Capítulo
Octavo
Ayayema,
el espíritu del mal
Los
fenómenos religiosos sobreviven entre los alacalufes en actos materiales
que en otros tiempos les servían de soporte y que se hallan hoy
considerablemente alterados. Vida mental, probablemente, auténtica entre
los más antiguos del grupo, instituciones truncadas, religión muy
disminuida que no se expresa ya sino por retazos de los antiguos ritos, forman
actualmente los elementos confusos de que dispone el observador. La dificultad
consiste, primero, en descubrir los hechos que tengan relación con estas
creencias religiosas moribundas, en determinar en la vida cotidiana la parte
cubierta por lo sagrado, empresa difícil en una sociedad en la cual de lo
sagrada que, por decirlo así, ha perdido su vida, no subsisten ya sino
algunos actos materiales que cierto número de individuos transgrede y que
otros continúan observando. A veces la trasgresión es voluntaria,
mediante ciertos subterfugios, y, a veces, es inconsciente.
Es
probable que en la vida de los actuales alacalufes la parte de los
fenómenos religiosos no represente sino un fragmento, inorgánico y
bien leve, de lo que era en otro tiempo. La ausencia de figuraciones y de
símbolos dista mucho de favorecer a la investigación. Aun cuando
las respuestas sean completas y de buena fe, no pueden dar sino una
visión fragmentaria de los fenómenos religiosos. Más bien a
menudo el informador eludirá las preguntas o se negará a
responder, movido por una especie de vergüenza. Los pocos restos de
obligaciones religiosas se observan secretamente y sólo por los
más antiguos. Los cantos, danzas y mímicas son, a los ojos de los
propios indios, cosas proscritas que no harían sino excitar la mofa de
los blancos: es preciso, pues, abandonarlos. Sólo después de
largos meses de frecuentación se pueden exhumar de la memoria de los de
más edad, que son los únicos en conocerlos, los pocos cantos que
no han caído aún en el olvido. Los ritos positivos son raros. No
se manifiestan, y eso no siempre, sino en los casos de extremo peligro o de
muerte, y su significación profunda escapa aun a los interesados. En
cuanto a los ritos negativos, las interdicciones, no son siempre fáciles
de descubrir. Su observancia es tan sutil que pueden pasar por simples actos de
la vida corriente. ¿Cómo reconstituir en estas condiciones un
conjunto de creencias casi completamente olvidadas?
Los fueguinos, y los alacalufes
en particular, ¿han conocido en otro tiempo un sistema totémico? En
todo caso, tal sistema ha desaparecido, y parece que desde hace largo tiempo.
Sin embargo, uno se pregunta cómo explicar esta especie de culto difuso
del zorro, que se traduce en cantos y en una atención particular por este
animal, o ciertos ritos que consisten en romper un arpón para focas en la
espalda de un enfermo, en picar la cuerda de pescar en pequeños pedazos,
en ponerlos al fuego y hacerlos tragar, quemantes, por el paciente. Con la mejor
voluntad del mundo, los alacalufes son incapaces de dar una explicación
de esos ritos completamente aberrantes.
Las fiestas de iniciación
han desaparecido sin dejar huellas, aparte un vago recuerdo de detalles
materiales sin valor. Sólo los ritos de la muerte, que se observan
sólo en pequeña parte, siguen la vigencia entre los alacalufes. No
forman un conjunto coherente. Con toda evidencia, una parte ha desaparecido y
los indios actuales zurcen formas religiosas incompletas a una vida
étnica disminuida y diferente.
Establecer
lazos entre estas migajas es una tarea prácticamente imposible, si se
quiere conservar la objetividad a los hechos expuestos en este capítulo.
En lugar de un sistema, presentaremos hechos yuxtapuestos, a los cuales nos
esforzaremos por no dar un contenido o conexiones que no estarían de
acuerdo con la realidad actual, o que irían más allá del
contenido suministrado por el informante.
1. Creencias e
interdicciones
Los
espíritus del mal. La existencia de un ser superior bueno no tiene
prácticamente lugar en la vida religiosa de los alacalufes. ¿Se ha
perdido esta tradición, habrá caído en el olvido? No
podríamos decirlo, pero, en el hecho, toda la existencia de los indios de
los archipiélagos está centrada en la presencia de un genio
perverso y poderoso, antropomorfizado en las representaciones que de él
se hacen. Su personalidad y su acción poseen la imagen de la
desolación de su tierra. Ayayema -tal es su nombre- es el perseguidor
obstinado de cada uno de los indios. El tiene un gran poder de difusión y
maniobra a su arbitrio los elementos naturales. Su dominio durante el día
es el pantano, el papi. Durante la noche ronda a lo largo de las costas en la
espesura del bosque. Imaginemos esas noches en los canales, intensamente
oscuros, ahogadas en torrentes de agua, sumergidas por el ruido lúgubre
de la tempestad contra la cual el indio no tiene más refugio que su
cabaña de pieles ni otro socorro que el fuego que arde en torno suyo.
¡Cómo podría no experimentar el sentimiento de un asalto
continuo contra su propia vida! Ayayema dispone de las fuerzas naturales y, en
particular, del terrible viento del noroeste, que tumba la canoa. El dispone del
fuego de la choza, cuyas llamas alarga hacia lo alto para incendiarla, mientras
sus ocupantes dormitan. Es él quien hace crepitar las brasas y las
proyecta sobre la piel desnuda. Las enfermedades, los accidentes son producidos
por sus persecuciones asiduas y personales. Cuando todo el campamento
está dormido, él viene a tomar posesión de los indios,
ronda en la choza desde el suelo hasta el techo. Cuando Ayayema impone su
presencia maléfica en los sueños, en las enfermedades, es preciso
cambiar de campamento, emigrar a otra playa menos frecuentada por el
espíritu del mal.
Ayayema
tiene olor de podredumbre. Los alacalufes son muy sensibles a ciertos malos
olores, sobre todo a los que provienen de la descomposición de las
materias que impregnan el suelo. Cuando el suelo de la choza empieza a
desprender ciertas emanaciones, ése es un mal signo y denota la visita
insólita del espíritu del mal. En su avance subterráneo,
él ha descubierto la choza. Es, pues, necesario cambiar de campamento.
Esta circunstancia no implica siempre un cambio de bahía o de playa,
sino, simplemente, que se vaya a establecer un poco más lejos.
Kawtcho es, como Ayayema, el
espíritu rondador de la noche. Es descrito como un hombre de muy alta
estatura, una especie de gigante. Durante el día, camina bajo tierra,
pero emerge de pronto en la noche a lo largo de las playas. Su olor de
podredumbre despierta a los perros que aúllan y dan noticia de su temida
presencia. Cuando los perros arman una algazara nocturna, Kaetcho está en
la vecindad. Los indios no salen de la choza y montan guardia. Si un hombre
fuera sorprendido caminando solitario por la playa, sentiría de pronto
las manos enormes y ganchudas de Kawtcho estrechándole la cara y
vaciándole los ojos, hasta dejarlo muerto. Sus dedos se recurvan en
garras. No ataca sino por detrás. Es invulnerable y nadie puede
escapársele por la fuga ni dominarlo en la lucha. Su cabeza está
cubierta de cabellos "duros y rectos como clavos" y tocada con un bonete "duro
como hierro". De su frente emergen dos cuernos igualmente "duros como hierro".
En su pecho, dos luces que él enciende y apaga a voluntad sirven para
guiarlo en su camino cuando él emerge sobre la tierra. Frecuentemente, en
las negras noches de tempestad, los alacalufes, los viejos y a veces los
jóvenes, pretenden haber divisado las dos luces de Kawtcho.
Otro espíritu, menos
dañoso que Ayayema y Kawtcho, es el que ronda en la cima de las
montañas y los glaciares. Tal es Mwono. El no abandona sus dominios y su
acción no se ejerce sino contra los intrépidos que se aventuran
cerca de los glaciares, en el fondo de los fiordos. Mwono es el espíritu
del ruido. Es él quien precipita con gran estrépito las avalanchas
y hace deslizarse a lo largo de los pendientes pedazos enteros de
montañas, que arrastran a rocas y árboles.
Sobre todo, las turberas son las
mansiones de los espíritus maléficos. Hay que acercarse a ella con
muchas precauciones. Sobre todo, si está solo, el indio no se aventura
sin aprensión por esos espacios desnudos donde, por encima de un
líquido gelatinoso, flota un tapiz de hierbas ásperas que se hunde
peligrosamente a cada paso. Este tapiz engañoso está roto en
algunos sitios, por donde aparece el magma subyacente, en el cual nadan nubes de
algas algodonosas. Si se hinca allí una pértiga más alta
que un hombre, desaparecerá sin la menor resistencia. Sobre una
superficie oscilante a cada paso, se necesita caminar con precaución y
rapidez, fijar por adelantado puntos de apoyo más firmes sobre
excrecencias formadas por la acumulación de musgos. Cuando, durante sus
salidas a la montaña a la caza del huemul, un indio se ve obligado a
pasar por ahí, el pensamiento de Kawtcho lo acompaña, o el
Ayayema, que podrían emerger tras él, en un relente de
podredumbre, y arrastrado para siempre a través de una desgarradura del
tapiz vegetal. Nada debe, pues, revelar la presencia humana, que no debe
estacionarse en este dominio maldito sino el tiempo necesario. Hay que caminar
sin descanso, no manifestarse encendiendo el fuego, o, simplemente, alumbrando
un cigarrillo.
En
el extremo norte de la Siberia oriental existen también tundras
pantanosas, cerca de los montes Tas-Haiakh-Takh. Una creencia de los iakuts y
tunguses, que se refiere a ellas, se acerca mucho a la de los alcalufes. "El
mundo animal evita esas tundras turbosas llamadas de engullimiento, lo mismo que
el hombre. Toda vida parece allí extinguida. Los tunguses y los iakutas
están convencidos de que las vastas mansiones de "taion cheitan", del
príncipe del infierno, se hallan bajo ese tapiz engañoso, y en
tales lugares se desarrollan los relatos de sus
leyendas"
.
Los
sueños y los presagios. No es casi posible, en el estado actual de las
cosas distinguir, entre los actos de la vida de los alacalufes, los que
están sometidos a un pensamiento religioso de los que no lo están.
Sólo algunos acontecimientos de su vida conservan manifiestamente huellas
de vida religiosa, aisladas, no integradas a un sistema. Se trata, sobre todo,
de los que se relacionan con la enfermedad, la muerte y la vida en el Más
Allá. La muerte es el gran problema, pero la actitud ante ella es toda
de pasividad y aceptación. Sólo sus síntomas, aún
lejanos, son objeto de ansiedad: sueños, presagios, alucinaciones o los
síntomas más benignos de la enfermedad. En este dominio no hay
distinción entre viejos y jóvenes. Estos últimos se ligan
al pasado. Aunque no creen ya en los sueños, en la presencia de los
antepasados en su vida y en Ayayema sino de una manera muy confusa, están
atentos a lo que en su organismo pueda revelar cualquiera falla, por
mínima que sea.
El
corazón es considerado como el órgano de la vida. La regularidad
de sus pulsaciones es un síntoma del buen funcionamiento del cuerpo.
Cuando se produce una palpitación más sensible o dolorosa, se
trata de un presagio de muerte. El indio dice que su corazón salta. Se
crispa de súbito, retiene su respiración. Se quedará en una
actitud lúgubre y aplastada en el rincón del fuego, pensativo e
inmóvil, hasta que una diversión le haga olvidar la advertencia y
lo introduzca de nuevo en su vida normal. Todos los dolores internos son
interpretados de la misma manera. La mayor parte del tiempo son reales y
corresponden a las deficiencias de que hemos hablado antes. Es posible que sean
las numerosas muertes que diezman a la actual población alacalufe la
causa de este estado de hiper ansiedad. La especie de letargo, hecho de
inacción, de semi sueño perpetuo y de ensueño, la
monotonía de los días, la inclemencia prolongada del tiempo (que
es el principal elemento de la vida indígena), contribuyen a crear un
ambiente favorable a la continua auscultación del propio cuerpo, al
hábito de espiar todas las anomalías reales y de suponer otras. No
se trata de una actitud individual. Toda la colectividad cae a la vez en esa
actitud de tristeza o de desesperación que se crea durante los
interminables períodos de tempestades, de lluvia y de días
sombríos. Que se sobrevenga un día de calma y de buen tiempo, una
partida de caza o el paso de un buque, y esa atmósfera de terror
aplastante o de tristeza termina por un tiempo.
Mucho menos dependientes de un
clima en cierto modo externo, los sueños son la relación directa
con otro mundo. No representan un trastorno pasajero, sino una
premonición de un peligro amenazante, enfermedad
o
muerte. Estos sueños significan la visita nocturna de los muertos del
grupo que, de esta manera, vuelven a entrar en el mundo de los vivos. En el
momento de su deceso se había intentado separarlos del grupo,
dotándolos para su vida en el Más Allá de lo que le era
necesario; quemando y dispersando todo lo que les había pertenecido, para
cortarles el camino de vuelta entre los vivos. Cada uno de estos sueños,
en el cual actúa un padre o un conocido, es una intromisión en el
mundo de los vivos, tanto más peligrosa cuando la aparición
esté ligada al sujeto del sueño por lazos de parentesco o de
amistad. Amigo se traduce por kotchalakso, el que va con. La presencia del
amigo, del pariente en el sueño, significa que será preciso "ir
con él" por el reino subterráneo de Ayayema. El muerto no se
resigna a su soledad. Tiene necesidad de la ayuda de sus conocidos y en la noche
viene a tratar de apoderarse de ellos. El poder del muerto es más fuerte
que la resistencia del vivo. La advertencia debe de ser tomada en
consideración. Marca un fin tanto más próximo cuando
más repetidas son las intervenciones del difunto.
Las
noches en la cabaña indígena dejan a veces una alucinante
impresión de terror. El sueño es entrecortado por quejas, gemidos
y llamados, por despertares huraños de seres aterrados.
Es preciso evitar con cuidado
todo lo que recuerde la vecindad perniciosa de los muertos. Evidentemente, no se
trata de acampar en un sitio próximo a una sepultura. Este sitio
está definitivamente proscrito. Tampoco hay que llamar la atención
del muerto, pasando demasiada cerca de la grieta de rocas, en la cual hay un
cadáver disecándose en su envoltura de pieles de foca. Todo lo que
está asociado a la muerte es de mal augurio: el jote que pasa por haberse
rellenado de carne humana, la noche que sorprende al indio solitario y que
envuelve a todos los muertos, el claro de luna que alarga las sombras, los
gritos de las aves nocturnas. Cuando la wauda viene a posarse en el borde de la
canoa y lanza ante las cabañas su grito siniestro, cuando el gran
búho de Magallanes ulula en la noche, los alacalufes oyen las llamadas de
un muerto.
La
creencia de los mensajes del Más Allá es acaso la más viva
de las creencias de los alcalufes. Ellos consideran siempre que están
unidos a sus muertos. Su desaparición progresiva y cierta no es, por lo
demás, extraña a la atención particular que consagran a
estos mensajes de los difuntos, que son a menudo seguidos por la partida de uno
de los vivos. Ya no tienen actualmente nociones claras sobre la vida de los
muertos en el otro mundo. Solamente saben que actúan en nombre de
Ayayema. Un hecho recientemente acaecido ha provocado un gran trastorno en sus
espíritus. Cuatro indios se ahogaron, en 1953, en el fiordo Baker.
Algunos días después se halló su chalupa vacía y el
cadáver de una de sus víctimas, un muchacho de 14 años,
botado en una playa. Al lado del cadáver, una gran foca parecía
montar guardia. Ante este cuadro, los indios fueron presa del terror. Esta
especie de aparición reavivó en aquellos en quienes estaba
flaqueando la noción de las relaciones con el Más Allá.
Los
tabúes. Aunque numerosas, las interdicciones no son siempre observables,
por ser muy grande la similitud entre la manera como son respetadas y simples
gestos naturales. Conciernen principalmente a la alimentación que
proviene del mar y a todo lo que a ésta se refiere.
El
consumo de ciertos mariscos, que forman el fondo alimenticio de los alacalufes,
está sometido a algunas reglas y restricciones. Las diferentes especies
de choros, cholgas y, en la medida en que se consumen, los quilmahues, no deben
jamás comerse crudos. Las machas y los erizos pueden consumirse crudos el
mismo día en que han sido pescados, pero deben cocerse desde el
día siguiente. Las conchas no deben ser arrojadas al mar. Las conchas de
machas y de erizos que han sido consumidos crudos no deben ser arrojadas al
fuego. Las de erizos son recogidas cuidadosamente en un canasto o una caja y
alguien va a botarlas lejos de la choza. Lo mismo debía de ocurrir hace
algunos milenios, pues en ciertos sitios arqueológicos se hallan
aún las conchas cónicas de las machas apiladas unas sobre otras.
Ninguna concha es arrojada voluntariamente al mar. Son vaciadas hacia la
pendiente por la puerta de la cabaña.
Por
no haberse dado cuenta de estas observancias, el guardiamarina Byron,
náufrago desde hacía varios meses en los archipiélagos
(1741), suscitó involuntariamente la cólera de una familia de
indios a la cual se había unido con la esperanza de llegar a
Chiloé. Mientras comía machas, arrojó las conchas al mar.
Al ver eso, los indios estuvieron a punto de echarlo al agua, canoa abajo.
Después, actuó prudentemente, imitando a sus huéspedes, que
amontonaban las conchas en el fondo de la canoa y, una vez en tierra, las
llevaban hasta más arriba de la marca de las altas mareas.
Aun en nuestros días,
cuando un fragmento de concha de erizo cae al fuego, se apresuran a sacarlo, aun
con los dedos, al precio de quemarse. La transgresión de este
tabú, como de todos los otros, se paga con mal tiempo, con el terrible
viento del Noroeste que pillará al indio cuando esté de viaje.
A
este grupo de interdicciones alimenticias se agregan otras concernientes a la
foca. El corazón, los pulmones y, en general, todas las glándulas
y ganglios se sacan y se botan, para que los coman los perros.
Los perros son también
objetos de interdicción. Esta prohibido matarlos y comerlos. Más
hay fáciles subterfugios para transgredir la ley. Se espera que se
anuncie un período de buen tiempo, y se lo aprovecha en matar los perros
que sobran y comerlos. El riesgo de tempestad es así evitado. El hecho se
ha producido muchas veces. Parece que hay una oposición precisa entre el
fuego y el mar, pero ignoramos su verdadero sentido. Numerosas son las
interdicciones que de ella dependen. No se debe hacer fuego en la playa, sino
más arriba del nivel de las altas mareas. Asimismo, ninguna piedra o roca
que haya estado en contacto con el agua de mar puede acercarse al fuego. No se
puede verter agua de mar sobre el fuego, ni hacerla hervir. El fuego es
descubierto, aun sobre la tierra firme, no debe de hacerse sino en ciertas
circunstancias y siempre en pleno día, nunca de noche. Las mujeres de
pesca, por ejemplo, después de haber buceado muchas veces desnudas,
pueden encender fuego en un islote para calentarse, pero, en la noche, todo
fuego descubierto señala a Ayayema o a Kawtcho la presencia humana. Se
trata, sin duda, en este caso, más de una precaución que de un
interdicto.
Mencionemos
también que las armazones de cabañas abandonadas son objeto de
interdicción y que no son nunca destruidas.
Todos
estos hechos son prácticamente imperceptibles para un observador
desprevenido y no se hallan registrados en los diarios de los navegantes. Fuera
de las aventuras de Byron, no se puede citar a este respecto sino una
observación del P. García Martí. El venía al sur del
Golfo de Penas a buscar gentiles para llevarlos a su misión de
Caillín, y señala que uno de estos indios se indignó cuando
un español que acompañaba al misionero lavó su poncho con
agua de mar, porque eso traía mal tiempo. El indio tuvo el mismo
sobresalto cuando el español se puso a cocer cochayuyo (gran alga laminar
que se consume en Chiloé), pues el mar se pondría malo. El indio
se pintó la cara para pedir buen tiempo.
La importancia de los
cabellos. Los alacalufes atribuyen cierto número de muertes
súbitas, de otra manera inexplicable, al hecho de haber venido alguien
subrepticiamente, durante su sueño, a cortar a la víctima un
mechón de sus cabellos. Al hacer tal cosa, ha adquirido poder sobre la
vida del otro. Esta visita maléfica puede, por lo demás, hacerse
en sueños tanto como en la realidad. En nuestros días, a los
alacalufes no les gusta ya usar sus cabellos largos, como en otro tiempo. Se los
cortan con tijeras, y a veces, para que la operación tenga mejores
resultados estéticos, piden la ayuda de un blanco. Hace algún
tiempo, se los cortaban unos a otros por medio del filo del hacha, afilado como
una navaja. Las guedejas, para ser cortadas, se apoyaban en un pedazo de madera
que hacía el papel de tajo de cocina. Para conjurar todo posible
maleficio, si la operación se desarrollaba en la propia cabaña, la
persona a quien le cortaban los cabellos arrojaba un mechón al fuego. Si
no, tomaba un puñado y se iba inmediatamente a arrojarlos en su propio
fuego.
Dos siglos antes, las
cosas eran más complejas, mas el principio era el mismo: "Un tayjataf (de
la isla Wellington) dice que la muerte por maleficio se produce así, pues
él tuvo un hijo muerto de esta manera. Por razón de guerra
o de simple enemistad, cuando se
quiere perjudicar a un enemigo, se busca la ocasión, y se la encuentra
ordinariamente, de cortarle los cabellos de lo alto de la cabeza cuando
está dormido. Se amarra este mechón de cabellos con una fibra de
barbas de ballena, y, para producir el maleficio, ante la familia reunida, el
paquete de cabellos es puesto entre dos piedras y todos danzan alrededor durante
toda la noche, invocando al demonio. De tiempo en tiempo, golpean, aplastan y
agujerean el mechón y, si quieren que el sujeto del maleficio muera
pronto, no cesan de danzar y de golpear. Cuando van a pescar mariscos, amarran
el mechón a un alga, para que las olas lo golpeen. Cuando van a buscar
leña, echan por tierra al mechón desde lo alto de un árbol,
persuadidos de que el enemigo siente en su cuerpo, aunque esté lejos,
grandes olores y grandes fatigas, que sangra abundantemente y que, por fin,
muere. . . Toda la gente que hallé tiene cortados los cabellos de lo alto
de la cabeza, por temor del maleficio". (P. García Martí.
1766-1767).
Asimismo,
el capitán Parker King (Fitz Roy, 1826) tuvo la ocurrencia de cortar un
mechón de cabellos de la cabeza de un indio, "y éste se
mostró muy ofendido por ese gesto; recuperó los cabellos y los
pasó a su mujer que los envolvió cuidadosamente en el canasto en
el cual guardaba perlas y pintura". Por el contrario, en 1842, el capitán
James Clark Ross, mediante intercambio de rizos de su propia cabellera, pudo
conseguir que los indios se dejaran cortar los cabellos, y mostraron aun gran
satisfacción por tener su pelo alivianado.
El
gesto que los indios efectúan en nuestros días, quemando un
mechón cualquiera de sus cabellos, se vincula, pues, a una lejana
tradición.
2. Los ritos del
nacimiento, de la enfermedad y de la muerte
Ritos
y fiestas del pasado. La mayoría de los ritos y las fiestas han
desaparecido, y no se encuentran sino alusiones o descripciones demasiado breves
en los antiguos relatos.
Entre
los ritos que no están ya en uso, pero que no han caído aún
en el olvido, es preciso citar algunas fiestas, que se efectuaban hace unos 50
años y acaso aún más recientemente, pero en las cuales
ninguno de los alacalufes vivientes ha participado de una manera efectiva. Se
trata de una tradición oral insospechable, pero cuyos detalles no son de
absoluta certidumbre. Estas fiestas tenían lugar en las cabañas,
cuando se producía algún acontecimiento feliz, como una caza
particularmente fructífera, o, con frecuencia, cuando hallaban alguna
ballena varada y un gran número de familias podía reunirse en
torno a ella. Sucedía también, pero en esto nos enfrentamos a
problemas inciertos relacionados con las ceremonias periódicas sobre las
cuales no es ya posible obtener detalles, que los alacalufes reunidos en gran
número construyeran una vasta cabaña que podía contener a
todos los hombres y que ellos llamaban el tchelo ayayema (la gran cabaña
de Ayayema).
en estas
circunstancias, todos los hombres, sin duda ellos solamente, se pintaban el
cuerpo de rojo, se ponían un bonete de plumas y alas de petreles, y
rodeaban su cuello y sus brazos con collares y brazaletes de plumas blancas
ensartadas en tiras de cuero. se pasaban carbón de leña por las
cejas. Se limitaban la cara con rayas rojas, dos, simétricas, que iban
desde la oreja hasta el mentón y otras dos desde la base de la nariz a la
comisura de los labios. el pecho estaba adornado con anchas fajas rojas, dos en
diagonal desde los hombros al esternón, y otras difusas en los
pectorales, con la tercera dando vuelta por la cintura.
Byron parece haber sido el
único navegante que, durante los meses que pasó entre los indios,
fue testigo de "ceremonias" religiosas. Desgraciadamente, sus descripciones del
"salvajismo" de los indios son muy rudimentarias y él no intentó
en lo más mínimo penetrar en el sentido de lo que veía.
Según él, los indígenas no tienen épocas fijas para
sus ceremonias religiosas. Los antiguos comienzan la fiesta "por algunos
gruñidos profundos y sin gracia, que llegan gradualmente a una especie de
canto espantoso", y de ahí pasan a una especie de frenesí. De
pronto se ponen a saltar, cogen pajuelas ardiendo, se las meten en la boca y
corren quemando a todos los que se les acercan. Otras veces se cortan unos a
otros con conchas de choros afiladas, hasta quedar completamente untados de
sangre. Estas orgías continúan hasta que les brota espuma de la
boca y, chorreantes de sudor, se desploman de fatiga. Cuando los hombres ya no
pueden más, las mujeres los siguen haciendo aun con más ruido y
con mayores gritos.
De
todo eso nada queda. Sólo puede citarse un hecho que tiene tal vez
relación con fiestas antiguas. Periódicamente, en los
períodos de depresión, que son propicios a la formación de
una psicosis de pesimismo colectivo, favorable a los sueños
lúgubres y a los presagios de muerte (lo que muestra, por lo
demás, que el hecho no tiene relación con la busca de excitaciones
por medio del alcohol), un hombre o, más a menudo, una mujer, declara que
va embriagarse. El o ella toman entonces un cigarrillo o varios y se pone a
tragar humo, ávidamente, con aspiraciones cortas y rápidas. Pronto
palidece, siente que sus miembros se hinchan y experimentan un vértigo
que lo invade. El paciente se derrumba, a menudo sobre el fuego, de donde los
asistentes lo sacan cubierto de terribles quemaduras, a las que en una
ocasión uno de ellos llegó a sucumbir. El sentido de este gesto es
bien difícilmente definible. Cuando se les pone la pregunta, los indios
responden: Tchetchekyuyefne kyena. "A mí me gusta embriagarme". Kyuyefna
significa tener vértigo, sufrir de náuseas y, sin duda, por
extensión, embriagarse, en el sentido propio del término.
¿Habrá que relacionar con este hecho esa especie de euforia,
moderada, por lo demás, que se apodera de los indios en el momento en que
maduran los frutos del canelo? Los alacalufes absorben grandes cantidades, por
puñados, a pesar del sabor picante, casi intolerable del fruto.
¿Contendría un ligero alcaloide? ¿Estamos frente a un resto de
tradición religiosa, a una sobre vivencia muy aminorada? Imposible
decirlo. Actualmente el canelo no es objeto de consideración sino por un
follaje odorífico y las virtudes medicinales de su corteza, y por esa
utilización de sus granos con el fin de producir una excitación
real o ficticia. Su uso no parece de ninguna manera legado a una noción
de lo sagrado.
Tratamiento de las
enfermedades. Los alacalufes agrupados en Edén reciben ciertos cuidados
elementales en caso de accidentes, cuando hay en el puesto algún militar
que haga las veces de enfermero. Una pequeña farmacia contiene los
elementos necesarios para una intervención de urgencia. Los indios de
prestan voluntariamente a toda clase de cuidados y exámenes. Aceptan
escrupulosamente los remedios que les dan, particularmente si su
administración va acompañada de un cierto ritual de asepsia, como
cuando se trata de inyecciones.
La
facilidad que tienen de obtener, cada vez que lo piden, un cierto número
de cuidados, no les impide abandonar su propia terapéutica, a menudo en
contradicción con lo que se les ha prescrito. Continúan
administrándosela, además, como una garantía complementaria
de eficacia.
Las heridas
producidas por cortaduras o quemaduras se mantienen largo tiempo sin cicatrizar,
a causa de su contacto constante con el agua. Se difunden y la infección
se propaga rápidamente a causa del desaseo. El indio siempre se
impresiona mucho por una herida que sangra y supura, aunque sea indolora. No
sale de su cabaña, ni trabaja. Permanece tendido al lago del fuego, bajo
sus restos de sacos y de mantas, ocupado en cuidarse. Cada uno se cura sus
propias heridas, espolvoreando las más leves con ceniza, y aplicando a
los mayores remedios de origen vegetal. Los más comunes son
líquidos producidos por la maceración en agua de plantas
aromáticas como la corteza de canelo, finalmente raspada por medio de una
concha, y los tallos, hojas y raíces de una mirtácea rampante. El
tabaco es también empleado en los mismos usos y según los mismos
procedimientos.
El
agua de maceración sirve para lavar la herida y la estopa de corteza de
canelo o el tabaco mojado se mantienen en aplicaciones. Si la llaga es dolorosa,
o si el enfermo siente fiebre, además de los cuidados anteriores, el
miembro enfermo, pierna, pie, brazo, mano o dedo, es ligado con un garrote hecho
con una tira de cuero o corrientemente con una cuerda o un tallo de esparto. Se
procede de la misma manera cuando hay que tratar luxaciones, torceduras o
contusiones, dolores internos sin lesión aparente, todo lo que el indio
traducen su lenguaje por "sufrir de los huesos", es decir, tanto los dolores
reumáticos, las rigideces y anquilosis de los miembros, como cualquier
dolor difuso que no llega a localizar. Todos los males del vientre,
indistintamente, son tratados de una manera diversa: se muelen ortigas frescas,
se calienta la pasta así obtenida, y se la aplica sobre el abdomen del
enfermo. Cuando se trata de erupciones cutáneas ligeramente dolorosas e
infectadas, el tratamiento consiste en coger entre el pulgar y el índice
el punto doloroso, metiendo los dedos juntos en la boca y sacándolos
bruscamente al expulsar el aire, es decir, el mal, con un chasquido sonoro. Esta
tradición es secular, pues, a fines del siglo XVIII, el narrador del
viaje de la Santa María de la Cabeza anotaba ya que, cuando a los indios
"les duele alguna parte, aplican la mano en el sitio doloroso y soplan sobre
él mirando el cielo".
Los curanderos. El asiento de
las enfermedades más graves, más dolorosas, que se manifiestan con
fiebre, debilidad y abatimiento, son la garganta, o el conjunto
corazón-pulmón, donde residen las funciones vitales. El
tratamiento, entonces, no deriva ya de la terapéutica individual, sino de
los recursos del curandero, es decir, de la intervención de otra persona,
cuando, en cambio, en los casos anteriores cada uno trataba sus propios males.
Un paciente del enfermo (en los casos observados se trataba siempre de una
persona de edad) practica sobre la parte enferma, cuello y busto, algunas
incisiones lineales de algunos centímetros de largo, grabando bastante
profundamente la piel. El instrumento utilizado era la arista aguzada de una
concha de choro. Actualmente se emplean también el cuchillo y la hoja de
afeitar.
La
sangre que fluye de cada incisión se aspira por la boca, largamente y con
fuerza. El operador permanece largos minutos inmóvil, con los labios
oprimiendo la piel del paciente. Se echa la sangre enferma en una concha. Esta
operación se succión se repite cuantas veces sea necesaria para
recoger una cantidad apreciable de sangre. Una vez llena, la concha es
depositada sobre las cenizas calientes cerca del fuego, y cuando la sangre se
coagula y comienza a calcinarse, se la coloca bajo la cama del enfermo.
Además de este tratamiento, el enfermo debe bañarse, "para que su
corazón no salte más", es decir, para calmar su fiebre. Al
amanecer, después de una noche agitada, se desliza completamente desnudo
fuera de la choza, a pesar de la lluvia o del viento glacial. Si el mar
está helado, rompe el hielo y se sumerge completamente durante algunos
instantes, y después se vuelve tiritando al lado del fuego. El uso de
baños forma parte del bagaje tradicional de los indios. El P.
García Martí señala el tratamiento que seguía uno de
los indios que él llevó a su misión de Cailén: "Un
pagano de los que trajimos se bañó y entró en su choza; en
seguida, su mujer se sentó a su lado y empezó a frotarle el pecho
y la espalda. Algunas veces ella lloraba, otras veces cantaba y otras se
quejaba, y otras veces, aplicándola boca sobre el hombro, aullaba, como
quien se espanta de algo. Pronto llegó otra mujer, que lo ungió,
impregnándolo con colo (?) en los brazos, el pecho y los hombros,
acompañando a la otra con sus cantos, quejas y gritos, y el paciente
hacía lo mismo. Pregunté de qué se trataba y los remeros
chilotes me respondieron que era un machitún para curar a ese hombre
enfermo de la espalda. Entre los gritos, su mujer lo salpicaba de agua con la
boca. Numerosas veces al día el enfermo se echaba al agua a nadar".
He aquí otro modo de
tratamiento descrito por Bougainville, que lo observó en un grupo de
indios acampados en Puerto Galante. "Uno de sus hijos, de más o menos
doce años, el único de toda la banda cuyo rostro fuera interesante
a nuestros ojos, tuvo de pronto unos esputos de sangre seguidos de violentas
convulsiones. El desgraciado había estado a bordo del Etoile, donde le
dieron pedazos de vidrio y de cristal, sin prever el funesto efecto que
debía seguir a este presente. Estos salvajes tienen el hábito de
meterse en la garganta y en la nariz pequeños pedazos de talco. Tal vez
la superstición concede alguna virtud a esta especie de talismán;
tal vez lo miran como un preservativo para alguna incomidad a la cual
están sujetos. Verosímilmente, el niño había hecho
el mismo uso del vidrio. Tenía los labios, las encías y el paladar
cortados en varios sitios y perdía sangre casi continuamente. Este
accidente produjo consternación y desconfianza. Sin duda los indios nos
echaron la culpa de algún maleficio, pues la primera acción del
que se apoderó inmediatamente del niño fue despojarlo
precipitadamente de una casaca de tela que le habían dado. El quiso
devolverla a los franceses y, como se negaran a tomarla de nuevo, se las
arrojó a sus pies. Es verdad que otro salvaje, que sin duda era
más amante de la ropa que temeroso de los encantamientos, la
recogió inmediatamente. El brujo tendió primero al niño de
espalda en una de las cabañas y, poniéndose de rodillas entre sus
piernas, se curvó sobre él, y con la cabeza y las dos manos le
apretaba el vientre con todas sus fuerzas, gritando continuamente, sin que se
pudiera distinguir nada de articulado en sus gritos. De tiempo en tiempo se
levantaba y parecía tener al mal entre sus manos juntas, las abría
de pronto en el aire, soplando como si hubiera querido expulsar a algún
espíritu maligno. Durante esta ceremonia, una vieja llorando aullaba al
oído del enfermo hasta dejarlo sordo. El infortunado niño
parecía sufrir tanto del remedio como de su mal. El brujo le dio alguna
tregua, mientras iba a ponerse sus adornos ceremoniales, pero en seguida, con
los cabellos empolvados y la cabeza adornada con dos alas blancas semejantes al
gorro de Mercurio, recomenzó sus funciones con más confianza.
aunque con tan poco éxito como antes. Como el niño entonces
parecía peor, nuestro capellán le administró furtivamente
el bautismo. Los oficiales habían vuelto a bordo y me contaron lo que
pasaba en tierra. Allí me dirigí de inmediato con M. de la Porte,
nuestro cirujano mayor, que hizo traer un poco de leche y una tisana emoliente.
Cuando llegamos, el enfermo estaba fuera de la cabaña. El brujo, al cual
se había añadido otro, ataviado con los mismos ornamentos,
había reiniciado su operación sobre el vientre, las nalgas y la
espalda del niño. Daba piedad verlos martirizar a esa infortunada
criatura, que sufría sin quejarse. Su cuerpo estaba ya todo martirizado,
y los médicos continuaban aún el bárbaro remedio con
fuertes conjuraciones. El dolor del padre y de la madre, sus lágrimas, el
vivo interés de toda la banda, interés manifestado por signos
inequívocos, la paciencia del niño, nos mostraban el
espectáculo más enternecedor. Los salvajes se dieron cuenta, sin
duda, de que nosotros compartíamos su pena. Por lo menos, su desconfianza
nos pareció disminuir. Nos dejaron acercarnos al enfermo, y el cirujano
examinó su boca ensangrentada que el padre y otro indio succionaban
alternativamente. Costó mucho convencerlos de hacer uso de la leche. Fue
necesario probarla varias veces y, a pesar de la invencible oposición de
los magos, el padre al fin se decidió a darla a beber a su hijo. Aun
aceptó que le regalaran la cafetera llena de tisana emoliente. Los magos
manifestaban celos de nuestro cirujano, a quien parecieron reconocer por fin
como un hábil hechicero. Aun abrieron para él un saco de cuero que
llevan siempre colgando a un costado y que contiene su gorro de plumas, polvo
blanco, yalco y otros instrumentos de su arte; pero, apenas él lo hubo
mirado, volvieron a cerrarlo. Notamos también que, mientras uno de los
magos trabajaba por conjurar el mal del paciente, el otro no parecía
ocuparse sino de prevenir, por sus encantamientos, el efecto de la mala suerte
que, según se sospechaba, habríamos echado nosotros sobre ellos.
Volvimos a bordo a la entrada de la noche. El niño sufría menos.
Sin embargo, un vómito casi continuo que lo atormentaba nos hizo temer
que hubiera pasado vidrio al estómago. En seguida tuvimos lugar de creer
que nuestras conjeturas habían sido justas. Hacia las dos de la
mañana, se oyeron desde el buque reiterados aullidos, y desde el alba,
aunque hiciera un tiempo horrible, los salvajes se hicieron a la mar.
Huían, sin duda, de un lugar mancillado por la muerte y de esos
extranjeros funestos que, según ellos creían, no habrían
venido sino a destruirlos. Jamás pudieron doblar la punta occidental de
la bahía. En un instante más tranquilo, volvieron a hacerse vela,
pero un chubasco violento los arrojó a la cuadra y dispersó sus
frágiles embarcaciones. Cuándo se apresuraban en alejarse de
nosotros. . . Abandonaron en la playa una de las piraguas, que tenía
necesidad de reparaciones. Se formaron la idea de que nosotros éramos
seres maléficos, pero, ¿quién no les perdonaría su
resentimiento en semejante coyuntura? Qué pérdida, en efecto,
para una sociedad tan poco numerosa, la de un adolescente escapado a todos los
azares de la infancia. . . ".
Existe
aún ahora en el grupo alacalufe un cierto número de curanderos,
pero su papel no supone honores ni privilegios. El ceremonial y los adornos han
desaparecido y los cuidados se limitan a las pocas manipulaciones descritas
más arriba. 1
El
paso de la vida a la muerte. El problema de los ritos que se refieren al
nacimiento, a la enfermedad o a la muerte entre los indios de los
archipiélagos de Magallanes son difíciles de abordar. En los casos
más simples, la observación directa de los hechos es suficiente.
Cuando las enfermedades o las heridas son benignas, la eficacia de los gestos se
adivina fácilmente y el fin curativo es visible. Sea eficaz o no,
comprendemos el sentido de la aplicación de tal o cual decocción
vegetal sobre una herida o una cortadura. Pasado este grado elemental, es claro
que un simbolismo, es decir, el mundo del mito, entra en juego. La simple
observación es, entonces, insuficiente, y se hace errónea si no
nos ponemos en el plano de una mentalidad afectiva cuyas relaciones nos
desconciertan y se nos escapan.
En
lo que toca al nacimiento, el sentido de algunos ritos que son aún
respetados, sigue siéndonos oscuro, y tenemos que consternarnos con su
simple notación. Cuando está cerca el momento del parto, todos los
hombres abandonan la choza. sólo las mujeres deberán ocuparse de
la madre. Cuando el niño está a punto de nacer, ellas pones los
pies en el pecho de la parturienta y se apoyan con todas sus fuerzas. En el
instante del nacimiento, la madre de la parturienta corta el cordón
umbilical. si ella falta, es la propia madre nueva quien lo corta con un
cuchillo y lo guarda, colgado de los ramajes de la choza. La abuela del
recién nacido envuelve, entonces, la placenta en un trapo o en un pedazo
de cuero y va a enterrarlo en un hoyo hecho en el pantano, lejos de la
cabaña. A falta de la abuela, otra mujer se encargará de este
oficio. Después del nacimiento, las asistentes lavan al recién
nacido: toman un trago de agua, lo hacen circular en la boca hasta entibiarla y
salpican con ella al recién nacido. En cuanto a la madre, una vez
desembarazada, va a bañarse al mar. a partir de ese momento, los hombres
pueden entrar de nuevo en la choza. El padre toma el cordón y lo trenza
en una especie de anillo, que llevará suspendido al cuello durante varias
semanas. Durante 5 días, no tendrá relaciones con su mujer y se
acostará separado de ella.
La observación y la
descripción de las diferentes fases de la enfermedad y de la muerte
permiten aproximarse mejor, y en cierta medida comprender el conjunto complejo,
el mundo de los hechos religiosos que a ella se refieren, mundo infinitamente
más variado y complicado que los actos mismos que suscita. Las actitudes
psicológicas del individuo ante la enfermedad y la muerte revelan que el
concepto de muerte no tiene para el indio alacalufe la misma acepción que
para nosotros. y, sin embargo, este valor concedido al término muerte por
los alacalufes actuales es probablemente diverso del que le concedían
cuando eran un grupo étnico más poderoso, cuando la
desaparición de uno de los suyos no les afectaba socialmente. Como el
grupo se ha empequeñecido, la noción de muerte ha llegado a ser
diferente para ellos y, desde que están reducidos a una mínima
minoría, ¿no se ha acercado a nuestra noción de la muerte? O
bien, ¿se habrán superpuesto estas dos nociones? Son éstas
otras tantas preguntas a las cuales no se puede responder sino por la
descripción minuciosa de los hechos materiales, junto con tomar siempre
en cuenta en su interpretación que está próximo el fin de
este pueblo, que los sobrevivientes tienen conciencia de ello, y que para ellos
las nociones y los valores tradicionales están a la vez casi extintos y
en parte renovados.
Tal vez, como
en otro tiempo, la muerte continúa señalando el tránsito a
una existencia total, real, fuera del mundo de los vivos. Pero a esta idea se
agrega la que se impone: la desaparición. La lenta decadencia
numérica del grupo que se produce a la vista de los sobrevivientes
añade la idea de destrucción definitiva. En otro tiempo la muerte
no afectaba sino a la familia, al campamento momentáneo; mas ahora, que
el grupo está reunido, asiste a su propia desintegración. Y no se
trata con esto de una simple hipótesis sino de una deducción
fundada en síntomas evidentes, como son conversaciones escuchadas.
Los síntomas de la
enfermedad grave no escapan al indio alacalufe. Cuando, a pesar de todas las
incisiones curativas, el mal continúa empeorando, los cuidados son
más y más espaciados y aun suprimidos. No se trata ya de devolver
la salud al enfermo, sino de entregarlo a su destino. De todas maneras, es el
fin y no queda más que esperarlo, cuidándose sólo de alejar
a Ayayema por ciertos ritos. A partir de este momento, no existe ya
distinción precisa entre la enfermedad, la agonía y la muerte
real. El instante del tránsito no tiene importancia. El moribundo
pertenece ya a otra esfera.
se
toman disposiciones premortuorias mucho antes de los síntomas evidentes
del fin, pero este ceremonial no tiene lugar seriamente sino en los casos de
excepcional gravedad. si se trata de una enfermedad que se prolonga sin
mejoría, el enfermo es simplemente abandonado a sus propios recursos.
El estado de duelo se instaura en
la choza y en el campamento por el ceremonial destinado a la vez a preservar al
enfermo que pierde sus fuerzas del imperio de Ayayema, y a preservar de ello a
los vivos. Tres piquetes de madera coloreados de rojo son hincados en tierra y
se juntan sobre la cabeza del moribundo, formando las aristas de una
pirámide, cuya base triangular reposará cerca de la cabeza y de
los hombros. Si el moribundo es varón, los extremos superiores son
ligados por un fragmento de cuerda de arpón. La cuerda misma es trenzada
en torno a la parte inferior de esta especie de baldaquín, como para
formar un emparrado cerca de la cabeza del moribundo. si es una mujer, la cuerda
de arpón es reemplazada por trenzas de plumas blancas suspendidas de los
piquetes, sobre los cuales se apoya la paleta que sirve para sacar las manchas
de las rocas.
En la pared interna
de la choza, cerca del moribundo, se tiende una tela blanca, sobre la cual se
fija una cabeza disecada de albatros. En las dos entradas de la cabaña, y
en exterior, se clavan hachas con sus mangos hacia tierra y los filos vueltos
hacia afuera. En el centro de la cabaña arde un gran fuego claro. Todos
estos dispositivos están destinados a ahuyentar a Ayayema. es muy
probable que en otro tiempo el interior de la choza estuviera pintado de blanco
y que la tela blanca, fácilmente obtenida a bordo de los buques, no sea
sino la sobre vivencia, bajo forma diferente, de una antigua tradición.
En la actualidad, el papel de los
vivos se detiene en la observancia de esos ritos. Por largo tiempo que la
agonía se prolongue, el moribundo es abandonado a sí mismo, y no
recibe ningún socorro. Los asistentes lo observan, consternados,
debatirse en su última lucha con la muerte. No hacen nada, ni siquiera
gestos de alivio, aun ilusorios, como tratar de limpiar la ceniza que vuelve a
caer en capas espesas sobre la cara del agonizante.
La
apreciación del instante de la muerte no corresponde, por lo menos para
los alacalufes de más edad, al instante del último suspiro. La
muerte, desde el momento en que se producirá con certidumbre, ha empezado
ya, apenas el enfermo comenzó a perder rápidamente sus fuerzas, y
se acostó para no volver a levantarse. En ese momento ha terminado su
papel entre los vivos. "Ya está muerto", dicen los alacalufes.
El
luto. Si la muerte no sobreviene en una choza aislada, donde sólo los
pariente desempeñan el papel de testigos y ordenadores de lo ritos
fúnebres, todos los miembros del campamento participan del luto, de la
misma manera y con los mismos sentimientos que la familia del moribundo. Mucho
antes de que sobrevenga la muerte, son las idas y venidas entre las chozas. Se
establece un silencio consternado. Los rostros son graves y herméticos.
Las ocupaciones de la vida cotidiana, caza, pesca, recolección de
leña, se suspenden o se reducen a la indispensable necesidad.
La
participación en el duelo de u miembro cualquiera del grupo es
absolutamente colectiva y se manifiesta con una sinceridad y una profundidad de
sentimiento extraordinarias. Toda la comunidad está estrechamente ligada
al suceso. ¿Qué pasaba en otro tiempo, cuando los alacalufes eran
más numerosos y más dispersos y no tenían aún el
sentido de su extinción numérica y espiritual? Tal solidaridad,
¿es un hecho tradicional o un efecto de su declinación? Para un
observador contemporáneo de una agrupación cercana a su fin, el
pasado está lleno de oscuridades, y es difícil decir si la muerte
de uno de los suyos ha tenido siempre sobre el grupo repercusiones tan
profundas. Es posible que sea el sentimiento preciso de la decadencia el que
haya creado un vínculo más estrecho entre los miembros de esta
minoría. Es indudable que para cada fallecimiento los invade un verdadero
pánico. Es posible también que esta participación colectiva
en el duelo sea de la misma naturaleza que el vínculo que existe entre
comunidades familiares que viven aisladamente, sin ninguna jerarquía y
que, por el tchas, se imponen la obligación de servicios
recíprocos y de intercambios continuos de objetos. En el momento de la
muerte, este lazo podría ser sentido con más intensidad por los
vivos, haciéndose, a la vez, más estrecho, a consecuencia de su
continua disminución.
Cuando, por fin, llega la muerte,
niños y grandes se amontonan en la choza hasta que ésta no puede
contener más gente, formando un círculo en torno al
cadáver. Este es extendido, sin ropaje fúnebre, por lo menos
actualmente. Las viejas mujeres hacen su elogio, interminablemente, según
el modo de la lamentación. Sus palabras, lentas y moduladas, son
oídas en un silencio interrumpido sólo por los gemidos de uno u
otro de los asistentes, o por las entradas y salidas fortuitas. El cuadro es de
una tristeza desgarradora. Una gravedad angustiada se lee en los rostros. El
campamento está más siniestro que de costumbre. En las chozas se
observa el silencio y se escucha. Una atmósfera de terror se descarga
sobre el grupo.
En la noche el
aspecto cambia. Llega a ser aún más aterrorizante que las noches
en alguna rada perdida de los archipiélagos. La obsesión de los
misterios de la noche, habitual a los alacalufes, se intensifica. Ayayema ronda
en torno a la choza mortuoria, invisible, pero activo. Escucha lo que se dice en
las cabañas, observa lo que allí pasa, esperando el momento
favorable para dejarse caer sobre uno de los vivos, así como ha tomado ya
posesión de uno de los miembros del grupo.
El ronda el campamento, cerca de
la cabaña del muerto, donde los indios permanecen amontonados sin dormir
ni comer. Mantienen toda la noche una gran fogata para que ningún
rincón de la choza quede en la oscuridad, pues Ayayema no puede acercarse
a la luz. Si logra atravesar sin daño la barrera de las hachas en el
exterior, se quemará en las llamas. el mismo estado de vigilia reina en
las otras cabañas. La lamentación de un viejo, murmurada en voz
baja y casi ininteligible, es entrecortada por gemidos, quejas, y por el
crepitar del fuego. La tristeza de los rostros revela una pena interior
profunda.
Esta
intensa participación del grupo en el drama de uno de sus miembros cesa,
por lo demás, de una manera bastante curiosa apenas se manifiesta la
presencia de blancos. A veces, en la pequeña comunidad de Edén, se
han interrumpido veladas fúnebres por la simple llegada del Jefe del
Puesto, que obedeciendo a un movimiento de compasión, se dirigía a
la cabaña. Esta aparición fortuita bastaba para que se hiciera
desaparecer instantáneamente todo el aparato funerario, para que
detuvieran las lamentaciones y cada uno se volviera a su casa, abandonando el
cadáver al cuidado de los huéspedes habituales de la choza que,
por lo demás, no tardaran en dormirse. Sucedió también que
al día siguiente el Jefe del Puesto decidiera que el cadáver fuera
transportado bajo un hangar. Allí lo exponían entre dos velas que
se consumían en tarros de hojalata, lo cual pretendía ser un honor
cristiano póstumo. Los indios venían de tiempo en tiempo a visitar
furtivamente al muerto, pero el verdadero duelo se verificaba en la choza de
donde habían sacado al cadáver. Si sucedía que el muerto
pasara una noche en el hangar, ellos no iban a visitarlo, y este abandono
forzado de uno de los suyos los turbaba profundamente. "Nosotros velamos a los
muertos a la luz de un gran fuego, sin dormir, ni comer", decían.
La
última morada. El difunto que durante su vida se sustrajo como pudo a la
persecución maléfica de Ayayema y a la miseria ambiente
después de haber terminado con ésta, es defendido de la otra por
los vivos, guardado por los bastones pintados, los collares de pluma, las telas
blancas que rodean su cuerpo y las hachas plantadas a la entrada de la
cabaña. Mas en el día termina la procesión de los vivos, y
el muerto va a ser abandonado a Ayayema. Según las circunstancias,
será colocado bajo una pequeña choza, instalado en el
horcón de un árbol, sumergido, o enterrado en el pantano o aun
depositado en una grieta de rocas, al abrigo de la lluvia y del mar. Todos los
indios que mueren en Edén son enterrados en un pequeño islote
vecino al puesto, sembrado de cruces blancas, pero, cuando alguien fallece en
cualquier punto de los archipiélagos, se observan los ritos ancestrales
de la sepultura.
En
la mañana, el muerto, retorcido sobre sí mismo en la
posición fetal, es envuelto en un cuero de foca que a continuación
se cose y se parte a edificar una cabaña mortuoria (lalat),
pequeña y recubierta de pieles de la propia choza del difunto. Fue sin
duda una choza mortuoria de este tipo la que vio Spilbergen en la isla Isabel, a
comienzos del siglo XVII. Ella contenía, "dos cadáveres, colocados
a la manera de estas gentes entre arcos clavados en tierra y ramas de haya;
estaban cubiertos con un poco de tierra. Uno era de talla ordinaria, y el otro
no medía más de dos pies y medio. Estaban envueltos en pieles y,
en torno al cuello, tenían collares, relucientes como perlas y
confeccionados con arte".
Los
bastones coloreados que protegieron al enfermo durante su agonía
servirán para sostenerlo. Lo amarran sólidamente a ellos por los
brazos y la cintura, Si se trata de una mujer, su bastón para machas es
fijado por tierra, oblicuamente, sosteniendo a su canasta. Si es hombre, se
colocan a su lado sus atributos de cazador, la cuerda y las puntas del
arpón. Se enciende una pequeña fogata y algunos mariscos se ponen
a un costado. Se recubre la choza y todos se retiran precipitadamente. A partir
de este momento, el muerto se transforma en propiedad de Ayayema. Se convierte
en un ser perverso, que va a asediar los sueños de los vivos,
llevándoles la enfermedad. Todos lanzan piedras contra la choza,
diciendo: Ofsik tcawhs atktaal kuterek aloyerso tcaw yekwakar sekweker: "Ahora
vas a dejar que nos sentemos en paz en tu cabaña".
En adelante, el emplazamiento de
kana kyeratlalat será maldito. Nadie vendrá a instalarse en esta
playa, pues Ayayema viene a hacer causa común con el muerto. Los buitres
vendrán a planear por encima, a montar su guardia silenciosa sobre los
árboles vecinos, a estirar el cuello y precipitarse sobre las carnes
descompuestas. Ellos también son los pájaros malditos, que se
llevan en su cuerpo fétido algo del muerto. Ni siquiera los perros
querrán saber nada de ellos. Los huesos se hundirán poco a poco en
el barro. Las hierbas, los arbustos y los musgos cubrirán todo eso, y no
quedará sino el recuerdo de una playa tal vez acogedora, pero cerrada a
todo campamento. El espíritu del muerto vagará siempre por esos
lugares.
Para marcar una
separación más nítida con el mudo de los vivos, el muerto
es algunas veces sumergido. Parece que es éste el modo de sepultura
más a menudo practicado. De esta manera, el muerto es substraído
para siempre de Ayayema, espíritu de los pantanos, de las aguas
gelatinosas y burbujeantes, del bosque y de las rocas. En el fondo del agua las
grandes focas devoran el cadáver. ¿Hay en eso una forma de
sacrificio propiciatorio, destinado a favorecer la caza? No es imposible. El
cadáver, cosido en un gran cuero de foca, es colocado en su canoa. Dos
grandes piedras se le amarran sólidamente en el pecho. Es sumergido en el
agua profunda, lejos de la orilla. Lanzan piedras al sitio donde se ha hundido,
y todas las otras canoas se retiran precipitadamente la canoa del muerto es
abandonada al azar del viento y las corrientes.
Otras veces, pero con menos
frecuencia, un acantilado, a buena altura sobre el mar, constituye el
último refugio del muerto. Semejantes abrigos existen a lo largo de los
acantilados que dominan el mar, pero su acceso es difícil y los
árboles ocultan su entrada. El cadáver, envuelto en una piel de
foca, es adosado contra la pared, los piquetes pintados de rojo son puestos a su
lado, así como el bastón de machas y el canasto o, según el
caso, las armas masculinas de caza.
Se halla en el primer viaje de
Byron la curiosa mención de una sepultura en gruta: "Nuestro cirujano,
que estaba entonces solo, descubrió en las rocas un hoyo muy grande, que
parecía conducir a algún cubil o refugio. No parecía
natural, sino barrido y hecho más accesible por la mano del hombre.
Durante algún tiempo, el cirujano vaciló en aventurarse adentro,
pues temía la recepción que podría tener de sus habitantes,
mas, como su curiosidad se sobrepusiera al miedo, se decidió a entrar.
Debió de avanzar sobre las manos y las rodillas, pues la pasada era muy
baja para poder entrar de otro modo. Después de haber recorrido un largo
trecho de esta manera, llegó a una cámara espaciosa, que no supo
bien si era natural o excavada a mano. La luz llegaba a esta cámara por
un agujero abierto en lo alto. En el medio había una especie de
ataúd hecho con bastones entrecruzados apoyados en piquetes de 5 pies de
altura, más o menos. Sobre este ataúd habían tendido cinco
o seis cuerpos, que en apariencia habían sido puestos allí desde
hacía largo tiempo, pero no habían sufrido deterioro. No estaban
cubiertos y la carne de sus cuerpos se había secado y endurecido
perfectamente. Yo no podría determinar si esto sucedió gracias a
algún artificio o secreto de los salvajes, o por alguna virtud desecante
del aire de la gruta. . . He olvidado mencionar que había otra fila de
cuerpos depositados de la misma manera en otra plataforma, bajo el
féretro" los loberos, que acostumbran explorar todos los rincones de los
archipiélagos, han visitado esta gruta, que está probablemente
situada en la Punta Cavernosa en la Península Forelius, al norte del
Golfo de Penas. Como suelen ser saqueadores de restos y buscadores de tesoros,
es probable que la hayan deteriorado. En todo caso, según ellos, los
cadáveres extendidos serían de náufragos. El acceso de la
península es muy difícil, y ninguna misión
científica ha podido visitarla nunca. Aunque situada al norte del dominio
de los alacalufes, el estudio de esta gruta proporcionaría tal vez datos
interesantes sobre un antiguo modo de sepultura de los indios de los
archipiélagos.
Es
excepcional enterrar al muerto en el pantano. ¿Es un homenaje directo a
Ayayema el hundirlo directamente en su dominio? Los indios no parecen haber
tenido conciencia de ello. En este caso, el muerto es acostado en un hoyo, sin
bastones, sin arma, sin canasto. Otro modo de sepultura que no está ya
en uso, pero que se encuentra algunas veces en los archipiélagos, es la
acumulación sobre el cadáver de un enorme montón de grandes
piedras. Una sepultura de esta clase, que databa de varios siglos, descubierta
en un islote rocoso del Estrecho, contenía cuatro esqueletos, un hombre,
dos mujeres y un niño, cuyos huesos estaban deshechos bajo la
acumulación de varias toneladas de piedras. Al pie de los cuerpos, cuya
posición fetal podía aún reconocerse, se notaban los restos
de cuatro pequeñas fogatas, con ofrendas de mariscos, anchos cuchillos de
piedra y algunos trozos de madera de tepu no calcinados. Bajo las osamentas, en
una especie de nicho cavado en el suelo, había una ofrenda de
instrumentos de piedra: grandes puntas de flechas finamente trabajadas, una
punta de arpón y diversos guijarros de cuarzo coloreado.
Una vez enterrado el difunto de
una manera o de otra, había que hacer desaparecer todas sus pertenencias.
La canoa no era quemada, sino abandonada al viento; el canasto de machas, el
alimento del muerto, sus ropas, todo lo que era preciosamente guardado en el
canasto o en el kyakyon, todo debía ser quemado. Se permitía, sin
embargo, salvar de la destrucción a algunos de los mejores vestidos. La
cabaña es abandonada. Sólo mucho más tarde podrá
hacerse instalaciones en el mismo emplazamiento. Ayayema va a rondar varias
lunas en torno de la antigua mansión. El muerto mismo llega a ser
guía en el mundo de los vivos. El vendrá en la noche a perseguir a
los que duermen. Su sueño estará poblado de pesadillas y
será impresionante escuchar los gemidos lastimeros de los que duermen. Se
sueña en tal o cual de los desaparecidos. Es él quien viene a
atormentar, a despertar de un sueño doloroso en el frío y la
lluvia que gotea sin tregua sobre las mantas y las ropas. El muerto
traerá el mal tiempo, la enfermedad, la caza infructuosa y la invalidez.
El traerá el asedio y el miedo.