspondencia, de participación entre los individuos o las familias del
grupo del momento. Por ejemplo, el alimento es repartido entre todas las
familias del grupo sin que el que lo proporciona sea objeto de un reconocimiento
especial por el esfuerzo o el trabajo que le ha costado. Es el tchas colectivo,
al cual cada uno, según las circunstancias, se somete libremente y que
admite por beneficiarios a todos los miembros del grupo provisional. Ya Darwin
había señalado este espíritu de participación:
"Cuando se da a uno de ellos un pedazo de tela, la despedaza, para que cada uno
tenga su parte".
Existe
también un tchas individual, trueque o regalo, de individuo a individuo,
sin reciprocidad inmediata, ni aun necesariamente intercambio posterior de valor
igual con la persona que ha hecho el regalo. El beneficiario no está
obligado a una dádiva equivalente hacia quien lo ha gratificado ni hacia
alguna otra persona del grupo. No existe plazo fijo para cumplir con la
reciprocidad de un tchas. Basta que cada uno se integre en el ciclo de los
cambios en el interior del grupo, corresponda en la medida de su elección
con otro y de algún modo acepte participar en la vida del grupo. El tchas
se manifiesta también por lo que se podría llamar el
espíritu de visita y se halla en la base de un continuo ir y venir de
unos y otros durante el día, cuando se dirigen a las chozas vecinas para
charlar, comer y dormir. Bajo esta forma, ahora un poco tosca, parece cierto que
el tchas es el vestigio de una institución que en otro tiempo era mucho
más
importante
.
La
vida de relación entre alacalufes y chilotes no presenta ninguna
dificultad particular. Por su género de vida, los dos grupos están
muy cerca. Los chilotes se sienten más próximos a los indios que a
los blancos. Los loberos entran casi en el círculo del tchas y suele
ocurrir que los indios les lleven espontáneamente mariscos o les
proporcionen leña para su campamento. Pero se producen también a
menudo verdaderos intercambios, en los cuales los alacalufes desempeñan
con frecuencia el papel de víctimas. Los chilotes saben a las mil
maravillas hacer espejear ante los ojos de los indios ciertas posibilidades de
trueque, un fusil viejo corroído por el agua de mar o harina, contra
pieles de nutria o de foca. A veces el negocio es exorbitante: veinte pieles de
nutria contra un fusil viejo fuera de uso y para el cual no es posible obtener
municiones. Los alacalufes se preocupan poco de la contraparte, con tal de tener
una satisfacción.
Las
relaciones con los blancos son de muy otra naturaleza. No son más que una
simple yuxtaposición y no implican ninguna participación real. El
indio se coloca momentáneamente bajo la dependencia del blanco, hasta que
haya obtenido de él lo que desea, o de una manera de aprovechar lo que
él dejará a su partida. Pero su primera actitud es la desconfianza
y su intención más nítida es siempre recobrar su
independencia apenas haya alcanzado el fin que persigue.
Las ocasiones de tráfico
con los blancos son bastante limitadas, pues éstos frecuentan poco los
archipiélagos. Fuera de los pasajeros y de las tripulaciones de los
barcos que hacen escala en Puerto Edén, esta posibilidad es
prácticamente nula. Desde hace ya mucho tiempo las mujeres preparan por
adelantado una cantidad de pequeños canastos de juncos, que
regalarán como recuerdo a los pasajeros a cambio de cigarrillos, vestidos
y aún rouge para los labios. Bruscamente, hacia 1947, apareció una
nueva moda, la de botellas recubiertas con cestería de juncos. Es
probable que no nos hallemos ante una innovación espontánea, sino
ante la respuesta a un encargo y a explicaciones y botellas suministradas por
los marinos. La moda de las botellas no tuvo sino un tiempo, pues los pasajeros
prefirieron los pequeños canastos que tenían un aspecto de
recuerdos indios más auténticos y más personales. En 1953,
las botellas rodeadas de cestería habían desaparecido
completamente, pero fueron reemplazadas por minúsculas canoas de
cortezas, aproximadamente de las mismas formas y dimensiones que los que los
yaganes ofrecen a los viajeros del Canal Beagle, pero de un trabajo mucho
más ordinario. Trátese de cestas, botellas o canoas en miniatura,
son las mujeres quienes se encargan de la confección y del comercio a
bordo. Los hombres se presentan con las manos vacías. Las mujeres, en
espera de la próxima visita de un barco tienen también una
pequeña provisión de mariscos que les servirán como moneda
de cambio.
En
1948, el uso del dinero era aún ignorado de los alacalufes. En cambio, en
1953, los hombres pedían claramente dinero o alcohol, a cambio de pieles
de nutria o de foca. Estas proposiciones eran clandestinas y se hacían en
los pasadizos del buque o en los puestos de la tripulación, y con marinos
muchas veces encontrados antes. Los loberos fueron los instigadores de este
nuevo sistema de cambio. Ellos actúan a veces como intermediarios en
favor de los indios o controlan el producto de la venta. Como el negocio de los
chilotes, desconfiados por naturaleza, está siempre rodeado de misterio,
los alacalufes jóvenes actúan del mismo modo.